Vio este escueto anuncio en el periódico: «Cachorros de bulldog, color negro atigrado, a tres dólares cada uno». Tenía ahorrados unos diez dólares, aún sin ingresar, que había sacado ayudando a pintar la casa, pero su familia nunca había tenido perros. Cuando la idea cristalizó en su cabeza, su padre dormía la siesta, y su madre, enfrascada en una partida de bridge al acercarse él a preguntar si le parecía bien, se encogió de hombros distraída y arrojó una carta sobre el tapete. El muchacho deambuló por la casa indeciso, pero de pronto le asaltó la prisa al pensar que alguien pudiera adelantársele y quedarse con el perrito. Ya daba por hecho que uno de aquellos cachorrillos le pertenecía; el perrito era suyo, seguro que ya lo intuía. No tenía idea de cómo era un bulldog atigrado, pero sonaba a perrazo temible y fantástico. Y contaba con los tres dólares, aunque le dolía pensar en gastar esa cantidad sabiendo lo mal que andaban de dinero en casa, con su padre arruinado otra vez. El escueto anuncio no mencionaba cuántos cachorros había en venta. Puede que fueran sólo dos o tres, y quizá ya estuvieran vendidos.
Daban una dirección en Schermerhorn Street, calle que nunca había oído mencionar. Llamó por teléfono, y una mujer con voz ronca le explicó cómo se llegaba y qué línea de metro tenía que tomar. Saliendo de la zona de Midwood y tomando la línea elevada de Culver, tendría que hacer trasbordo en Church Avenue. Tomó debida nota de las indicaciones que le dio la señora y se las leyó en voz alta. Aún no había vendido los perritos, gracias a Dios. El viaje duraba más de una hora, pero como era domingo, el vagón iba casi vacío, y con la brisa que entraba por sus ventanas de madera abiertas hacía más fresco que en la calle. En las parcelas sin edificar de abajo divisó a unas viejas italianas, tocadas con pañoletas rojas, agachadas llenándose el delantal de dientes de león. Según sus compañeros de clase italianos, los dientes de león se echaban en el vino y las ensaladas. Recordó haberlos probado en una ocasión, un día jugando al béisbol en el descampado cerca de su casa, pero le supieron amargos y salados como lágrimas. El viejo tren de madera, sin apenas pasajeros, se mecía y traqueteaba levemente en la tarde calurosa. Pasó por encima de una manzana donde unos hombres de pie frente al garaje de su casa regaban sus vehículos como si éstos fueran elefantes acalorados. El polvo flotaba agradablemente en el aire.
Al llegar al barrio donde se encontraba Schermerhorn Street se llevó una sorpresa, no se parecía en nada a Midwood, donde él vivía. Las casas eran de piedra rojiza, completamente distintas a las de su barrio, casas de madera construidas pocos años atrás o, las de más antigüedad, en la década de los veinte. En éste, incluso las aceras parecían antiguas, con grandes losas cuadradas de piedra en lugar de cemento y matojos de hierbas asomando entre sus junturas. Se notaba que no era un barrio de judíos, quizá por el silencio y la falta de actividad y porque no se veía ni un alma sentada fuera tomando el sol. Había numerosas ventanas abiertas de par en par, y personas de rostro inexpresivo apoyadas sobre los codos, asomadas a la calle, y gatos tumbados en algunos alféizares, las mujeres muchas en sujetador y los hombres en ropa interior intentando encontrar un soplo de brisa. Unos hilillos de sudor le recorrían la espalda, no sólo a causa del calor sino también porque acababa de reparar en que era el único que quería aquel perro, ya que sus padres, de hecho, no habían expresado su parecer y su hermano, que era mayor que él, había dicho al respecto:
–¿Estás loco o qué?, ¡gastarte tus ahorros en un perro! ¿Y si te sale malo? ¿Y cómo piensas alimentarlo?
Él había pensado que con huesos, pero su hermano, que de todo sabía, exclamó:
–¿Huesos? ¡Pero si un cachorro aún no tiene colmillos!
Bueno, pues quizá sopa entonces, dijo entre dientes.
–¡Sopa! ¿A un perrito le vas a dar sopa?
De pronto vio que había llegado a la dirección indicada. Plantado ante la puerta de la casa, sintió que el mundo se le venía abajo y comprendió que todo había sido una equivocación, como uno de sus sueños o una mentira cuya verdad se hubiera empeñado tontamente en defender. El corazón se le aceleró, sintió que se ruborizaba y continuó andando hasta alcanzar más o menos la mitad de la manzana. Fuera no había nadie más que él, y algunos vecinos asomados a las ventanas lo observaban deambular por la calle desierta. Pero ¿cómo iba a volverse a casa después de llegado tan lejos? El viaje parecía haber durado semanas, incluso un año. ¿Y ahora volver a meterse en el metro con las manos vacías? Quizá mejor que echara un vistazo al perrito al menos, si es que la señora lo dejaba pasar. Había buscado información sobre aquella raza en la enciclopedia, que contenía dos páginas enteras con imágenes de perros, y encontrado un bulldog inglés blanco con las patas delanteras torcidas y los dientes de abajo salidos, un pequeño Boston bull blanco y negro y un pitbull de morro alargado, pero de bulldogs atigrados no encontró foto ninguna. Al final resultaba que lo único que sabía de aquellos perros era que costaban tres dólares. Pero al menos tenía que echarle un vistazo, tenía que ver a su perrito, así que volvió sobre sus pasos y llamó al timbre de la planta sótano, tal como la señora le había indicado que hiciera. El timbrazo sonó tan fuerte que lo sobresaltó, pero pensó que si echaba a correr y ella salía a abrir y lo pillaba, aún pasaría más vergüenza, de modo que se quedó quieto, con el sudor resbalándole por el labio.
Una puerta interior al pie de las escaleras se abrió, y salió una señora que lo miró por entre las rejas polvorientas de la cancela. Llevaba una especie de bata, de seda color rosa pálido, sujeta con una mano para que no se le abriera, y la melena oscura y larga hasta los hombros. No se atrevió a mirarla directamente a la cara, así que no habría sabido decir qué aspecto tenía, pero percibió su inquietud al otro lado de la cancela cerrada. Intuyó que la mujer no podía imaginar por qué había llamado a su puerta y enseguida le preguntó si era ella quien había puesto el anuncio. ¡Ah! Su actitud cambió de inmediato, y descorrió el cerrojo y tiró de la cancela. Era más bajita que él y olía de un modo peculiar, como a una mezcla de leche y aire viciado. Se adentró tras ella en el apartamento, tan oscuro que apenas logró distinguir nada a su alrededor, aunque sí oyó el agudo ladrido de los perritos. La señora se vio obligada a alzar la voz para preguntarle dónde vivía y cuántos años tenía, y al decir él que trece, ella se llevó una mano a la boca y dijo que estaba muy alto para su edad, sin que él entendiera por qué eso parecía ser motivo de vergüenza para ella, a menos que le hubiera echado quince, como hacían de vez en cuando. Aun así, tampoco era para tanto. La siguió hasta la cocina, situada al fondo del apartamento, donde, al rato de estar a resguardo de la luz del sol, por fin consiguió ver algo. En una caja grande de cartón que alguien había recortado de cualquier manera para que no fuera tan honda, vio a tres cachorros con su madre, que se sentó sobre las patas traseras mirando hacia él y meneando lentamente la cola arriba y abajo. No le pareció que aquella perra tuviera aspecto de bulldog, pero no se atrevió a decirlo. Era un chucho marrón cualquiera, con motas negras y algunas rayas, al igual que sus cachorros. Y aunque le hizo gracia la caída de sus orejitas, dijo a su dueña que quería echar un vistazo a los perros pero que aún no estaba decidido. No tenía idea de cómo proceder, así que, para no parecer despreciativo con los perritos, le preguntó si le importaba que cogiera uno en brazos. La señora dijo que no tenía inconveniente y se agachó para sacar a dos de ellos de la caja y depositarlos sobre el linóleo azul de la cocina. No se parecían a los bulldogs que él había visto hasta entonces, pero le dio vergüenza decirle a su dueña que en realidad no pretendía comprar uno. La señora levantó a uno de los cachorrillos del suelo, le dijo «Toma» y se lo colocó sobre las rodillas. [...]
Del relato Bulldog