La carta llegó con el reparto de
–Esta carta no me gusta.
El farmacéutico alzó la vista del periódico, se quitó las
gafas, preguntó, con curiosidad y cierta irritación:
–¿Qué?
–Digo que esta carta no me gusta. –Y con el índice,
lentamente, la deslizó por el mostrador de mármol en dirección al farmacéutico.
El farmacéutico se inclinó y miró la carta sin cogerla;
luego se irguió, se puso las gafas, la miró otra vez.
–¿Y por qué no te gusta?
–La han echado aquí mismo, en el pueblo, anoche o esta mañana
temprano; la dirección la han recortado de un papel timbrado de la farmacia.
–Ya veo –confirmó el farmacéutico, y se quedó mirando al
cartero inquieto y azorado, como si esperase que explicara o decidiera algo.
–Es un anónimo –dijo el cartero.
–Un anónimo –repitió el farmacéutico. Aún no la había tocado
y ya venía aquella carta a destruir su vida doméstica, a fulminar a la mujer no
muy guapa, ni muy joven, ni muy limpia, a la que tenía preparando en la cocina
el cabrito al horno de la cena.
–Aquí siempre con la manía de los anónimos –dijo el cartero.
Había dejado la cartera en una silla y se había apoyado en
el mostrador: esperaba a que el farmacéutico abriera
–¿Un anónimo a mí? –dijo el
farmacéutico tras un largo silencio, en tono de asombro e indignación, pero con
cara de espanto; pálido, ojos extraviados, gotas de sudor en el labio.
Aparte de la viva curiosidad que lo devoraba, también el
cartero sentía el mismo estupor e indignación: el farmacéutico era un buen hombre,
con un gran corazón, que fiaba a los clientes y dejaba vivir tranquilos a los
campesinos de las tierras que poseía por dote de la esposa..., de quien, por
cierto, tampoco había oído él nunca que hablara mal nadie.
Por fin se decidió el farmacéutico: tomó la carta, la abrió,
desdobló el papel. Y el cartero vio lo que se temía: que la habían escrito con
palabras recortadas del periódico.
El farmacéutico apuró de un trago el amargo cáliz; dos
líneas, poco. Pero dijo como aliviado, casi de buen humor:
–Oye esto...
«No es cosa de cuernos», pensó el cartero.
–¿Qué? ¿Una amenaza?
–Una amenaza –confirmó
El cartero la tomó con ansia, leyó en voz alta: «esta carta es tu sentencia de muerte, morirás
por lo que has hecho»; la dobló, la dejó en el mostrador, dijo:
–Es una broma. –Y lo pensaba de
veras.
–¿Crees que es una broma? –le preguntó
el farmacéutico, no sin cierta angustia.
–¿Qué, si no? Una broma. Hay personas
a las que les escuecen los cuernos y les da por gastar estas bromas. No eres el
primero. A otros los llaman por teléfono.
–Ya, como a mí. Suena de noche el teléfono, contesto y me
sale una mujer preguntando si he perdido un perro, que han encontrado uno azul
y rosa y le han dicho que era mío; bromas. Pero esto es una amenaza de muerte.
–Es lo mismo –afirmó el cartero con suficiencia; cogió la
cartera y dijo para despedirse–: No te preocupes.
–No me preocupo –contestó el farmacéutico... cuando el otro
ya había salido.
Pero se preocupaba. La broma era más bien pesada... si era
una broma. ¿Y qué otra cosa podía ser? Él no estaba peleado con nadie; no se
metía en política ni aun de política hablaba, y lo que votaba era un secreto
para todos –al partido socialista en las generales, por tradición familiar y
recuerdo de juventud; al demócrata cristiano en las municipales, por amor al
pueblo, que con administración democristiana siempre sacaba algo al gobierno, y
por evitar el impuesto sobre la renta familiar que los partidos de izquierdas
amenazaban con implantar–; y no discutía con nadie:
los de derechas creían que era de derechas, los de izquierdas, de izquierdas.
Aparte de que mezclarse en política era perder el tiempo, y quien no lo viera
así o era que le convenía, o era que estaba ciego. En fin, que vivía tranquilo.
Aunque ya sólo por esto podían haberle escrito el anónimo: algún malicioso sin
oficio ni beneficio con ganas de inquietar, de asustar a una persona tan
tranquila. Otra razón también podía haberla en la única gran pasión que tenía:
Pues sí, otra razón no podía haber; era una broma, pero
hasta cierto punto: alguien quería meterle miedo, así que el miércoles, su día
libre, no saldría de caza. Él, modestia aparte, entre las cualidades de sus perros
y su infalible puntería, todos los miércoles hacía escabechina de liebres y
conejos; que lo dijera el doctor Roscio, su habitual
compañero, buen tirador también, también con un buen par de perros, pero que lo
dijera... La carta, pues, lo que hacía era halagar su vanidad, demostrar su
buena fama de cazador. Claro: se levantaba la veda y querían que faltara a la
gran fiesta del primer día de caza, día que para él, cayera o no en miércoles,
era el mejor del año.
Convencido, pues, de que éste era el motivo del anónimo, y
discurriendo sobre quién podía ser el autor, sacó el farmacéutico a la calle
una butaca de mimbre y se sentó a la sombra que ya daban las casas. Enfrente
tenía la estatua de bronce de Mercuzio Spanò, maestro del derecho, varias veces subsecretario
de correos, cuya sombra, a la cruda luz del poniente, se alargaba grávida
de meditaciones sobre las cartas anónimas, en su doble condición de maestro del
derecho y de subsecretario de correos. Así, con ligereza, lo miró un momento el
farmacéutico, pero tan ligero pensamiento se convirtió al punto en la amarga
sensación de quien, injustamente golpeado, descubre de pronto que su humanidad
está por encima de la maldad ajena, y se condena y se compadece por saberse
incapaz de maldad.
Cuando la sombra de Mercuzio Spanò tocaba ya los muros del castillo de los Chiaramonte, que estaba en la otra punta de la plaza, tan
abstraído estaba el farmacéutico que Luigi Corvaia,
creyéndolo dormido, le gritó:
–¡Despierta!
Y el farmacéutico se sobresaltó; sonrió, se levantó para
traerle una silla.
–¡Vaya día! –dijo don Luigi, dejándose
caer en la silla con un suspiro de cansancio.
–Cuarenta y cuatro grados marcaba el termómetro –observó el
farmacéutico.
–Pero ahora empieza a refrescar y esta noche hay que echarse
una manta.
–Ya no se entiende ni el tiempo –dijo el farmacéutico con
amargura. Y decidió darle ya la noticia
–¿Un anónimo?
–Amenazándome. –Y fue por la carta.
–¡Rediós! –dijo
don Luigi nada más leer aquellas dos terribles líneas–.
Esto es una broma.
El farmacéutico convino en ello: una broma, sí, pero con
idea.
–¿Cómo con idea?
–Quieren que deje la caza.
–Sí, podría ser; vosotros los cazadores sois capaces de
cualquier cosa. –Don Luigi deploraba el gasto y la fatiga absurdos de la caza,
aunque no saboreaba menos una buena perdiz en escabeche o un conejo en salsa
agridulce.
–No todos –repuso el farmacéutico.
–No, claro, toda regla tienes sus excepciones. Pero ya sabes
tú cómo son algunos: la albóndiga con estricnina al perro, el tiro que alcanza
al animal del amigo en vez de al conejo al que seguía... ¡Cabrones! ¿Qué culpa
tiene el perro? Bueno o malo, un perro es un perro... Meteos con los amos, si
os atrevéis...
–No es lo mismo –dijo el farmacéutico, que también había
sentido envidia de perros ajenos, aunque no, por supuesto, hasta el punto de
querer matarlos.
–Para mí es lo mismo. Quien es capaz de cargarse a un animal
a sangre fría, lo es también de matar a una persona como si nada. –Pero añadió–: Aunque quizá lo digo porque no soy cazador.
Toda la tarde se la pasaron hablando
Todos se mostraron de acuerdo en que el anónimo era una
broma, malintencionada, eso sí, sobre todo si la idea era apartar al farmacéutico
del solemne día del levantamiento de
–Pues ¿qué ha pasado? –preguntó el sargento, ya de buen
humor, esperando oír algún chiste. Pero se puso serio cuando le enseñaron
–¡Denunciarlo! –exclamó el
farmacéutico, casi eufórico.
–Denunciarlo como manda
Entraron todos en la farmacia, el farmacéutico encendió una
lámpara que había sobre el mostrador, empezó a escribir lo que el sargento le
dictaba.
Dictaba el sargento teniendo en la mano la carta abierta, y
la luz de la lámpara caía en ella sesgada. El profesor Laurana,
que sentía curiosidad por el rito y lenguaje de la denuncia, vio claramente
transparentar por la otra cara
–Pero, hombre, ¿no ve que estoy dictando?
–Es lo que dice por la otra cara –se disculpó el profesor.
El sargento bajó la mano, dobló la carta.
–Bien haría usted en mirar también el dorso –añadió el
profesor, resentido.
–Se hará lo que se tenga que hacer, no lo dude –dijo el
sargento con aires de suficiencia, y siguió dictando.