Ya he dicho que este ensayo ha surgido
con un ojo puesto en el debate sobre la Ley de Memoria Histórica, pues una
parte de la escritura del mismo coincidió, a lo largo del otoño de 2007, con la
recta final, parlamentaria y mediática, de su aprobación. Es por lo tanto un
libro que responde a una situación de actualidad y reacciona ante ella desde la
acción, en la medida en que la reflexión crítica puede ser entendida como una
forma de acción, y creo que sí que puede. Uno se pregunta hasta qué punto tiene
sentido plantearse decir nada desde la filosofía en un país en el que todavía
se oyen voces que le gritan al presidente del Gobierno que se vaya «a dar un
paseo con su abuelo», fusilado en verano de 1936 por mantenerse fiel a la República. Y todo el mundo medianamente informado
sabe aquí lo que significa «paseo» en este contexto. Pero esas voces no sólo
proceden de la chusma. El
drama es que esas voces también se han dejado oír dentro del Parlamento
español. Y aunque no sea extraño a una lógica democrática el hecho de que
incluso la chusma tenga a sus propios representantes en la sede de la soberanía
popular, esas barbaridades producen una perplejidad y una vergüenza que se
clavan en el corazón de lo público hasta el estremecimiento. A menos escándalo
y más tolerancia ante estos exabruptos, mayor estremecimiento. La filosofía, en
España, no comienza con la admiración, comienza con el estremecimiento. Por lo
demás, escribo estas líneas a la vuelta de la VIII Legislatura,
cuando muchas voces y algunos indicios auguran una IX Legislatura más serena, o
menos sucia, que la
anterior. Sólo puedo decir que mi texto es deudor del
ambiente político de los años 2004-2008, que son también los que permiten
alcanzar la Ley de Memoria Histórica. Lo he escrito desde un estado de angustia
y hastío que no creo exclusivo mío. No he ensayado, lo siento, una voz sabia,
sino una voz moral. Eso no quiere decir que pretenda estar en posesión de una
verdad académica e impersonal revestida de convicciones profundas. La moralidad
de la voz es algo que puedo explicar, pero no blindar o defender a toda costa,
porque entonces su misma moralidad ya no me interesaría. Si en algún momento me
muevo en la contradicción, sólo espero que ésta no parezca ni una forma de
ambigüedad querida ni una forma de confusión grave. Mi texto quiere ordenar
conceptos, poner de manifiesto las ambigüedades e inconsecuencias en que la
memoria de la guerra civil tiende a sumirnos, y proponer algo tan simple como
un regreso al principio de la buena instrucción, y con ello el abandono de una
memoria histórica dirigida e indocumentada a favor de una conciencia histórica
libre y bien documentada. Pero no he logrado asegurarme de que los conceptos
que me he encontrado no conozcan ningún orden mejor que el de las ambivalencias
y las inconsecuencias (si se quiere, incluso el de las inconsecuencias
vitales); ni tan siquiera puedo asegurar que ese regreso aparentemente tan
simple a la instrucción e ilustración como verdadera gramática para una
conciencia histórica sea meramente factible y no se pierda en el sueño de una nueva, aún inalcanzable España. Todo,
fuera de la escritura, tiende a resolverse de otro modo, y la política es la
que engulle siempre ese todo, incluso sus partes más intragables y más
indigestas, aunque luego la indigestión no la padezca tanto la política
profesional como la sociedad política a la que ésta sirve. La política es el
reino de lo momentáneo, lo fugaz y lo transitorio; es el pim
pam pum del lenguaje y los conceptos. ¿Cuántas veces
no me habré preguntado por qué demonios me metía entonces a escribir sobre este
tema tan retorcido e imposible como el
de la memoria histórica en España? Sin duda porque siempre
hay un resto de atracción romántica por lo imposible y por lo difícil. Y
también porque se escribe para algo y para alguien, para que quede constancia,
para arriesgarse y para insistir; ni tan siquiera para tener razón, sino acaso
para equivocarse mejor. El impulso de la filosofía no es aquí nada profesional
ni mucho menos profesoral. Es un modo de darle vueltas a la cuestión que nos
ocupa, que es siempre una cuestión para la filosofía desde el momento en que se
sustrae la cuestión al trajín de lo apresurado y se la devuelve a las buenas
prácticas de aquel saber menos arrogante que aparece al final de la Antígona de Sófocles (v. 1353). Es la
voz que habla desde la libertad de la teoría pero que devuelve esa libertad al
reino de la práctica, y sabe en qué consiste este regreso, sus posibilidades y
sus dificultades, sus ganancias y sus pérdidas. Sin esa voz preguntando por las
buenas prácticas todo se vuelve inalcanzable, y la bondad se la guardan para sí
los muertos, o por lo menos se guardan esa media bondad sin la cual toda idea
de bondad es siempre incompleta. Sin ellos no hay ninguna nueva, aún inalcanzable España, sino sólo un permanente remedo de
esa vieja, inconstante, apasionada y chismosa tierra en la que los vivos,
olvidadizos y apresurados, corren gritando de un lado para otro «¡a por ellos!», sin saber muy bien ni quiénes son ellos ni
quiénes somos en realidad nosotros.