1
Mi angustia produce obras maestras.
2
Despierto. Despierto con el impulso de empacar. Me
levanto de un salto. Arrojo ropa del clóset a la cama. Busco una maleta en el
clóset y de golpe cae. Cae de golpe el sueño, dejo de buscar la maleta. He
soñado con una llamada telefónica. Pero no, no cualquiera. Una llamada en la
que el abuelo me invita a París a una de sus conferencias. (No tienes de qué
preocuparte, no tienes que responder a las preguntas de los médicos. Es
suficiente con que me acompañes al auditorio. Después de mi conferencia
podremos pasear, prometo que no invitaré a las viudas que seguramente me
buscarán. Te llevaré a cenar al mejor restaurante, te llevaré a los mejores
lugares, ya verás. Anda, empaca que paso por ti en diez minutos.) Cuelgo el
teléfono y despierto. En ese orden, en medio de este desorden.
El abuelo se quitó la vida un domingo por la noche.
Tenía setenta y dos años. El próximo domingo, el domingo que viene, se cumple
un año de su muerte. Nunca entenderé al abuelo y menos entiendo por qué hizo
esta llamada. Esta llamada telefónica desde otro lado, no este lado.
Dios no revela nada, prueba de ello era el abuelo,
que era un signo de interrogación. Además le permite usar el teléfono, tan
campante, desde el otro lado. ¿Justificar a Dios? Así como los hombres salen de
Sus palabras, muestra diaria de Sus desatinos, del mismo modo, y no con menor
magia, el abuelo desconcierta con sus palabras incluso luego de su muerte.
¿Justificar la llamada del abuelo? Soñar vivo a un muerto es lo mismo que
conversar con un esqueleto en el consultorio de un médico. Entender, de una
buena vez, a Hamlet. Menuda la situación de sostener
un cráneo en la mano y no pronunciar un monólogo extenso. Quizá la ausencia, la
ausencia de alguien querido, es el título de cualquier discurso dirigido a la
pared.
Haber soñado con el abuelo no es novedad. No es
novedad que dé vida al que se fue. Pero seguir sus órdenes, sacar ropa del
clóset, buscar una maleta, es una penosa novedad. Tal situación es la evidencia
de que actúo movida por una ausencia. Su ausencia no es cualquiera. Obedecer al
abuelo, como un perro al que lanzan un palo y corre disparado, es penoso, es
novedad. Es, sobre todo, penoso.
Luego de la muerte del abuelo, luego de despedirme
incontables veces sin irme, cada vez entiendo menos. ¿En qué momento se supone
que uno entiende que alguien se ha ido? ¿En qué momento uno se despide sin
volver? Sueños como el de hoy muestran que las peores pesadillas no son esas en
las que atestiguamos la muerte de un ser querido; por el contrario, en las
peores respondemos una llamada telefónica. Si el sueño es el descanso que nos
ha sido concedido y a la vez es una sala de cine donde observamos nuestros
temores más agudos, ¿a qué hora se supone que se puede descansar de uno mismo?
¿Se puede descansar de uno mismo?
Queda contar, contarlo otra vez. Sueño que el abuelo
me invita a París, me levanto de la cama para empacar y recuerdo que el abuelo
murió hace un año. Volver a contar y acercarme a la incertidumbre. Sueño que
volveré a ver al abuelo y no. Sueño y no porque lo he creído. He creído que lo
vería en diez minutos. Carajo, la angustia no tiene
límites. Despertar, por ejemplo, debería ser considerada una obra respetable. O
¿a quién le resulta más asombroso observar un cuadro de Jackson
Pollock que despertar?
Con lo que soy capaz de hacer en nombre de la
angustia podría exponer las obras suscitadas. Podría exponer, por ejemplo, los
retratos hablados del abuelo. Nunca narro lo mismo y siempre narro lo mismo.
Retratos distintos, retratos inciertos, retratos tan movedizos como el pasado.
Narrar tantas veces lo mismo es el camino para alejarse de la realidad. Allá,
lejos, lejísimos, estoy. Y así, lejos de retratarlo, hablando de él sin que
nadie me provoque, cada vez que hablo de él me pregunto lo obvio. ¿Se parece lo
que cuento del abuelo al hombre que realmente fue? Pregunto lo obvio todos los
días, respondo lo obvio sin que me pregunten. De hecho, estoy un paso adelante:
respondo, cuento de él una y otra vez, sin que me pregunten. Me alejo cuando me
acerco a retratarlo. Tal vez porque al hablar de él intento responder lo obvio.
¿Cómo le hizo para irse y seguir aquí? ¿Está aquí o allá? Querer responder como
si las respuestas fuesen la llave de su consultorio. Respuestas que parecieran
abrir la puerta y encontrarlo sentado en su trono. Pero cualquier pregunta,
sabemos, es una puerta cerrada. Podría exponer mis retratos hablados del
abuelo. Podría exponer sus peores chistes. Podría exponer sus sentencias
venenosas. Podría exponer sus insultos. Podría exponer los boleros de Daniel
Santos que cantaba cerrando los ojos o los licores con tres hielos que le
gustaba tomar después de comer. Podría exponer mi angustia luego de su muerte.
Podría.
A veces pienso que, de ser posible, mi angustia se
rodearía de artistas. Brindaría con ellos, se doblaría de risa. En una cantina,
digamos, mi angustia contaría sus mejores chistes, sus mejores anécdotas.
Hablaría de sus mejores trabajos. Sería gran amiga de cualquiera. Amiga de
cualquiera a la altura de sus trabajos. Sus trabajos geniales que son mis actos
más estúpidos.
Cuando trato de negociar con la ausencia del abuelo
no me quedan más que ladridos. Como los días confirman que el que se fue no se
va del todo quedan los ladridos. Él se fue y no se fue. No sólo no se va sino
que aparece en un sueño. Un sueño que me hace creer otra cosa, otra vida y otro
sueño. Despierto con el impulso de empacar y empaco. Creo por un momento que el
abuelo ha regresado del túnel exhausto, maldiciendo lo lejos que está la luz y
lo cerca que está París.
Descolgar ropa, buscar una maleta. Penosa novedad. Si
editara un periódico en mi departamento, la primera plana de esta mañana habría
rezado: «El abuelo sigue muerto». Noticia de última hora. Noticia y novedad.
Novedad, penosa novedad, como cualquier novedad. El próximo domingo se cumple
un año de su muerte. Y el próximo domingo cumplo dos meses de terminar con
José. Se cumple un año y se cumplen dos meses el mismo día si es que eso es
cumplir algo.
Despertar. Lunes. Despertar otro lunes. Probar otro
día que soy un perro que quiere que a alguien se le escapen unas palmadas.
Probar otro día y no quererlo probar. Probar, sobre todo probar, que cada día
hablo menos y ladro más. Lunes. Despertar.