La mujer del mediodía

Sobre el alféizar de la ventana había una gaviota, gritó, sonó como si tuviese el mar Báltico atragantado, agudo, la corona de espuma de las olas, estridente, el color del cielo, su graznido fue perdiéndose sobre la Königsplatz, allí reinaba el silencio donde el teatro había quedado en ruinas. Peter pestañeó con la esperanza de que su parpadeo bastase para ahuyentar a la gaviota y se fuera volando. Desde que había acabado la guerra disfrutaba del silencio por las mañanas. Hacía varios días que su madre le había preparado una cama en el suelo de la cocina. Ya era un hombrecito y no podía seguir durmiendo con ella. Un rayo de sol incidió sobre su rostro, Peter se tapó con la sábana y escuchó atentamente la suave voz de la señora Kozinska. Provenía de las grietas del suelo de piedra, de la vivienda que quedaba debajo de la suya. La vecina estaba cantando. Ay, amado mío, si pudieras nadar, nada hasta mí. A Peter le encantaba esa melodía, la nostalgia de aquella voz, el anhelo y la tristeza. Esos sentimientos eran mucho mayores que él y él quería crecer, era lo que más deseaba. El sol calentó la sábana que cubría el rostro de Peter hasta que él oyó los pasos de su madre, que se acercaban como si vinieran desde muy lejos. De repente, le arrancaron la sábana. Venga, vamos, arriba, le exhortó ella. El maestro está esperando, dijo la madre. Pero hacía tiempo que el maestro Fuchs ya no preguntaba por cada uno de los niños, solo unos pocos lograban asistir a diario a la escuela. Su madre y él llevaban días yendo a la estación todas las tardes con una pequeña maleta para intentar tomar un tren en dirección a Berlín. Cuando llegaba uno, iba siempre tan lleno que no lograban montarse. Peter se levantó y se aseó. Su madre se quitó los zapatos dando un suspiro. Con el rabillo del ojo Peter vio cómo ella se quitaba el delantal para echarlo en el caldero donde hervía la colada. Todos los días el delantal blanco estaba manchado de hollín, sangre y sudor, y había que ponerlo a remojo durante horas, antes de que su madre pudiese ponerlo sobre la tabla y restregarlo hasta que sus manos enrojecían y las venas de los brazos se le hinchaban. La madre de Peter se quitó la cofia con ambas manos, se sacó las horquillas del pelo y los rizos cayeron suavemente sobre sus hombros. No le gustaba que él la observase en ese momento. Mirándolo de reojo, le dijo: Eso de ahí también, y a él le pareció que señalaba su miembro con cierto asco para que se lo limpiara; después le dio la espalda y se cepilló su espesa melena. Su cabello despedía un brillo dorado bajo la luz del sol y Peter pensó que tenía la madre más hermosa del mundo.

A pesar de que los rusos habían conquistado Stettin en primavera y desde entonces algunos soldados dormían en casa de la señora Kozinska, por la mañana temprano se la oía cantar. En una ocasión, la semana anterior, su madre se había sentado a la mesa para remendar uno de sus delantales. Mientras, Peter leía en voz alta: el maestro Fuchs les había puesto como tarea practicar la lectura en voz alta. Peter lo odiaba y alguna que otra vez había reparado en el poco caso que le hacía su madre. Probablemente ella detestaba que se rompiera aquel silencio. Casi siempre estaba tan ensimismada que parecía no percatarse cuando Peter, de pronto, en mitad de una frase, continuaba leyendo en voz baja. Mientras leía sin gran interés, Peter escuchaba con atención a la señora Kozinska. Habría que retorcerle el pescuezo, oyó decir a su madre de repente. Peter la miró sorprendido, pero ella sólo sonrió y clavó la aguja en el lino.

Los incendios del pasado agosto habían arrasado por completo la escuela, así que desde entonces los niños se reunían con el maestro Fuchs en la lechería de su hermana. Rara vez había algo que vender; la señorita Fuchs permanecía de brazos cruzados, apoyada en la pared tras un mostrador vacío, esperando. Aunque se había quedado sorda, a menudo se tapaba los oídos. La gran luna del escaparate se había roto, los niños se sentaban en el poyete y el maestro Fuchs les enseñaba los números en la pizarra, tres por diez y cinco por tres. Los niños le preguntaban dónde había perdido Alemania, pero él no se lo quería decir. A partir de ahora dejaremos de pertenecer a Alemania, explicaba, y se alegraba por ello. Entonces, ¿a quién pertenecemos?, inquirían los niños, ¿con quién vamos? El maestro Fuchs se encogía de hombros. Ese día, Peter le preguntaría por qué se alegraba.

Peter estaba de pie, junto al lavabo, secándose con la toalla los hombros, la tripa, el miembro, los pies. Si alteraba el orden, cosa que desde hacía tiempo no sucedía, su madre perdía la paciencia. Ella le había preparado un pantalón limpio y su mejor camisa. Peter se acercó a la ventana, golpeó el cristal y la gaviota salió revoloteando. Desde que habían desaparecido la hilera de casas de enfrente, los edificios posteriores y también la siguiente calle, Peter tenía una espléndida vista de la Königsplatz y del lugar donde se encontraban los restos del teatro.

Cuando iba a salir por la puerta, su madre le dijo: No vengas muy tarde. La noche anterior una enfermera del hospital le había dicho que ese día y el siguiente iban a poner trenes de refuerzo. Nos marchamos. Peter asintió, llevaba semanas ilusionado con viajar por fin en tren. Solo una vez, hacía dos años, cuando había empezado a ir a la escuela y su padre fue a verlos, ambos habían tomado un tren a Velten para visitar a un compañero de trabajo. Ya hacía ocho semanas que la guerra había terminado, pero su padre no había vuelto a casa. A Peter le habría gustado preguntarle a su madre por qué no quería seguir esperando a su padre, le habría gustado ser su confidente.

El verano anterior, la noche del 16 al 17 de agosto, Peter se había quedado solo en casa. En aquellos meses su madre solía doblar turno y pasar tarde y noche en el hospital. Cuando ella no estaba, Peter tenía miedo de la mano que podría salir por debajo de la cama en plena oscuridad, a través de la rendija que quedaba entre la pared y la sábana. Notaba el metal de su navajilla en la pierna y, una y otra vez, se imaginaba lo rápido que tendría que sacarla cuando apareciese la mano. Esa noche, Peter se había acostado bocabajo en la cama de su madre y escuchaba con atención, como todas las noches. Lo mejor era ponerse justo en medio de la cama, de forma que a cada lado hubiese espacio suficiente para descubrir la mano a tiempo. Debía asestarle una puñalada, rápida y firme. Peter rompía a sudar al imaginarse cómo aparecía la mano y él, paralizado por el miedo, no era capaz de empuñar la navaja.

Aún recordaba cómo había agarrado el pesado cobertor de terciopelo con ambas manos, al tiempo que sujetaba en una de ellas la navaja, y cómo había frotado la tela contra su mejilla. En tono bajo, casi sutil, empezó a oírse la primera sirena; el sonido se agudizó de repente transformándose en un aullido, que se prolongó en un gemido largo y estridente. Peter cerró los ojos. El ruido le quemaba en los oídos. A Peter no le gustaban los sótanos. Silencio. Una y otra vez ideaba nuevas estrategias para evitar el sótano. El ruido de la sirena volvió a aumentar. El corazón le palpitaba y su cuello le parecía demasiado estrecho. Todo en él se puso rígido y tenso. Tuvo que respirar hondo. Plumas de ganso. Peter apretó la nariz contra la almohada de su madre y aspiró su olor, como si fuera posible hartarse de él. Después se hizo el silencio, un silencio aplastante. Peter levantó la cabeza y oyó el castañeteo de sus dientes, trató de mantener la mandíbula cerrada, mordió con todas sus fuerzas, volvió a bajar la cabeza y hundió el rostro en las plumas. Mientras se frotaba contra la almohada moviendo la cabeza de un lado a otro, oyó un crujido debajo. Con cuidado, Peter deslizó la mano bajo la almohada y las yemas de sus dedos palparon un trozo de papel. En ese mismo momento, un inquietante rumor envolvió sus oídos, el rumor del primer lanzamiento; la respiración de Peter se aceleró, un estrépito, añicos, el cristal no podía soportar la presión, las ventanas estallaron, la cama en la que estaba tumbado tembló y, de repente, Peter tuvo la sensación de que todo a su alrededor estaba más vivo que él. Se sucedió el silencio. A pesar de lo que acontecía fuera, Peter extrajo una carta con la mano que tenía libre. Reconoció la letra. No pudo evitar carcajearse, claro, su padre, cómo no, lo había olvidado por completo, y eso que siempre lo protegería. Allí estaba su letra, aquí la Q de Querida, la A de Alice. Las letras permanecían inmutables, una junto a otra, nada podía afectarlas, ni sirenas, ni bombas ni incendios, Peter les sonrió con ternura. Los ojos le escocían y las letras amenazaban con desdibujarse. Había algo que el padre lamentaba. Peter tenía que leerlo, leer la carta de su protector, leer lo que allí ponía; mientras leyera, no le sucedería nada. El destino estaba sometiendo a Alemania entera a una dura prueba. La hoja temblaba en manos de Peter, seguro que del propio movimiento de la cama. Respecto a Alemania, él estaba dando lo mejor de sí. Ella le preguntaba si no podía trabajar en alguno de los astilleros. Los astilleros, claro; las sirenas aullaron, no las de los barcos, otras. Los ojos de Peter lagrimeaban. A los ingenieros como él se les requería con urgencia en otros lugares. Un silbido muy cercano, como delante de la ventana; un estallido, otro, aún más fuerte. Una vez finalizada la autopista del Reich había poco que hacer en el Este. ¿Poco que hacer? Peter oyó de nuevo aquel rumor, el olor a quemado empezó a hacerle cosquillas en la nariz, luego se volvió penetrante, agudo, pero Peter siguió riéndose, era como si, con la carta de su padre en las manos, no pudiera pasarle nada. Alice. La madre de Peter. Le reprochaba a su padre lo poco que escribía. Humeaba, ¿no olía a humo, no crepitaba algún incendio? Aquello no tenía nada que ver con su origen. ¿Cómo que aquello, qué era esto y qué aquello, qué origen, a qué demonios se refería su padre? Expedición tramitada. ¿De verdad era eso lo que ponía, expedición? ¿O sería expulsión? Estaban sucediendo cosas que iban a afectar a su relación.

Cuánto le había costado descifrar aquella carta. Si hubiese sabido leer mejor, tan bien como ahora, un año más tarde y a punto de cumplir ocho, tal vez hubiera creído en las facultades protectoras de la carta, pero aquella misiva había fracasado, Peter no había sido capaz de leerla hasta el final.

Cuando esa mañana emprendió el camino hacia la lechería del maestro Fuchs, todo estaba en orden y ya no necesitaría ninguna carta de su padre para resistir una noche, nunca más. La guerra había terminado, ese día se marcharían, él y su madre. Peter se encontró una lata en el arroyo y le dio una patada. Era formidable el ruido que hacía y los tumbos que daba. Dejarían aquel horror, quedaría atrás, no lo recordaría ni en sueños. Peter se acordó de los primeros ataques del invierno y volvió a sentir la mano de su amigo Robert, con quien una vez iba brincando por el camino, a lo largo de la valla baja y lacada de blanco, con la intención de cruzar la calle de la Berliner Tor para saltar a la zanja que estaba delante del quiosco. Sus zapatos resbalaron y ambos se escurrieron por el hielo. Algo había impactado contra su amigo, separando la mano de su cuerpo. Pero Peter había seguido rodando unos metros más, en solitario, como si el hecho de haberle arrancado a su amigo lo hubiese propulsado. Había sentido la mano, firme y cálida, y no la había soltado durante un buen rato. Cuando más tarde se dio cuenta de que aún sostenía la mano, no pudo dejarla caer en la zanja y se la llevó a casa. Su madre le abrió la puerta. Le instó a que se sentara en la silla y lo persuadió de que abriera la mano. Se había agachado ante él. Mientras esperaba, sostenía en una mano una de las servilletas blancas de tela con sus iniciales bordadas; le había acariciado y apretado las manos hasta que él se rindió.

Aún hoy se preguntaba Peter qué habría hecho su madre con aquello. Dio una fuerte patada a la lata, de modo que fue rodando hasta la otra acera, casi hasta la lechería. Todavía en ese momento era como si estuviese sujetando la mano de Robert; un instante después, como si fuese ésta la que lo sujetase a él y su padre en la carta no se refiriese más que a ese suceso. Y eso que Peter llevaba dos años sin verlo y no había podido contarle lo de la mano.

El verano pasado, la noche del bombardeo de agosto, cuando Peter leyó la carta de su padre, solo había podido descifrar una de cada tres o cuatro frases. La carta no había servido de nada. Las manos le temblaban. El padre quería respetar a la madre de su hijo, quería serle sincero: había conocido a otra mujer. En la escalera se oyeron pasos, de nuevo un rumor, tan denso que por una fracción de segundo le taponó los oídos, después un estallido y gritos. Peter recorrió de manera apresurada los renglones con la mirada. Debían seguir siendo valientes, seguro que pronto ganarían la guerra. Él, su padre, probablemente tardaría en ir, en esta vida un hombre tenía que saber tomar decisiones, pero pronto volvería a enviar algo de dinero. Peter había oído alboroto en la puerta de la casa, era difícil saber si el ruido procedía de un disparo, de una sirena o de una persona. Dobló la carta y volvió a deslizarla bajo la almohada. Temblaba. El humo lo hizo lagrimear, y el ardor de la ciudad se aproximaba en cálidas oleadas.

Alguien lo agarró y lo llevó sobre los hombros escaleras abajo hasta el sótano. Horas más tarde, cuando Peter y los demás se abrieron paso hacia el exterior, ya era de día. La escalera que conducía a su casa aún estaba en pie, sólo la barandilla estaba destrozada, y los balaustres atravesados sobre los peldaños. Humeaba. Peter subió la escalera a gatas, tuvo que trepar por encima de una cosa negra, después abrió la puerta de un empujón y se sentó junto a la mesa de la cocina. El sol daba de lleno sobre la mesa, tuvo que cerrar los ojos ante tanta claridad. Tenía sed. Durante un rato se sintió demasiado débil como para levantarse e ir al fregadero. Al abrir el grifo solo escuchó un gorgoteo, no salía agua. Podían pasar horas hasta que su madre regresara. Peter esperó. Con la cabeza apoyada sobre la mesa, se quedó dormido. Su madre lo despertó. Tomó su cabeza entre las manos y lo apretó contra su vientre y, sólo cuando también él abrazó a su madre, ella se soltó. La puerta de la casa estaba abierta. Peter vio la cosa negra en el rellano. Pensó en los gritos de la otra noche. La madre abrió bruscamente un armario, se echó al hombro sábanas y toallas, tomó las velas que estaban en el cajón y dijo que tenía que volver a irse enseguida. Peter debía ayudarla a cargar, faltaban vendas y alcohol para desinfectar. Pasaron por encima de la carne quemada que estaba delante de su puerta; más bien por los zapatos, Peter reconoció que se trataba de una persona, una persona encogida, y descubrió un reloj de bolsillo, grande y dorado. Fue una sensación casi de felicidad la que lo invadió aquella mañana, pues era imposible que aquel reloj perteneciese a la señora Kozinska.

La foto del aquel hombre apuesto de traje elegante que con el brazo ligeramente inclinado se apoyaba muy digno sobre una reluciente carrocería negra y, con los ojos claros puestos en el cielo, parecía que mirase al destino, o al menos a algún que otro pájaro, seguía enmarcada sobre la vitrina de la cocina. La madre de Peter decía que, ahora que la guerra había terminado, su padre vendría para llevárselos con él a Frankfurt, donde estaba construyendo un gran puente sobre el Meno. Peter iría a una escuela de verdad, eso decía la madre, y a él le incomodaba oírla mentir de aquella manera. Y entonces por qué no escribe, preguntó Peter en un arrebato de rebeldía. Es el correo, respondió la madre, ya nada funciona desde que llegaron los rusos. Peter bajó la mirada y se avergonzó de su pregunta. Desde ese momento esperó con su madre, día tras día. Pudiera ser que su padre cambiara de opinión.

Una tarde, mientras la madre de Peter estaba trabajando en el hospital, él había ido a mirar bajo la almohada. Quería asegurarse. La carta había desaparecido. Peter abrió el secreter de su madre con un cuchillo afilado, pero solo halló papel, sobres y algunos sellos que ella guardaba en una cajita. Rebuscó en el ropero levantando los delantales planchados y cuidadosamente doblados y la ropa interior. Había dos cartas de Elsa, la hermana de su madre; las cartas procedían de Bautzen. Elsa tenía una letra tan garabatosa que Peter sólo logró leer el encabezamiento: Mi pequeña Alice. No encontró ni una sola carta de su padre.

Cuando Peter entró en la lechería aquella mañana, el maestro Fuchs y su hermana se habían marchado. Los niños esperaron en vano; miraban al resto de personas que acudían a la lechería, vacilantes primero, luego impetuosas, y se ponían a abrir todos los armarios. Revisaron cajas, tinas y vasijas. La gente renegaba y maldecía, no quedaba ni una gota de nata agria, ni un solo trozo de mantequilla. Una mujer mayor dio una patada al armario y una de las puertas se quedó colgando.

En cuanto el último adulto hubo abandonado la tienda, el chico de mayor edad se arrodilló en el suelo y levantó con destreza una de las baldosas, bajo la cual había un escondite fresco. Otro chico silbó y las niñas asintieron en señal de admiración. Pero el escondite estaba vacío. Fuera lo que fuese lo que hubieran guardado allí, mantequilla o dinero, había desaparecido. Cuando el chico alzó la vista y su mirada despectiva recayó precisamente sobre Peter, el chico le preguntó que por qué iba tan acicalado. Peter se miró, vio su camisa de domingo y sólo entonces se acordó de que tenía que llegar puntual a casa. Nos marchamos, era lo último que había dicho su madre.

Ya en el rellano, Peter oyó el traqueteo de las cazuelas. Durante las últimas semanas su madre había tenido turno de noche. Llevaba días limpiando la casa, como si en algún momento hubiese estado sucia; enceró los suelos, fregó las sillas y los armarios y limpió los cristales. La puerta de la casa estaba solo entornada, Peter la abrió. Entonces vio a tres hombres alrededor de la mesa de la cocina, sobre la que estaba su madre, medio sentada, medio tumbada. El trasero desnudo de uno de ellos se movía hacia delante y hacia atrás a la altura de los ojos de Peter, la carne se bamboleaba tanto que a Peter le entraron ganas de reír. Pero los soldados agarraban fuertemente a su madre. Ella tenía la falda rasgada y los ojos muy abiertos, Peter no sabía si estaba mirándolo o si veía a través de él. Ella tenía la boca abierta..., pero no decía palabra. Uno de los soldados reparó en Peter, se sujetó con una mano la pretina del pantalón y se dispuso a sacar al niño de allí. Peter gritó llamando a su madre, ¡Mamá!, gritó, ¡Mamá! El soldado le propinó una fuerte patada en las piernas, de modo que Peter cayó de rodillas al otro lado del umbral, otra patada le alcanzó en el trasero y después la puerta se cerró.

Peter se sentó en la escalera a esperar y oyó cantar a la señora Kozinska. Había un pajarillo sobre una ramita verde. Cantó durante toda una larga noche de invierno, su trino resonaba muy alto. Pero era verano y Peter tenía sed y los trenes estarían a punto de partir, quería marcharse con su madre. Peter apretó los labios. Su mirada recayó en la puerta y en el agujero que había ocupado la cerradura. En el suelo aún había astillas. Peter se arrancó con los dientes la fina piel de los labios. Ya en otra ocasión su madre había recibido la visita de los soldados, hacía solo unos días; seguro que habían pegado una patada a la puerta rompiendo la cerradura. Aquella vez se habían quedado allí todo el día, bebiendo y alborotando. Peter había golpeado la puerta una y otra vez. Alguien tenía que haber colocado algo por el otro lado, tal vez hubiesen puesto una silla bajo el picaporte. Peter miró por el agujero que había quedado tras reventar la cerradura, el humo era tan denso que no había podido distinguir nada. Así que se había sentado en la escalera a esperar, como ahora. Los dientes no se podían afilar. Peter mordisqueó con esmero un trozo de piel recién arrancada. Mientras se mordía los labios, se frotaba los pulgares con los índices. Aunque su madre le cortaba las uñas al máximo, él siempre lograba desprender la piel del pulgar con el índice, allí donde la uña tenía su lecho.

La otra vez, cuando por fin se abrió la puerta, los soldados salieron a trompicones uno tras otro, bajaron la escalera y llamaron a la puerta de la señora Kozinska. El último se había dado la vuelta para gritarle a Peter algo en alemán: En casa tengo a uno como tú. No te olvides de cuidar de tu madre, le había dicho riéndose y levantando el índice. Cuando Peter entró en la cocina, que apestaba a humo, vio a su madre agachada en un rincón estirando una sábana. Ahora eres un hombrecito, le dijo sin mirarlo, ya no puedes dormir conmigo.

Aquella vez ella no le miró, no como ahora; jamás antes había visto en los ojos de su madre una expresión semejante a la que acababa de contemplar, gélida.

A Peter le costaba esperar delante de la puerta, se puso de pie, se sentó en la escalera y volvió a levantarse. A través del resquicio que había dejado la cerradura reventada, Peter trató de distinguir algo. Se puso de puntillas sobre el último peldaño y se inclinó hacia delante. Podía perder el equilibrio fácilmente. Peter se impacientó, las tripas le rugían. Siempre que su madre tenía turno de noche, volvía a casa por la mañana, lo despertaba para ir a la escuela y, a mediodía, lo esperaba con la comida lista. Preparaba una sopa con agua, sal y cabezas de pescado. Después, al sacar las cabezas, añadía un poco de acedera. Decía que era sana y tenía mucho alimento; sólo en ocasiones conseguía algo de harina, que amasaba en forma de pequeñas bolas, y las cocía en la sopa. Desde el pasado invierno ya no había patatas. No había carne, lentejas ni col. Ni siquiera en el hospital tenían para dar a los niños otra cosa que no fuese pescado. Al igual que la otra vez, la mirada de Peter se quedó clavada en la puerta cerrada y el resquicio que había dejado la cerradura. Se sentó en el peldaño superior. Se acordó de que, tras la última vez, su madre le había pedido que consiguiera otra cerradura. Las había por todas partes, en cada casa, en cada vivienda dejada de la mano de Dios. Pero él lo había olvidado.

Entonces Peter se puso a mordisquear también la piel levantada por el borde de la uña del pulgar, se podía arrancar en tiras alargadas y finas. Si no se hubiese olvidado de la cerradura, su madre podría haber cerrado con llave. Peter paseó la mirada por el marco carbonizado de la puerta del piso abandonado por los vecinos. Por todas partes se veían las huellas del incendio: las paredes, los techos y los suelos estaban negros. Y eso que su madre y él habían tenido suerte, solo habían ardido la casa que tenían encima y la de los antiguos vecinos de al lado.

De pronto la puerta se abrió de golpe y salieron dos soldados. Se daban palmaditas en el hombro, estaban de buen humor. Peter se preguntó si podría entrar, antes había contado tres hombres. Uno de ellos debía de seguir dentro. Se levantó en silencio, se acercó a la puerta y la abrió ligeramente. Oyó unos sollozos. La cocina parecía abandonada. Esta vez ningún soldado había fumado, todo parecía tan limpio y acogedor como aquella mañana. Sobre el armario de la cocina estaba el trapo de su madre. Peter se volvió y, tras la puerta, se encontró con el soldado desnudo. Con las piernas ligeramente dobladas y la cabeza apoyada en las manos, el hombre estaba sentado en el suelo y sollozaba. A Peter le resultó una imagen extraña, pues el soldado llevaba casco, aunque por lo demás estuviese completamente desnudo y, en teoría, hiciese semanas que la guerra había terminado.

Peter dejó al soldado sentado tras la puerta y entró en la habitación contigua, donde su madre estaba cerrando el ropero. Llevaba puesto el abrigo y tomó la pequeña maleta de la cama. Peter quería decirle que lo sentía mucho, que se había olvidado de la cerradura, que no había podido ayudarla, pero sólo fue capaz de articular una palabra, y ésa fue mamá. Quiso cogerle la mano, pero ella se soltó y salió delante de él.

Pasaron junto al soldado sollozante, que seguía acurrucado en el suelo de la cocina, tras la puerta; bajaron la escalera y la calle todo derecho hasta el muelle de los pescadores. La madre caminaba tan rápido con sus largas piernas que a Peter le costaba seguirla. Avanzaba como al trote, y mientras andaba así tras ella, ya a saltos, corriendo casi, le sobrevino una sensación de felicidad inmensa. Lo invadió la certeza de que ese día lograrían tomar el tren, ese día emprenderían su gran viaje, el viaje hacia el oeste. Peter intuía que su destino no sería Frankfurt, sino tal vez Bautzen, donde vivía la hermana de su madre, y que primero irían a Berlín. Antes, cuando se iba a dormir, su madre le hablaba del río, de la hermosa plaza del mercado de Bautzen y del maravilloso olor que había en la imprenta de sus padres. Peter se puso a dar palmadas y empezó a silbar hasta que su madre se detuvo súbitamente ante él y le ordenó que se callara. Peter intentó cogerle de nuevo la mano, pero la madre le preguntó si no veía que llevaba la maleta y el bolso.

Yo puedo llevar la maleta, sugirió Peter. La madre se negó.

Peter había acompañado muchas veces a su madre al mercado de pescado. Una de las pocas pescateras que aún trabajaba conocía bien a su madre. Era una mujer joven, con el rostro quemado desde el pasado agosto, apenas se reconocía ya su juventud. Si bien al principio la quemadura parecía un defecto, en aquellas semanas ese defecto se había convertido en una protección. Era la única que todos los días, por la mañana temprano, abría una sombrilla roja, como antes, decía la gente. Antes, y no se referían a mucho tiempo atrás, el mercado de pescado era una suma de grandes sombrillas rojas. Durante los últimos años y meses habían ido desapareciendo. La madre solía comprar a esta mujer pescado para los niños: anguilas, percas, bremas, tencas, lucios y a veces algún pez remontado desde la bahía; en el hospital cualquier pescado era bienvenido y en primavera la madre de Peter había llevado a casa un sábalo. Cuando llegaron al muelle, hacía un rato que la pescatera había colocado su caja sobre el pequeño carro de madera, la sombrilla estaba atravesada encima. En medio del calor de aquel día de verano olía a brea y a pescado. Entre las ruinas del muelle había gatos. Peter observó a un gato flaco que recorría la orilla, el animal dio un leve giro y, de un solo salto, se plantó en el pequeño embarcadero. Donde hacía dos años los anchos y pesados cúter aún se mecían pegados a las barcazas, hoy ya no quedaba ni una sola embarcación. El gato alcanzó a rozar el agua con una zarpa, una y otra vez sacudía la cabeza hacia atrás, como si algo lo asustara. ¿Había pez o no? La madre abrió el bolso y aparecieron unos billetes. Era lo que le debía. La pescatera se restregó las manos contra el delantal, donde centellearon miles de escamas, parecían un vestido, el vestido de una sirena; la pescatera alcanzó los billetes y le dio las gracias. Después reparó en la maleta y, cuando la madre le tendió la mano, ella dijo: Buen viaje. Los labios de la pescatera estaban casi intactos, eran carnosos, parecían jóvenes y toscos; su voz, perlada, como si fuese a soltar una risita. Ya no tenía cejas, las pestañas sólo habían vuelto a crecer un poco; a Peter le gustó cómo ella se giró hacia un lado y bajó la mirada; fruto de la timidez dijo algo así como: Bueno, entonces mucha suerte, y Peter creyó que lo estaba mirando y que se refería a él. Peter se acercó mucho a su madre, apoyó la cabeza sobre su brazo y acarició el interior del codo con la nariz, como por casualidad, hasta que ella se apartó hacia un lado y tomó la maleta con la otra mano.

Se dirigieron a la estación a la carrera. Pero ya en la escalera de bajada se toparon con una oronda enfermera de uniforme, al parecer una compañera de la madre, que les dijo que los trenes de refuerzo no entraban a Stettin, había que ir hasta Scheune, la siguiente estación, pues los trenes saldrían de allí.

Corrieron entre los andenes. La enfermera perdía por momentos el aliento. Se arrimó a la madre y Peter corrió tras ellas, quería enterarse de lo que decían. La enfermera contó que apenas había pegado ojo, una y otra vez pensaba en los cadáveres que habían encontrado aquella noche en el patio del hospital. La madre de Peter guardaba silencio. No mencionó la visita de los soldados. La enfermera sollozó, admiraba a la madre de Peter por su entrega, y eso que todos sabían que había algo extraño en cuanto a su origen racial. La enfermera puso la mano sobre su vientre abombado, resopló, pero ése no era el momento para hablar del tema. Al fin y al cabo, ¿quién más había demostrado un coraje semejante? Ella jamás habría podido agarrar uno de los postes y extraerlo del cuerpo de una mujer, cuerpos ensartados cual animales, con el bajo vientre desgarrado. La enfermera se detuvo y apoyó su pesado cuerpo en el hombro de la madre de Peter; respiró hondo y relató cómo aquella superviviente no hacía más que llamar a gritos a su hija, que llevaba tiempo desangrada a su lado. La madre de Peter se detuvo y le ordenó que se callara. Santo cielo. Silencio.

El estrecho andén de Scheune estaba repleto de gente esperando. Había grupos sentados en el suelo que observaban recelosos a los recién llegados.

¡Enfermera Alice! El grito procedía de un grupo de personas sentadas en el suelo, dos mujeres hacían señas con los brazos. La madre de Peter siguió la llamada de aquella mujer, que obviamente la había reconocido. Se agachó junto al grupo. Peter se puso al lado de su madre, la embarazada los siguió, pero se quedó parada, como dudando. Basculaba de una pierna a otra. Las mujeres cuchichearon y dos de ellas más un hombre se fueron con la embarazada. Si una mujer tenía que ir al lavabo, en la medida de lo posible la acompañaban varias más; la gente decía que los ruskis acechaban tras los arbustos y asaltaban a las mujeres.

Transcurrirían varias horas hasta que llegase un tren. La gente se apelotonó junto al convoy incluso antes de que éste se hubiese detenido, tratando de aferrarse a los asideros y a las barandillas. Casi parecía que todas esas personas estuvieran parando el tren, como si fuesen ellos los que lo frenasen. El tren parecía no tener puertas suficientes. Brazadas, pisotones, patadas y codazos. Insultos y silbidos. El que fuese demasiado débil recibía un empujón y se quedaba atrás. Peter notó la mano de su madre en la espalda, sintió cómo lo presionaba entre el gentío, él tenía trozos de ropa en la cara, abrigos, una maleta le golpeó en las costillas y, finalmente, su madre lo agarró por detrás y lo levantó por encima de los hombros del resto de gente. El revisor tocó el silbato. En el último segundo la madre de Peter logró avanzar el metro decisivo, apretó a Peter, lo empujó, lo metió con todas sus fuerzas en el tren. Peter se dio la vuelta, sujetó la mano de su madre, la agarró fuertemente, el tren traqueteó, se puso en movimiento, las ruedas giraron; la madre echó a correr, Peter se aferró a la puerta, sujetó a su madre, iba a demostrarle lo fuerte que era. ¡Salta!, le gritó. En ese instante sus manos se soltaron. Los que se habían quedado en el andén corrían junto al tren. Alguien debió de accionar el freno de urgencia o bien la locomotora tuvo algún problema, las ruedas chirriaron sobre los raíles. Una señora rellena y con sombrero venía desde atrás gritando ¡Salchichas!, ¡Salchichas! Y, en efecto, muchos se giraron hacia ella, se detuvieron y estiraron y alargaron el cuello para ver quién había gritado y dónde estaban las salchichas. La mujer aprovechó la ocasión y logró avanzar unos metros. El gentío empujó a la madre de Peter al interior del tren junto con la maleta. Peter la rodeó con los brazos, jamás volvería a soltarla.

En el tren ocuparon el pasillo, la gente empujaba e insistía en que los niños viajasen encima de las maletas. A Peter le gustó la idea, así sería igual de alto que su madre. Cuando ella se giraba, cosa que hacía una y otra vez, su cabello le hacía cosquillas, un rizo se le había escapado del moño. Su madre olía a lilas. Junto a ella, la puerta que daba a la parte de los asientos se había quedado abierta, allí viajaban dos chicas jóvenes con vestidos de manga corta sentadas sobre sus maletas y agarradas fuertemente al portaequipajes, que estaba a rebosar. Bajo sus axilas comenzaban a asomar los primeros pelillos, y Peter se estiró por encima del hombro de su madre para poder ver mejor los vestidos, que se redondeaban en determinados lugares. Bajo el mentón, Peter notó el agradable roce del abrigo de su madre. Debía de estar sudando, pero no había querido dejar el abrigo. El tren dio una sacudida y comenzó a avanzar lentamente. Por la ventana iban pasando quienes no se habían hecho con un sitio. Una de las dos muchachas se despedía con la mano y lloraba, y Peter vio que también bajo el otro brazo brotaba fino el vello.

Agárrate fuerte, le dijo su madre señalando con la cabeza el marco de la puerta del compartimento. En su cabello rubio y recogido tenía la cofia, aún la llevaba puesta a pesar del abrigo y de que no estaban en el hospital. ¿Estás en las nubes? Vamos, agárrate, le ordenó. Pero Peter puso las manos sobre los hombros de su madre, se había acordado del soldado que sollozaba agachado tras la puerta; le alegraba que al fin se marcharan y quiso rodear a su madre con los brazos. En ese instante recibió un codazo en la espalda y golpeó con tal fuerza a su madre que ésta casi perdió el equilibrio; la maleta bajo los pies de Peter se tambaleó, volcó y él cayó encima de su madre. Ella tropezó en mitad del compartimento. Jamás habría gritado, sólo murmuró algo entre dientes. Peter le puso la mano en la cadera para no perder el contacto. Quería ayudarla a levantarse. Los ojos de su madre echaban chispas, Peter se disculpó, pero ella pareció no escucharlo, apretó fuertemente los labios y apartó la mano de Peter. A partir de ese momento Peter quiso ganarse su atención a toda costa.

Mamá, dijo, pero ella no lo oyó. Mamá, intentó alcanzar de nuevo su mano, fría y firme, la mano que amaba. Al instante el tren traqueteó, de modo que unos cayeron encima de otros y la madre prosiguió el viaje agarrada con ambas manos al portaequipajes y al marco de la puerta mientras Peter decidió sujetarse a su abrigo sin que ella se diese cuenta ni pudiese evitarlo.

Poco antes de llegar a Pasewalk, el tren se quedó parado en mitad de la vía. Las puertas se abrieron y los pasajeros se empujaron y salieron del tren a empellones. Peter y su madre se dejaron llevar por la muchedumbre hasta que alcanzaron el andén. Una mujer gritó en voz alta que le habían robado el equipaje. Sólo entonces Peter cayó en la cuenta de que habían perdido a la embarazada. Tal vez ni siquiera había vuelto al andén en Scheune tras desaparecer ante aquella urgencia. La madre de Peter echó a andar rápidamente, muchos venían de frente y entorpecían su camino, a Peter lo zarandeaban una y otra vez, así que se agarró aún más fuerte al abrigo de su madre.

Al llegar a un banco del que acababa de levantarse un anciano, su madre le dijo: Tú espera aquí. Desde aquí salen trenes hacia Anklam y Angermünde, tal vez haya billetes. Enseguida vuelvo. Tomó a Peter de los hombros y lo empujó contra el asiento.

Tengo hambre, dijo Peter. Riendo, se aferró a los brazos de su madre.

Ahora vuelvo, espérame aquí, dijo ella.

Y él: Voy contigo.

Y ella: Suéltame, Peter. Pero él ya estaba de pie, dispuesto a seguirla. Entonces ella le dio la pequeña maleta y lo empujó con ella de vuelta al banco. A Peter no le quedó más remedio que sujetar la maleta sobre el regazo y no intentar alcanzar a su madre.

Tú te esperas. Lo dijo muy seria. Una sonrisa se paseó fugazmente por su rostro, le acarició la mejilla y Peter se quedó contento. Pensó en las salchichas que aquella señora había coreado en Scheune, quizás allí también hubiese salchichas, ayudaría a su madre a encontrarlas, quería ayudarla en lo que fuera; abrió la boca, pero ella no consintió ni una protesta, se dio la vuelta y desapareció entre el gentío. Peter la siguió con la mirada y descubrió su figura más atrás, junto a la puerta que conducía al vestíbulo de la estación.

Tenía ganas de hacer pis y se puso a mirar dónde estaban los servicios, pero prefirió esperar a que ella volviese, al fin y al cabo en aquellas estaciones era fácil perderse. El sol se iba poniendo poco a poco. Peter tenía las manos frías, sujetaba con fuerza la maleta y balanceaba las rodillas. Pequeñas partículas de pintura de la maleta se le quedaban pegadas a las manos, eran de color granate. Continuamente miraba hacia la puerta, donde había visto a su madre por última vez. Riadas de gente pasaban ante él. Las farolas se encendieron. En algún momento la familia que se había sentado a su lado en el banco se levantó y otros lo ocuparon. Peter se acordó de su padre, que iba a construir un puente sobre el Meno en algún lugar de Frankfurt; sabía cómo se llamaba, Wilhelm, pero no dónde vivía. Su padre era un héroe. ¿Y su madre? También conocía su nombre, Alice. Su origen era dudoso. Peter volvió a mirar a la puerta que conducía al vestíbulo de la estación. Tenía el cuello entumecido de llevar horas sentado en esa postura, con la mirada fija en la misma dirección. Llegó un tren, la gente recogió sus bultos y a los suyos, había que sujetarlo todo. Anklam, ese tren no iba a Angermünde, destino Anklam. Con tal de avanzar, a la gente le pareció bien. Era medianoche pasada, Peter ya no tenía ganas de ir al servicio, ya sólo esperaba. El andén se había quedado desierto, los que aún aguardaban se habrían trasladado al vestíbulo. Si había un mostrador de venta de billetes, ¿no llevaría un rato cerrado? Quizá tras esa puerta no había ningún vestíbulo, tal vez aquella estación también estaba destruida, como la de Stettin. Al final del andén apareció una mujer rubia, Peter se levantó con la maleta encajada entre las piernas, se estiró, pero no era su madre. Se quedó un rato de pie. Cuando volvió a estar sentado y se puso a morderse los labios, oyó a su madre decir que no dejaba de morder ni de mondar todas las partes de su cuerpo y vio ante sí la expresión de asco en su rostro. Alguien, se dijo Peter, alguien tendrá que venir. Se le cerraban los ojos, los abrió, no podía quedarse dormido, entonces no se daría cuenta de si alguien venía a buscarlo; luchaba contra el sueño, pensó en la mano y puso las piernas encima del banco. Apoyó la cabeza sobre las rodillas sin dejar de mirar hacia la puerta de la estación. Cuando empezaba a clarear, se despertó con sed y la tela mojada de los fondillos del pantalón se le pegaba a la piel. Entonces se levantó para buscar los servicios y agua.