Juliette o Las prosperidades del vicio

Justine y yo fuimos educadas en el convento de Panthemont. Ustedes ya conocen la celebridad de esta abadía y saben que, desde hace muchos años, salen de ella las mujeres más bonitas y libertinas de París. En este convento tuve como compañera a Euphrosine, esa joven cuyas huellas quiero seguir y que había abandonado su casa, cercana a la de mis padres, para arrojarse en brazos del libertinaje; y como de ella y de una religiosa amiga suya fue de quienes recibí los primeros principios de esta moral que han visto con asombro en mí, siendo tan joven, por los relatos de mi hermana, me parece que, antes de nada, debo hablaros de la una y de la otra..., contaros exactamente estos primeros momentos de mi vida en los que, seducida, corrompida por estas dos sirenas, nació en el fondo de mi corazón el germen de todos los vicios.

La religiosa en cuestión se llamaba Madame Delbène; era abadesa de la casa desde hacía cinco años y frisaba los treinta cuando la conocí. No podía ser más bella: digna de un retrato, una fisonomía dulce y celeste, rubia, con unos grandes ojos azules llenos del más tierno interés y el porte de las Gracias. Víctima de la ambición, la joven Delbène fue encerrada en un convento a los doce años, con el fin de hacer más rico a un hermano mayor al que ella detestaba. A la edad en que comienzan a desarrollarse las pasiones, aunque Delbène no hubiese elegido todavía, cuando amaba el mundo y a los hombres en general, tan sólo consiguió que naciese en ella la obediencia después de inmolarse a sí misma, de triunfar en los más rudos combates. Muy avanzada para su edad tras haber leído a todos los filósofos y haber reflexionado prodigiosamente, Delbène, al tiempo que se condenaba al retiro, había conservado a dos o tres amigas. Venían a verla, la consolaban; y como era muy rica, seguían proporcionándole todos los libros y caprichos que pudiese desear, incluso aquellos que más debían de excitar una imaginación... ya muy exaltada y que no enfriaba el retiro.

En cuanto a Euphrosine, tenía quince años cuando me uní a ella; llevaba ya dieciocho meses como alumna de Madame Delbène cuando ambas me propusieron que entrase en su sociedad, el día en que yo acababa de cumplir mis trece años. Euphrosine era morena, alta para su edad, muy delgada, con unos ojos muy bonitos, mucha gracia y vivacidad, pero menos bonita, mucho menos interesante que nuestra superiora.

No necesito deciros que la inclinación a la voluptuosidad es, en las mujeres recluidas, el único móvil de su intimidad; no es la virtud lo que las une, es el vicio; gustas a la que se inclina hacia ti, te conviertes en la amiga de la que te excita. Dotada del temperamento más vivo, desde la edad de nueve años había acostumbrado a mis dedos a que respondiesen a los deseos de mi cabeza, y desde entonces no aspiraba más que a la felicidad de encontrar la oportunidad de instruirme y lanzarme a una carrera cuyas puertas me abría ya con tanta complacencia la naturaleza precoz. Euphrosine y Delbène me ofrecieron pronto lo que yo buscaba. La superiora, que quería hacerse cargo de mi educación, me invitó un día a comer... Euphrosine se hallaba allí, hacía un calor insoportable, y este ardor excesivo del sol les sirvió de excusa a ambas para el desorden en que las encontré: hasta tal punto era así que, excepto una blusa de gasa, sujeta simplemente con un gran lazo rosa, estaban prácticamente desnudas.

–Desde que entrasteis en esta casa –me dice Madame Delbène, besándome negligentemente en la frente– estoy deseando conoceros íntimamente. Sois muy bella, parecéis inteligente, y las jóvenes que se parecen a vos tienen derechos seguros sobre mí... Enrojecéis, pequeño ángel; os lo prohíbo: el pudor es una quimera, resultado únicamente de las costumbres y de la educación, es lo que se llama un hábito; si la naturaleza ha creado al hombre y a la mujer desnudos, es imposible que al mismo tiempo les haya infundido aversión o vergüenza por aparecer de tal forma. Si el hombre hubiese seguido siempre los principios de la naturaleza, no conocería el pudor: verdad fatal que prueba, querida hija mía, que hay virtudes cuya cuna no es otra que el olvido total de las leyes de la naturaleza. ¡En qué quedaría la moral cristiana si escrutásemos de esta forma todos los principios que la componen! Pero ya charlaremos de todo esto. Hablemos hoy de otra cosa, y desvestíos como nosotras.

Después se acercaron a mí las dos bribonas, riéndose, y me pusieron pronto en el mismo estado que ellas. Entonces los besos de Madame Delbène tomaron un carácter muy diferente...

–¡Qué bonita es mi Juliette! –exclamó con admiración–; ¡cómo empieza a hincharse su delicioso y pequeño seno! Euphrosine: lo tiene más grande que el tuyo... y, sin embargo, apenas tiene trece años.

Los dedos de nuestra encantadora superiora acariciaban los pezones de mi seno, y su lengua se agitaba en mi boca. Enseguida se dio cuenta de que sus caricias actuaban sobre mis sentidos con tal ímpetu que casi me sentía mal.

–¡Oh, joder! –dijo sin contenerse ya, sorprendiéndome por la energía de sus expresiones–. ¡Dios santo, qué temperamento! Amigas mías, dejemos de entorpecernos: ¡al diablo con todo lo que todavía vela a nuestros ojos atractivos, que la naturaleza no creó para que estuviesen ocultos!

A continuación, tirando las gasas que la envolvían, apareció a nuestra vista bella como la Venus que inmortalizaron los griegos. Imposible estar mejor hecha, tener una piel más blanca..., más suave..., unas formas más hermosas y mejor pronunciadas. Euphrosine, que la imitó casi enseguida, no me ofreció tantos encantos; no estaba tan rellena como Madame Delbène; era un poco más morena, quizá debía gustar menos en general; pero ¡qué ojos!, ¡qué ingenio! Emocionada con tantos atractivos, muy solicitada por las dos mujeres que los poseían a que renunciase, como ellas, a los frenos del pudor, podéis creer que me rendí. Dentro de la más dulce embriaguez, la Delbène me lleva hasta su cama y me devora a besos.

–Un momento –dice toda encendida–, un momento, mis buenas amigas, pongamos un poco de orden en nuestros placeres, sólo se goza de ellos planeándolos.

Tras estas palabras, me estira las piernas separándolas, se acuesta en la cama boca abajo y, con su cabeza entre mis muslos, me besa el sexo, mientras, ofreciendo a mi compañera las nalgas más hermosas que puedan contemplarse, recibe de los dedos de esta bonita muchacha los mismos servicios que me presta su lengua. Euphrosine, conocedora de los gustos de la Delbène, alternaba sus escarceos con vigorosos golpes sobre el trasero, cuyo efecto me pareció seguro sobre el físico de nuestra amable institutriz. Vivamente electrizada por el libertinaje, la puta devoraba el caudal que hacía brotar constantemente de mi pequeño coño. Algunas veces se paraba para mirarme..., para observarme en el placer.

–¡Qué hermosa es! –exclamaba la zorra–. ¡Oh, santo Dios, qué interesante es! Sacúdeme, Euphrosine, menéame, amor mío; ¡quiero morir embriagada de su jugo! Cambiemos todo –exclamaba un momento después–; querida Euphrosine, debes querer lo mismo de mí; no pienso devolverte todos los placeres que tú me das... Esperad, mis pequeños ángeles, voy a masturbaros a ambas a la vez.

Nos pone en la cama, la una junto a la otra; siguiendo sus consejos, nuestras manos se cruzan, nos acariciamos mutuamente. Su lengua se introduce primero dentro del coño de Euphrosine, y con sus manos nos cosquillea el agujero del culo; de vez en cuando deja el coño de mi compañera para venir a succionar el mío, y recibiendo cada una de esta forma tres placeres a la vez, podéis imaginar hasta qué punto nos corríamos copiosamente. Al cabo de unos momentos, la bribona nos da la vuelta. Le presentábamos nuestras nalgas, nos meneaba por debajo acariciándonos el ano. Alababa nuestros culos, los estrujaba, y nos hacía morir de placer. Saliendo de allí como una bacante:

–Hacedme todo lo que yo os hago decía–, meneadme las dos a la vez; estaré entre tus brazos, Juliette, besaré tu boca, nuestras lenguas se juntarán..., se apretarán..., se chuparán. Me hundirás este consolador en la matriz –prosigue mientras me da uno–; y tú, Euphrosine mía, tú te encargarás de mi culo, me lo menearás con este pequeño instrumento; infinitamente más estrecho que mi coño, es todo lo que le hace falta... Tú, putita mía continuó mientras me besaba–, tú no abandonarás mi clítoris; ésta es la verdadera sede del placer en las mujeres: frótalo hasta que salte, soy dura... Estoy agotada, necesito cosas fuertes; quiero destilar mi flujo con vosotras, quiero descargar veinte veces seguidas, si puedo.

¡Oh, Dios, cómo le devolvimos lo que nos prestaba! Es imposible trabajar con más ardor para proporcionar placer a una mujer..., imposible encontrar a otra que lo saborease mejor. Nos entregamos.

–Ángel mío –me dice esta encantadora criatura–, no puedo expresarte el placer que tengo en haberte conocido; eres una muchacha deliciosa; voy a asociarte a todos mis placeres, y verás que pueden saborearse algunos muy fuertes, aunque estemos privadas de la sociedad de los hombres. Pregunta a Euphrosine si está contenta conmigo.

–¡Oh, amor mío, mis besos te lo probarán! –dice nuestra joven amiga precipitándose sobre el seno de Delbène–; a ti te debo el conocimiento de mi ser; tú has formado mi espíritu, lo has liberado de los estúpidos prejuicios de la infancia: sólo por ti existo en el mundo; ¡ah, cuán feliz será Juliette, si te dignas tomarte las mismas molestias por ella!

respondió Madame Delbène–, sí, quiero encargarme de su educación, quiero disipar en ella, como lo hice en ti, esos infames vestigios religiosos que turban toda la felicidad de la vida, quiero reducirla a los principios de la naturaleza y hacerle ver que todas las fábulas con las que han fascinado su alma no están hechas más que para ser despreciadas. Comamos, amigas mías, recuperémonos; cuando se ha descargado mucho, hay que reponer lo que se ha perdido.

Una comida deliciosa, que hicimos desnudas, nos devolvió enseguida las fuerzas necesarias para volver a empezar. Volvimos a masturbarnos..., volvimos a sumergirnos las tres, mediante mil nuevas posturas, en los últimos excesos de la lubricidad. Cambiando constantemente de papel, algunas veces éramos las esposas de las que, un momento después, nos convertíamos en maridos, y, engañando de este modo a la naturaleza, la forzamos un día entero a coronar con sus voluptuosidades más dulces todos los ultrajes a los que la sometimos.

Pasó un mes de esta forma, al cabo del cual Euphrosine, enloquecida de libertinaje, dejó el convento y su familia para lanzarse a todos los desórdenes de la prostitución y la vida crápula. Volvió a vernos, nos pintó el cuadro de su situación y, demasiado corrompidas nosotras mismas para encontrar equivocado el camino que ella había tomado, nos abstuvimos de compadecerla o de aconsejarle que cambiase de rumbo.

–Ha hecho bien –me decía Madame Delbène–; he querido cien veces lanzarme a esa misma carrera, y lo hubiese hecho sin duda alguna si hubiese sentido dentro de mí que el gusto de los hombres superaba el gran amor que tengo por las mujeres; pero, mi querida Juliette, el cielo, destinándome a una eterna clausura, me ha hecho muy feliz al no inspirarme más que un deseo muy mediocre por otro tipo de placeres que no sean los que me permite este retiro; es tan delicioso el placer que se dan las mujeres entre sí que no aspiro a casi nada más. Sin embargo, comprendo que pueda amarse a los hombres; entiendo a las mil maravillas que se haga cualquier cosa para conseguirlos; lo concibo todo en lo que se refiere al libertinaje... ¿Quién sabe si incluso no estaré por encima de lo que puede captar la imaginación?

»Los primeros principios de mi filosofía, Juliette continuó Madame Delbène, que estaba muy apegada a mí desde la pérdida de Euphrosine–, consisten en desafiar la opinión pública; no puedes imaginarte, querida mía, hasta qué punto me burlo de todo lo que puedan decir de mí. ¿Y, por favor, cómo puede influir en la felicidad esta opinión del vulgo imbécil? Sólo nos afecta según nuestra sensibilidad; pero si, a fuerza de sabiduría y de reflexión, llegamos a embotar esta sensibilidad hasta el punto de no sentir sus efectos, incluso en las cosas que nos afectan más directamente, será totalmente imposible que la opinión buena o mala de los otros pueda influir en nuestra felicidad. Esta felicidad debe estar dentro de nosotros mismos; no depende más que de nuestra conciencia, y quizá todavía un poco más de nuestras opiniones, que son las únicas en las que deben apoyarse las inspiraciones más firmes de la conciencia. Porque la conciencia –prosiguió esta mujer llena de inteligencia– no es algo uniforme; casi siempre es el resultado de las costumbres y de la influencia de los climas, puesto que es evidente que los chinos, por ejemplo, no sienten ninguna repugnancia por acciones que nos harían temblar en Francia. Luego, si este órgano flexible puede llegar a tales extremos sólo en función del grado de latitud, la verdadera sabiduría reside en adoptar un medio razonable entre extravagancias y quimeras, y en formarse opiniones compatibles a la vez con las inclinaciones que hemos recibido de la naturaleza y con las leyes del gobierno en que se vive; y tales opiniones deben crear nuestra conciencia. Por ello nunca es demasiado pronto para adoptar la filosofía que se quiere seguir, ya que sólo ella forma nuestra conciencia, y a nuestra conciencia le corresponde regular todas las acciones de nuestra vida.

–¡Cómo! –digo a Madame Delbène–, ¿habéis llevado esta indiferencia al punto de burlaros de vuestra reputación?

–Totalmente, querida mía; incluso confieso que interiormente gozo más con la convicción de que esta reputación es mala que si supiese que es buena. ¡Oh, Juliette! Grábate bien esto: la reputación es un bien sin ningún valor, nunca nos compensa de los sacrificios que hacemos por ella. La que está celosa de su gloria experimenta tantos tormentos como la que la descuida: una tiene constantemente el temor de que se le escape, la otra tiembla por su despreocupación. Así pues, si hay tantas espinas en la carrera de la virtud como en la del vicio, ¿a qué viene atormentarse tanto por la elección, y a qué viene no entregarse plenamente a la naturaleza en lo que nos sugiere?

–Pero, al adoptar estas máximas –objeté a Madame Delbène–, yo tendría miedo de romper demasiados frenos.

–En verdad, querida mía –me respondió–, ¡me gustaría tanto que me dijeras que tienes miedo de obtener demasiados placeres! Y entonces, ¿cuáles son esos frenos? Atrevámonos a considerarlos con sangre fría... Convenciones humanas, casi siempre promulgadas sin la sanción de los miembros de la sociedad, detestadas por nuestro corazón..., contradictorias con el buen sentido: convenciones absurdas que en realidad sólo existen para los tontos que quieren someterse a ellas, y que a los ojos de la sabiduría y la razón sólo son objeto de desprecio... Charlaremos sobre todo esto. Te lo dije, querida mía: yo te educaré; tu candor e ingenuidad me demuestran que necesitas un guía en la espinosa carrera de la vida, y soy yo quien te servirá de guía.

En efecto, no había nada más deteriorado que la reputación de Madame Delbène. Una religiosa a la que yo estaba encomendada, disgustada por mis relaciones con la abadesa, me advirtió que era una mujer perdida; había corrompido a casi todas las internas del convento, y más de quince o dieciséis habían seguido, de acuerdo con su consejo, el mismo camino que Euphrosine. Me aseguraban que era una mujer sin fe, ni ley, ni religión, que pregonaba impúdicamente sus principios, y habrían tomado represalias contra ella de no ser por su dinero y su noble cuna. Yo me reía de estas exhortaciones; un solo beso de la Delbène, uno solo de sus consejos ejercían más fuerza sobre mí que todas las armas que pudiesen emplearse para separarme de ella. Aunque me llevase a un precipicio, me parecía que preferiría perderme con ella a instruirme con otra. ¡Oh, amigos míos! Es delicioso alimentar este tipo de perversidad; arrastradas por la naturaleza hacia ella..., si la razón fría nos aleja de ella por un instante, la mano de la voluptuosidad nos devuelve a esa perversidad y ya no podemos abandonarla.

Pero nuestra amable superiora no tardó en hacerme ver que no era yo la única que atraía su atención, y pronto me di cuenta de que había otras que compartían placeres en los que había más libertinaje que delicadeza.

–Ven mañana a merendar conmigo –me dijo un día–; Élisabeth, Madame de Volmar y Sainte-Elme estarán allí, seremos seis en total; quiero que hagamos cosas inconcebibles.

–¡Cómo! –digo yo–, ¿así que te diviertes con todas esas mujeres?

–Claro. ¡Y qué! ¿Acaso crees que me limito a esto? Hay treinta religiosas en esta casa; veintidós han pasado por mis manos; hay diecinueve novicias: sólo una me es todavía desconocida; vosotras sois sesenta internas: solamente tres se me han resistido; las voy poseyendo a medida que llegan, y no les doy más de ocho días para pensarlo. ¡Oh, Juliette, Juliette!, mi libertinaje es una epidemia, ¡tiene que corromper todo lo que me rodea! Y la sociedad tiene una gran suerte en que yo me limite a esta dulce manera de hacer el mal; con mis inclinaciones y mis principios, quizás adoptase otra que sería mucho más terrible para los hombres.

–¿Y qué harías tú, amada mía?

¡Y yo qué sé! ¿Acaso ignoras que los efectos de una imaginación tan depravada como la mía son como las riadas de un río que se desborda? La naturaleza quiere que provoquen desastres, y lo hacen, no importa de qué manera.

–¿No estarás atribuyendo –respondo a mi interlocutora a la naturaleza lo que sólo es obra de la depravación?

–Escúchame, ángel mío –me dice la superiora–, no es tarde y nuestras amigas no llegarán hasta las seis; quiero responder a tus frívolas objeciones antes de que lleguen.

Nos sentamos.

–Como no conocemos las inspiraciones de la naturaleza –me dice Madame Delbène– más que por este sentido interno que llamamos conciencia, sólo mediante el análisis de la conciencia podremos llegar a profundizar con sabiduría en qué consisten los movimientos de la naturaleza que cansan, atormentan o hacen gozar a tal conciencia.

»Se llama conciencia, mi querida Juliette, a esa especie de voz interior que se eleva en nosotros por la infracción de algo prohibido, sea de la naturaleza que sea: definición muy simple y que, a primera vista, ya demuestra que esta conciencia no es más que la obra del prejuicio recibido por la educación, hasta tal punto que todo lo que se le prohíbe al niño le causa remordimientos en cuanto lo viola, y conserva esos remordimientos hasta que el prejuicio vencido le haya demostrado que no existía ningún mal real en la cosa prohibida.

»De la misma forma, la conciencia es pura y simplemente la obra de los prejuicios que nos infunden o de los principios que nos creamos. Esto es hasta tal punto cierto que es posible formarse con principios enérgicos una conciencia que nos atormentará, nos afligirá, siempre que no hayamos cumplido, en toda su extensión, todos los proyectos de diversiones, incluso viciosas..., incluso criminales, que nos habíamos prometido realizar para nuestra satisfacción. De aquí nace ese otro tipo de conciencia que en un hombre, por encima de todos los prejuicios, se eleva contra él cuando, para llegar a la felicidad, ha tomado un camino contrario al que debía conducirle a ella de una forma natural. Así, según los principios que nos hayamos construido, podemos arrepentirnos igualmente de haber hecho demasiado mal o de no haberlo hecho en un grado suficiente. Pero tomemos la palabra en su acepción más simple y más común; en este caso, el remordimiento, es decir, el órgano de esta voz interior que acabamos de llamar conciencia, es una debilidad totalmente inútil cuya influencia debemos ahogar con toda la fuerza de que seamos capaces; porque el remordimiento, una vez más, sólo es obra del prejuicio engendrado por el temor de lo que puede sucedernos después de haber hecho algo prohibido, sea de la naturaleza que sea, sin examinar si está bien o mal. Eliminad el castigo, cambiad la opinión, aniquilad la ley, eliminad la influencia del clima en el sujeto, y el crimen seguirá existiendo, pero el individuo no tendrá ya remordimientos. Así pues, el remordimiento no es más que una reminiscencia fastidiosa, resultado de las leyes y de las costumbres adoptadas, pero que de ninguna manera depende de la especie del delito. Y si no fuese así, ¿sería posible apagarlo? Y, sin embargo, ¿no es muy cierto que se consigue esto, incluso con las cosas que pueden tener las más graves consecuencias, en función de los progresos del espíritu y de la forma en que se esfuerza uno por la extinción de sus prejuicios, de suerte que, a medida que estos prejuicios desaparecen con la edad, o que la costumbre de las acciones que nos hacían temblar llega a endurecer la conciencia, el remordimiento, que era tan sólo el efecto de la debilidad de esta conciencia, se aniquila completamente y se llega así, en la medida en que se desee, a los excesos más terribles? Pero quizá se me objete que la clase de delito debe hacer más o menos fuerte el remordimiento. Sin duda, porque el prejuicio de un gran crimen es más fuerte que el de uno pequeño..., el castigo de la ley es más severo; pero aprended a destruir todos los prejuicios por igual, aprended a poner todos los crímenes al mismo nivel, y, al convenceros de su igualdad, sabréis conformar el remordimiento a éstos y, como habréis aprendido a hacer frente al más pequeño remordimiento, pronto aprenderéis a vencer el arrepentimiento más fuerte y a cometer todos los crímenes con igual sangre fría... Mi querida Juliette, el hecho de que estemos persuadidos del sistema de la libertad y digamos: “¡qué desgraciado soy por no haber actuado de manera diferente!”, es lo que hace que sintamos remordimientos después de una mala acción. Pero si quisiésemos convencernos de que este sistema de libertad es una quimera, y que una fuerza más poderosa que nosotros nos empuja a todo lo que hacemos, si quisiésemos convencernos de que todo es útil en el mundo, y que el crimen del que nos arrepentimos se ha hecho para la naturaleza tan necesario como la guerra, la peste o el hambre con las que ella asola periódicamente los imperios, nos sentiríamos infinitamente más tranquilos acerca de todas las acciones de nuestra vida, y ni siquiera concebiríamos el remordimiento; y, mi querida Juliette, no diría que me equivoco atribuyendo a la naturaleza lo que sólo debe ser efecto de mi depravación.