El espíritu áspero

1

 

Cautiva la mirada, absorto en los destellos fugaces que las lámparas arrancaban a la roja intensidad del vino, don Gumersindo fingía un pudoroso interés frente al discurso en que el ontólogo de Andarón vertía profusas alabanzas, desmesurados méritos. Antes había leído, entre aplausos, ohes de asombro y comentarios al margen, los numerosos telegramas de adhesión enviados desde los más diversos puntos y por los más insospechados remitentes, en su mayoría antiguos alumnos que habían alcanzado cátedras, subsecretarías, escaños, o entrevisto un huequecito, al servicio de la ONU, en el apartamento nebuloso de ordinales avenidas neoyorquinas. Especial sorpresa produjo, sin duda, tanto o más que por el contenido por el renombre que lo firmaba, el enviado por el escritor Saúl Olúas, cuyo enigmático texto rezaba sólo: «Sum summus mus». Después se adelantó Ramiro A. Espinosa, el vate de Murania, para declamar una encendida loa, sazonada de adjetivos explosivos, magnánimos y esdrújulos. Durante los minutos que se prolongó el recitado, acosado por la pródiga impiedad de los endecasílabos, el profesor se removió esquivo en su asiento, en ascuas, no ya por el fuego de los versos o por la llama viva de sus epítetos, ni siquiera porque lo embargara alguna emoción arrebatada, sino por el temor innoble, probablemente injusto, de que, en consonancia con la circunstancia gerundiva de su nombre, le endilgara como elogio el adjetivo «lindo». «Poeta, haz versos, pero no odas», dijo en voz baja para regocijo de los flancos comensales. No se confirmaron las sospechas, sin embargo. La intervención venturosa de las musas, de Erato, sin duda, y de Melpómene, impuso la presencia rotunda del verbo «brindar» en celebrado epifonema:

 

Yo levanto mi copa, amigos. Brindo

por usted, profesor, don Gumersindo.

 

Mientras las últimas palabras se expandían contundentes sobre el alborozo, los comensales que abarrotaban el salón Murtes del hotel Valdeflor se pusieron unánimemente en pie y levantaron sus copas. Todos los brazos alargaron un amago, la extensión de una complicidad, hacia la mesa que el mismo don Gumersindo, junto con el director del instituto y el alcalde, presidía, antes de que, en un mínimo silencio, se consumara la invitación del vate. En el fervor de los aplausos, el señor director solicitó con gestos una pausa, la colaboración solidaria de una atención discreta. Con mucha parsimonia, con ceremoniosa desmaña, entregó a don Gumersindo dos objetos minúsculos. El primero, una placa con los parabienes claustrales. «Claustrus populusque murecanensis divo et doctissimo dominus Gumersindus magno animo», leyó con esmerado énfasis e ignorancia fonética el director el ditirambo. Se desbocaron unos segundos los aplausos mientras don Gumersindo y el director se abrazaban protocolariamente y se palmeaban las espaldas. Desde las manos en alto del profesor de latín, el brillo de la placa trazó semicírculos de plata. El segundo obsequio era una pequeña caja alargada, envuelta en papel marrón de lujo y adornada con un lazo amarillo. Su contenido se infería sin error. No obstante, don Gumersindo simuló un minucioso temblor al desprender el lazo, una comedida ansiedad al deshacer el envoltorio, una imprecisa sorpresa. Remedó los movimientos anteriores y, en ademán de triunfo, como si acabara de obtener un trofeo, dibujó panorámicas con el estuche abierto para regocijo de los presentes. Una magnífica pluma estilográfica, negra, hermosa, suave, con punto de oro y denominación de prestigio, culminaba una jubilación dichosa, la síntesis sentimental de un adiós dialéctico. El ontólogo de Andarón no pudo evitar una apostilla. «Para que don Gumersindo escriba sus memorias», dijo con sorna. Fue probablemente en ese instante justo, mientras risas y ovaciones, arrancadas en prolongación disipada de la sobremesa al último furor del cava, coronaban con éxito y estruendo la noche del homenaje, cuando los dioses, con la coincidencia furtiva de los extremos, le impusieron dos imágenes contrapuestas y divergentes, presente y real una, lejana la segunda y olvidada, perdida en los melancólicos ardores de las tardes de agosto de la infancia. Supuso apenas un atisbo de lucidez antes de que un fragor de panderetas y bandurrias que avanzaba por los pasillos maravillara a los comensales. Se trataba de un grupo de antiguos alumnos que, provenientes de una tuna bachiller y en trance de formar un sólido grupo musical moderno, no quisieron dejar de rendir homenaje al viejo profesor. Interpretaron primero una canción estudiantil y después, a capella, una salmodia juglareña: No soy minero. Por último, antes de emprender la tercera, el jefe del conjunto, el afamado Mente Cato, dijo con torpeza: «Estamos muy contentos de asistir a esta despedida. A la cena no hemos venido porque estamos sin blanca. Yo le estoy muy agradecido a don Gumersindo, porque le debo mi nombre. Y ahora vamos a cantar un tema nuestro que se titula Murgaños on the road. Va por don Gerundio». Enseguida, mientras los cantores prolongaban su estribillo joven, los primeros comensales abandonaran el salón Murtes con cautela palaciega, demorando su premura junto a los pliegues granas y los flecos dorados de los solemnes cortinajes. La desbandada, luego, como si hubieran dado el disparo de salida, fue precipitada y breve, una estampida ruidosa al amparo del tumulto y la confusión. Sólo unos pocos asiduos, bien por lazos de amistad, bien por el desgobierno de un cuerpo golfo y nocherniego, bien por las ineludibles exigencias de la cortesía, rodeaban a don Gumersindo, de pie: un corro irregular en torno a la mesa presidencial, en cuyo centro, derrumbadas en un charco de agua, junto al jarrón caído, languidecían varias rosas, aún no marchitas, deshojadas. El alcalde y el director, en tanto, se despidieron con muestras de contento, orgullosos del éxito y celosos de su presencia. El resto, un grupo de poco más de diez, acompañó a don Gumersindo hasta el final. Majestuosamente, rodeándolo, descendieron la guarnecida escalinata que conducía al vestíbulo. En una pausa multiplicada por los espejos, los conserjes, los camareros, los botones felicitaron al homenajeado y se interesaron ávidamente por el resultado de la operación. «Memorable», dijo don Gumersindo con cierto embargo mientras estrechaba, apenas sin mirar, las distintas manos que le tendían al paso. «Todavía me sé el rosa rosae», sonrió una treintañera de uniforme al tiempo que besaba las mejillas del profesor. «¡Ablativo plural!», disparó éste la pregunta, el índice extendido amenazante, demostrando que conservaba íntegra la técnica pedagógica: sorpresa, inmediatez, la culpabilidad de la ignorancia. La mujer no supo responder más que con una carcajada nerviosa. «Qué cosas tiene usted», comentó con sonrojo ante las miradas risueñas de una concurrencia que buscaba la salida. «Se ve que don Gerundio sigue en forma», dedujo alguien en voz baja jocosa. «¿Todavía llama usted caníbal, capirote y cuatrero al que se come un caso?», preguntó un viejo discípulo mientras las legiones avanzaban hacia la calle de rositas. Los fríos recios de diciembre y el perfil agudo que subía del río congelaban la noche a las puertas del hotel. Aspavientos, taconeos, cuerpos encogidos, rabiosos frotamientos de manos, orejas erizadas y cabezas hundidas componían la mímica de conjunto en la discusión de propuestas diversas. Se aceptó, sin embargo, tras largo parloteo, un primer punto: la penúltima copa. El segundo punto se alargaba: ¿dónde? La parálisis del grupo contrastaba con la gesticulación grotesca de cada figurante, retorciéndose cada cual con su propio y peculiar entender, en desaforada lucha con un adversario invisible, el relente oscuro que atería las partes débiles recónditas de tan menguado ejército. «Pues vamos a la estación», apuntó el vate municipal con acierto dirimente, pues no en vano la estación era sitio predilecto del viejo profesor. Alguno que otro, cansinamente, como llevados de una arraigada indiferencia existencial, fugitivos acaso del acoso helado, iniciaron la marcha. Los demás se sumaron en procesión pascual, obedientes y lentos. Pero, al llegar a la plaza, don Gumersindo esgrimió la determinación (dada su edad, lo tardío de la hora, la carga de emociones, el cansancio y el firme propósito del séquito de perseverar en la certidumbre etílica de la noche) de una retirada personal discreta. La mayoría se opuso y hasta afeó la defección de la figura de la fiesta, pero se impuso la prudencia de la senectud (frónesis, dijo) a la fogosidad indómita de los jovenetos. Lo que ni se sometió a debate fue escoltar al profesor hasta la misma puerta de El Torreón del Norte. Tal vez don Gumersindo, que opuso sin convicción algunas objeciones galantes, deseara otorgar un margen a la soledad y asumir en un paseo tranquilo, sacudido por el frío, acompasado en el silencio de sus pasos graves, el resumen de la jornada, resumen a su vez de una vida larga, baldía al cabo. En todo caso no se salió con la suya. Como un coro de admirables modernistas (pese a la presencia insistente de algún que otro imbécil camuflado de vino y de sonrisas) rodeando al maestro, el grupo en pleno se dirigió a la sempiterna pensión del profesor. En la puerta se desgranaron las despedidas últimas, los postreros parabienes. Abrazos efusivos, apretones de manos, palmetazos en la espalda bordeaban con frecuencia los límites bufos de la chanza. Cuando don Gumersindo desapareció finalmente en el interior oscuro del portal, el séquito quedó desangelado, a la deriva, plantado en medio de la calle y engarzando estupideces sin mesura. «¿Vamos por fin a la estación?», preguntó alguien. Otro propuso (el jefe de estudios, creo, un tunante nostálgico) que se rondara al profesor. «Sal al balcón», se ahogó en su propia risa. «No odas», contestaron. «Triste y solo se queda don Gumersindo», entonó con poderoso brío. Varios aplaudieron. En esto, el ontólogo de Andarón, que era experto en polifonía coral (no en vano había estado durante ocho años en el seminario diocesano, de donde lo echaron, al parecer, por leer a los existencialistas y peinar greñas), asumió funciones de chantre y dividió en tres al grupo. Asignó las voces y dio el tono. También la nota. Con movimientos secos, a la par que cadenciosos, dio la entrada. Cantamos todos. Cantamos mal.

 

Adeste, fideles, laeti triumphantes

venite, venite in Torreón.

Divum, fideles, regem magistrorum

venite adoremus, venite adoremus,

venite adoremus

Gerundiuuuuuuuuuuuum.

 

Don Gumersindo encendió la luz de la habitación (el resplandor rectanguló verticalmente una hoja entreabierta del balcón) y escuchó la zarabanda de la calle. Zopencos, zoquetes, zulaques, pensó. Lo sé, sé que lo pensó: era el último triángulo del profesor, un triángulo de adiós para la profesión. Aguantó firme hasta que, poco a poco, las melodías monacales derivaron en descomposición blasfema y, con inercia de nocturnidad impune, se perdieron, alejándose en un remoto venite, venite, venite. Sólo entonces se sentó, adoptó una actitud formalmente pensativa y cansada, el codo en el bufete, la mano en la mejilla, y dejó vagar (insumisa y rebelde, más que libre) la imaginación. A partir de hoy estoy muerto, pensó. También lo sé. Colocó ante sí la placa conmemorativa. Sus ojos se detuvieron indiferentes en la inscripción.

 

claustrus

populusque murecanensis

divo et doctissimo

dominus gumersindus

grato animo

 

La mano derecha jugueteaba con la pluma. Perpendicular sobre la mesa, deslizaba los dedos suavemente en una caricia vertical. La levantaba luego, enhiesta, y le imprimía un impulso mecánico de trapecio con el que recuperaba la posición inicial. Repetía incesante, parsimonioso, el movimiento. En ocasiones la balanceaba distraído, en suspensión. De pronto un rapto de cólera arrebató sus ojos. «¡Patacos, patanes, patatines!», clamó. Miraba la placa perplejo, con horror. «¡Nominativo por dativo!», dijo. «¡Dominus Gumersindus! ¡Nominativo!». Resolvió averiguar quién era el autor de tamaño disparate morfosintáctico, aunque sus sospechas culparon rápidas, y, por lo demás, certeras, al profesor de religión. «¡Latín de curas!», dijo con desprecio. El malestar gramatical, reducción metonímica de un sinsabor más vasto, lo apesadumbró más allá de la madrugada. Después recordó con entonación la paráfrasis estudiantina: «Triste y solo se queda don Gumersindo». Con cierta compasión censurable, que a veces le hacía más llevadero el infortunio, subrayó el espíritu de los adjetivos: triste y solo. Y lo asaltaron las mismas imágenes que al término de la cena, el acoso agobiado de los dioses. Desencapuchó la pluma y en el centro mismo de un folio reciclado escribió dos palabras titulares: Beatus ivre.

 

 

3

 

            Durante varios meses, de enero a junio, don Gumersindo devanó noche tras noche el hilo de sus recuerdos y, con letra pequeña y minuciosa, lo fue vertiendo secretamente, en tinta negra, sobre folios de examen. Con innegable lucidez advirtió las paradojas que se habían adueñado de su vida, la extrema simetría que había conducido sus pasos, de modo que, con ánimo y voluntad de desenmarañar la sombra, se adentró en la épica de la infancia, despojó sin miedo la abulia de los años mozos, puso en activo la conciencia de la madurez, sopesó, en fin, las postreras insidias de la senectud y, como resultado, obtuvo un sintagma híbrido, Beatus ivre, un subtítulo entre paréntesis, Memorias, y doscientos treinta y siete folios de acontecimientos, meditaciones, ocurrencias, distribuidos en noventa y nueve secuencias. El eje de la historia es siempre Casas del Juglar. Las personas pueden vivir años y años lejos de la casa original, pueden llegar incluso a odiar la casa, el territorio, los límites y el horizonte, y, sin embargo, permanece en ellas indeleble una forma paradójica de extrañamiento, la marca radical de haber nacido contra el cielo y contra el mundo. De ahí, sin duda, que todo lo que sucede, a ellos o a otros, cerca o lejos, gire una y otra vez, ininterrumpidamente, en torno al escenario primordial, la paráfrasis extensa del edén. Puede ocurrir, acaso, que la persona física se divida y habite dos escenarios, que multiplique incluso decorados, pero cualquier abandono espiritual del origen se impone como una transgresión y sólo se justifica en el pecado del destierro. La vida fuera es una prórroga, la moratoria de la modernidad. Sólo desde este desdoblamiento se entiende el punto de vista de don Gumersindo. Vivida la infancia en Casas del Juglar, la adolescencia en el internado hervaciano de Murania, la juventud en la Unión Universitaria Universal de Madrid, y repartida la madurez entre domicilios pasajeros de Madrid y torreones de Murania, disperso el entendimiento por los laberintos textuales de la antigüedad clásica y por las confluencias legendarias de tierra de murgaños, deliberadamente ausente de Casas del Juglar desde la desaparición de la encina cazurra y del holito (con minúscula siempre, porque en Casas del Juglar los nombres comunes carecen de propiedad), Beatus ivre es el ejercicio en el que don Gumersindo asume la más íntima e inocente confusión con Sín, el soliloquio irreductible de la edad y del tiempo, la operación intelectual y sentimental que conjuga la peripecia del sujeto y los perfiles del territorio primitivo, el transcurso de la vida y sus caminos contemplados desde la memoria de la infancia y sometidos a la medida agreste e inmutable, todopoderosa, de las remotas casas del juglar. La memoria autógrafa de don Gumersindo es, pues, el examen de un paralelismo imperfecto, el desequilibrio que arroja la historia entre el deseo y la realidad. Porque, en el fondo, la senectud es una recapitulación del paraíso. Cuando le pregunté, hace años, si había hecho uso autobiográfico de la pluma del homenaje, me respondió que sí, efectivamente, que había escrito sus memorias, pero que las había perdido. Se demoró en la descripción del manuscrito y en sus características externas más inmediatas, que eran dos, dijo, el estilo sinóptico y la división en mnemosines: estilo sinóptico, me dijo, por su modo peculiar de ver la cosas y mnemosines, un sinónimo, por ser capítulos de la propia memoria, los fragmentos de tiempo y vida que los dioses permiten recobrar. «Los mnemosines son unidades de memoria, instantáneas de la memoria», dijo. «La memoria es una instantería», bromeó. Había ideado un título acorde con su sentimiento de exclusión y extrañamiento, me dijo, Beatus ivre, una palabra latina y otra francesa, referencias externas, antitéticas en alguna medida (pero en su caso, síntesis, puntualizó), para reflejar el estado de ánimo permanente de alguien que vive una forma de exilio temporal, espacial y lingüístico, acrónico en su siglo, extranjero en su tierra, anacoreta de lenguas muertas. No se trataba, en suma, de una obra discreta o concreta, ni siquiera secreta, sino, más exactamente, en tanto que resultado del propio cerner y exclusivo cernir, de una obra «sincreta», dijo. Que, a la postre, Beatus ivre haya venido a parar a mis manos, aparte de una singular coincidencia, es una prueba de que los dioses y el azar mueven razones ocultas.