[...] Es un sitio maravilloso. Ethel nunca había visto, ni soñado, cosa igual. Cruzan la
entrada, entran por la puerta de Picpus y bordean el
edificio del museo, ante el que se agolpa la multitud. Al señor Soliman no le interesa. «Museos siempre podrás ver», dice.
Algo le ronda en la cabeza al señor Soliman. Por eso
ha querido ir allí con Ethel. Ella ha intentado
averiguarlo, lleva días haciéndole preguntas. Qué lista es, le dice su tío
abuelo. Sabe tirar de la lengua. «Si es una sorpresa y te lo digo, ¿dónde está
la sorpresa?» Ethel ha vuelto a la carga. «Por lo
menos dame pistas para que lo adivine.» Después de cenar, él se ha sentado en
su sillón a fumarse un puro. Ethel sopla en el humo
del puro. «¿Es algo que se come? ¿Se bebe? ¿Es un
vestido bonito?» Pero el señor Soliman se mantiene
firme. Fuma su puro y se toma un coñac, como todas las noches. Después de eso, Ethel no puede conciliar el sueño. Se pasa la noche dando
vueltas y cambiando de lado en la camita de metal que cruje mucho. No se duerme
hasta el amanecer, y le cuesta despertarse a las diez, cuando su madre entra a
buscarla para ir a comer a casa de las tías. El señor Soliman
todavía no ha llegado. Y eso que el Boulevard du
Montparnasse no está lejos de la Rue du Cotentin. Un cuarto de hora
andando, y el señor Soliman camina a buen paso. Muy
derecho, el sombrero negro embutido en la cabeza, sin tocar el suelo con su
bastón de empuñadura de plata. Pese a la algarabía de la calle, Ethel dice que lo oye venir de lejos, por el ruido
acompasado de los tacones de hierro de sus botas en la acera. Dice que hace
un ruido de caballo. Le encanta comparar al señor Soliman
con un caballo, y a él no le disgusta, y de vez en cuando, a pesar de sus
ochenta años, se la sube a hombros para dar un paseo por el parque y, como es
muy alto, Ethel toca las ramas bajas de los árboles.
Ha dejado de llover, caminan de la
mano hasta la orilla del lago. Bajo el cielo gris, el lago parece grandísimo,
curvo, semejante a una marisma. El señor Soliman
habla con frecuencia de los lagos y de las ciénagas que viera tiempo atrás, en
África, cuando era médico militar, en el Congo francés. A Ethel
le gusta hacerle hablar. El señor Soliman sólo le
cuenta sus historias a ella. Todo lo que sabe del mundo se lo ha contado él.
En el lago, Ethel ve patos y un cisne amarillo, que
parece aburrirse. Pasan por delante de una isla donde han construido un templo
griego. La gente se agolpa para cruzar el puente de madera y el señor Soliman
pregunta, aunque salta a la vista que lo hace sin convicción: «¿Quieres...?». Hay demasiada gente, Ethel
tira de la mano de su tío abuelo. «¡No, no, vamos ya a
la India!» Recorren la orilla del lago a contracorriente de la multitud. La gente se
hace a un lado ante ese hombre alto de abrigo con capote, tocado con su arcaico
sombrero, y ante esa niña rubia endomingada con su vestido de smock y botines. Ethel está
orgullosa de pasear con el señor Soliman. Le da la
impresión de ir acompañada por un gigante, un hombre que puede abrirse paso en
medio de cualquier tumulto con que se tropiece.
[...]
Éste la lleva al otro extremo de la
plaza, hacia el pabellón de
la India francesa.
La
casa no es muy grande. No atrae a la gente. La multitud pasa sin detenerse, fluye
uniformemente, trajes negros, sombreros negros y el leve frufrú de los vestidos
de las mujeres, sus sombreros con plumas, frutos, velos. Unos niños rezagados
lanzan miradas furtivas en dirección a Ethel y al
señor Soliman, que atraviesan la plaza. Se dirigen hacia
los monumentos, las rocas, los templos, esas grandes torres que, semejantes a
alcachofas, asoman por encima de los árboles.
[...]
Se
ha detenido ante la casa. Su
rostro encendido trasluce una satisfacción plena. Sin decir palabra, estrecha
la mano de Ethel y suben juntos los peldaños de
madera que conducen a la escalera exterior. Es una casa muy sencilla, de madera
clara, rodeada de una veranda con columnas. Las ventanas son altas, cerradas
con celosías de madera clara. El tejado casi plano, con tejas barnizadas, está
rematado por una especie de torrecilla almenada. Cuando entran, no hay nadie.
En el centro de la casa, un patio interior, iluminado por la torre, está bañado
por una extraña luz malva. En uno de los lados del patio, un estanque circular
refleja el cielo. El agua está tan quieta que, por un instante, a Ethel le ha parecido un espejo. Se ha detenido con el
corazón palpitante, el señor Soliman también, la
cabeza ligeramente echada hacia atrás para contemplar la cúpula que se yergue
por encima del patio. En hornacinas de madera dispuestas en forma de octógono
regular, un barras eléctricas difunden un color
etéreo, irreal como un humo, un humo de color hortensia, color de crepúsculo
sobre el mar.
Algo
tiembla. Algo inacabado, un poco mágico. El hecho de que no haya nadie, sin
duda. Como si se hallara en el templo de verdad, abandonado en medio de la
jungla, y a Ethel le parece oír el rumor en los árboles,
gritos agudos y roncos, el paso afelpado de las fieras en el sotobosque. Se
estremece y se aprieta contra su tío abuelo.
El
señor Soliman no se mueve. Se ha quedado petrificado
en medio del patio, bajo la cúpula de luz, la luz eléctrica le tiñe los ojos de
malva y sus patillas semejan llamas azules. Ethel
ahora lo entiende: ha sido la emoción de su tío abuelo lo que la ha hecho
estremecerse. El que un hombre tan alto y tan fuerte se quede inmóvil sólo
puede obedecer a que esa casa oculta un secreto, un secreto maravilloso y
peligroso y frágil, y bastará el menor movimiento para que todo cese.
De pronto el señor Soliman habla como si todo aquello fuera suyo.
–Ahí
pondré mi escritorio, ahí mis dos librerías. Ahí mi espineta y, al fondo, las
figuras africanas de madera negra, con la iluminación quedarán como allí, y por
fin podré extender mi gran alfombra beréber...
Ethel no acaba de entender. Sigue al hombretón mientras éste camina de una
estancia a otra, con una impaciencia que nunca le había visto. Por último
regresa al patio y se sienta en los peldaños de la escalera, a contemplar el
estanque espejo del cielo, y es como si contemplaran los dos una puesta de sol
en la laguna, lejos, en algún otro lugar, en el otro extremo del mundo, en la India, en la isla Mauricio, el
país de su infancia.
Parece
un sueño. Cuando piensa en ello, la invade el color malva y el disco
centelleante del estanque que refleja el cielo. Un humo que viene de tiempos
muy lejanos, muy antiguo. Ahora, todo ha desaparecido. Lo que queda no son
recuerdos, como si no hubiera sido niña. La Exposición Colonial.
Conserva nimiedades de aquel día en que paseó con el señor Soliman por los senderos cubiertos de gravilla.
–Aquí
pondré mi vieja mecedora, me sentiré como en la veranda, y cuando llueva veré
chapotear las gotas en el agua del estanque. En París llueve mucho... Y criaré
sapos, sólo para oírlos anunciar la lluvia...
–¿Qué comen los sapos?
–Mosquitas, mariposas nocturnas,
polillas. Hay muchas polillas en París...
–Tendrás que poner plantas también,
plantas acuáticas, de las que echan flores malvas.
–Sí,
lotos. Mejor ninfeas, los lotos se morirían en invierno. Pero no en el estanque
redondo. Tendré otro estanque para los sapos, al fondo del jardín. Éste, el
estanque espejo, quiero que esté liso como un plato, para que el cielo se mire
en él.
Sólo
Ethel podía comprender la idea fija del señor Soliman. Cuando éste vio los planos de la Exposición,
eligió de inmediato el pabellón de
la India y lo compró. Desechó los proyectos de su sobrino. Ni
hablar de edificar en su terreno, descartado tocar un solo árbol. Mandó plantar
las paulonias, los cóculos y los laureles de la India. Todo estaba
listo para dar cabida a su locura.
–Yo no tengo vocación de
propietario.
Para oponerse a los planes de
Alexandre, nombró heredera a Ethel. Evidentemente,
ella no lo sabía. O tal vez se lo dijera un día. Fue poco tiempo después de su
visita a la
Exposición. Las piezas desmontadas del pabellón de la India francesa
comenzaron a amontonarse en el jardín de la Rue de l'Armorique. Para protegerlas de la lluvia, el señor Soliman las cubrió con una amplia lona fea y negra. Luego
llevó a Ethel hasta la empalizada que ocultaba el
jardín. Abrió el candado de la puerta y ella vio aquellos negros montones que
relucían al fondo del terreno. Se quedó petrificada.
–¿Sabes qué es? –preguntó el señor Soliman con tono ladino.
–La Casa Malva.
Su tío la miró con admiración.
–Pues
sí, tienes razón. –Y añadió–: Se llamará la Casa Malva, tú has dado
con el nombre. –Le apretaba la mano, y a ella le parecía ya ver el patio, las
galerías y la alberca-espejo reflejando el cielo gris–.
Será tuya. Sólo tuya.
Pero
no volvió a mencionarlo. Claro que el señor Soliman
era así. Decía una cosa una vez y no volvía a repetirla.