Fragmento del capítulo 1
Hablemos ahora de inteligibilidad. La ciencia se
exige la máxima posible. La literatura, por su parte, nunca renuncia del todo a
comprender la
realidad. Exigir inteligibilidad obliga, ya está dicho, a una
forma de reducción. Es la reducción a la esencia, a lo común compartido. ¿Cómo
se reconoce entonces la máxima inteligibilidad? Si la inteligibilidad es la
mínima expresión de lo máximo compartido, entonces hay dos maneras de hacer
crecer el grado de comprensión: la inteligibilidad crece a medida que crece el
tamaño de lo compartido (uno) y crece a medida que disminuye el tamaño de la
expresión de esto mismo, de lo compartido (y dos). Pero hay otra propiedad
científicamente relevante de la inteligibilidad y es: su grado de universalidad,
es decir el tamaño del pedazo de realidad a la que aquella representa, es
decir, el tamaño (no de lo compartido sino) de los que comparten: la
universalidad crece a medida que crece el tamaño de la población de
compartidores. Podemos usar el término comprensión
para abarcar ambas ideas, la idea de inteligibilidad
y la de su correspondiente universalidad.
(Habrá así comprensiones científicas muy universales y poco inteligibles y
comprensiones científicas muy inteligibles y poco universales.) La segunda ley
de Newton (fuerza igual a masa por aceleración) es una ley muy universal (rige
tanto para el vuelo de una mariposa, para el caudal de un río o para el
movimiento del planeta
dentro del sistema solar: está vigente dentro de los límites de la física no cuántica
no relativista) pero poco inteligible (es una ley fundamental: ya no se puede
reducir, comprimir o comprender más allá de sí misma). En otras palabras: no
comprendemos la ley en sí misma, sino fenómenos de la realidad en virtud de tal
ley. En cambio, la ley de Hooke (fuerza proporcional a la elongación que
provoca) es menos universal (sólo vale para materiales de cierta elasticidad)
pero más inteligible en sí misma (procede de la segunda ley de Newton). En
ciencia el premio a la inteligibilidad es bien claro: nada menos que anticipar la incertidumbre. Se
trata, en el fondo,
de una ancestral presión (o tradición) a favor de la supervivencia.
Esta definición de comprensión científica se puede probar en cualquier otra forma de
conocimiento para ver qué da de sí. De este modo adquirirán cierto sentido
preguntas del estilo de ¿cómo medir la inteligibilidad de un texto?, ¿cómo
medir la potencia cognitiva de una ecuación fundamental de la naturaleza?,
¿cómo medir la expresividad de una pieza de música como un concierto o una
sinfonía? En literatura tenemos bastante claro cuándo pocas palabras evocan
mucho (mucho más que las pocas palabras) o cuándo muchas páginas evocan poco
(poco más que las muchas páginas). Ya hemos comentado que la segunda ley de
Newton no son sino cuatro símbolos anticipando infinitos movimientos posibles.
Y en el otro extremo: cuántas ciencias no tienen más remedio que la
descripción, en cuyo caso la evocación no levanta la cabeza para ver por encima
de lo particular. Basta escuchar el Concierto en Re, de Beethoven o las
sonatas y partitas para violín solo de Bach, ¡partitura en mano!, para
conmoverse con el poder de evocación de las correspondientes escrituras
musicales... Y en el otro extremo: cuántas partituras quedan atrapadas en su propia
escritura, sin anticipar nada, sin resolver nada, emocionando poco...
Hablemos ahora del progreso o, como mínimo, del
concepto «cambio» en el conocimiento científico. La ciencia, a través de su
principio dialéctico, es frágil a cualquier consulta con la realidad. Lo que no
es desmentible por la realidad sencillamente no es
ciencia, cae fuera de su demarcación. Una afirmación puede ser férreamente
cierta y sin embargo no ser científica por ese defecto de no dejar abierta la
posibilidad de que la evidencia pueda negarla. Es la gran, la enorme
aportación de Karl Popper. El científico debe prescindir de todo aquello que es
inaccesible a una observación o a un experimento, por muy verdad que sea, por
muy cierto que parezca, por muy grande que sea su convicción en ello, por muy
sólida que sea su fe en tal creencia. No siempre es fácil prescindir de algo
sólo por el simple detalle de que la realidad no puede negarlo. Un escritor
nunca pagará un precio tan alto para garantizar un presunto progreso de la literatura.
En fin, ésta es la dura historia del
científico que se dota a sí mismo de un método que le excluye a él mismo del
centro de la comprensión que él mismo crea. Pero insistamos una vez más:
comprender la realidad es también la ilusión de un escritor, una mente creadora
en absoluto comprometida con el método científico. Conviene pues profundizar un
poco más en la idea de comprender. A lo largo de la historia del
pensamiento y a lo ancho de los diferentes ámbitos de conocimiento comprender
ha significado muchas cosas diferentes. Sin embargo, en lo que sigue, nos
referiremos sólo al significado de comprender que hemos introducido aquí: es la
comprensión como compresión.