Erotomanía. Una historia de amor

Francis Levy

Erotomanía. Una historia de amor

 

Le eché un buen polvo, me fui y me tomé unas birras en el bar de la esquina. No era uno de mis sitios habituales; no conocía a nadie, pero me daba igual. Aún olía su coño y me sentía el amo del lugar. Ella tenía un novio que llegaba de trabajar a las diez, aunque me habría marchado de todas formas. No me gustaba hablar con ella, pero me encantaba cómo follaba. Follaba como lo haría el personaje de Anna Magnani en Roma, ciudad abierta (1945) de Rossellini: devorando a su compañero igual que un niño que roba caramelos. Ninguno de los dos se andaba con sutilezas. Yo le quitaba la blusa por la cabeza. Ella me bajaba la bragueta y empezaba conmigo. El problema llegaba cuando habíamos terminado: yo siempre acababa deambulando por la calle, sin acordarme de su cara o de cómo había comenzado el asunto. Habíamos parado de follar a las 21:01. Lo vi en su reloj digital. A las 21:04, yo ya me estaba poniendo los calcetines. Siempre me los ponía antes que la ropa interior y los vaqueros porque el suelo era muy frío, de mármol. El dormitorio estaba en lo que antes fue el cuarto de baño de una vieja mansión que ahora se dividía en apartamentos, y nunca nadie se había ocupado del sistema de calefacción, lo que quizá fuera otro motivo por el que, por las noches, procurase echarse encima un cuerpo más de los que habría tenido de ser fiel a su novio. Yo era como la manta extra que dejas a los pies de la cama para asegurarte de no pasar frío.

La pequeña charla en la que insistió mientras yo me quitaba los pantalones fue una formalidad y me hizo odiarla, puesto que no tenía nada que decirme. En esa conversación forzada era donde entraba la prostitución: una persona debe pagar por los placeres que recibe, es la ética protestante. No entiendo por qué la gente no puede aceptar el hecho de que va a follar, de que se folla porque sí, de que no hace falta vestirlo con florecillas o atribuirle buenas intenciones. Cuando respiras o te sientas o cagas, no te detienes en los detalles. Sí, es verdad, follar implica a otra persona, y hay polvos que pueden ir acompañados de una conversación con sentido, pero no es algo post hoc, ergo propter hoc. Una cosa no deriva necesariamente de la otra.

Me paré a por una pizza de camino a casa. En otras circunstancias habría sentido lástima de mí mismo por comer a solas en la pizzería de Chapel Street una semana antes de Navidad, pero había follado y sabía que de momento no quería nada más. Y no era sólo que hubiera follado: era el recuerdo de cuánto me deseaba ella y lo lascivamente que buscaba sus orgasmos. Colocaba el dedo en mi ano y era como meter la llave en el contacto. Tenía el control sobre mí y me guiaba hacia delante y hacia atrás encima de ella. Era egoísta en la búsqueda del placer. La magnitud de su deseo hacía que me preguntara por el significado del amor humano. Recordé la escena de una hiena cazando a una cría de canguro en Reino salvaje: con la boca llena de sangre, se daba un festín con los intestinos del animal, cuyos órganos aún se movían.

Esta forma de desearme –sobre todo cuando estaba claro que no nos importaba el bienestar del otro en ninguno de los sentidos convencionales– me hacía dudar de todo. ¿Acaso ese festín recíproco, propio de animales de la estepa, era la verdadera esencia del hombre-animal? Me bebo mi birra, me como mi pizza, cago, me voy a dormir, me levanto, vuelvo allí y la dejo seca de un polvo antes de que su novio regrese de trabajar. Así iba a ser mañana, al día siguiente y al otro. No me quejaba. No quería ninguna otra cosa en la vida. Es sólo que nunca había experimentado el egoísmo humano de una forma tan cruda y atrayente.

Ella me deseaba por la naturalidad con que le hincaba la polla en ambos orificios, y a mí me gustaba cómo ella me metía la lengua en la boca mientras me clavaba las uñas en la espalda. Cuando la enculaba, se retorcía igual que ese canguro. ¿En que consistían esas otras relaciones con sus seguros médicos, sus certificados, sus pólizas, sus acuerdos pre y posnupciales, sus peleas, sus consultas, sus sesiones de terapia, sus cumpleaños, aniversarios y entierros, sus álbumes de fotos y sus joyas? Las charlas a la luz de las velas en restaurantes cuya arquitectura creaba el ambiente adecuado para inducir a la fornicación carecían de la franqueza descarnada de nuestros polvos, que en nuestra última manifestación hasta incluyeron algún tirón de pelos: colocó mi mano en su cabello en la parte de atrás de su cabeza mientras me la follaba por el culo, y yo, puesto que me había dado las riendas, tiré de su crin. Ella chilló, no sabría decir si de placer o de dolor. Ahora era una yegua al galope y yo tiraba de la brida. ¿Qué estaba aprendiendo?

No podía quitarme su sabor de la boca pese a haber pedido mi pizza de salchichón y pimienta. Soy un hombre tolerante, aguanto lo que sea menos la pretensión de un amor romántico: es casi tan mala como la pretensión autocomplaciente de culturizar que tienen los que van a la ópera. Si hubiera cerrado el pico mientras yo me vestía, podría llevar para siempre el mohoso sabor de su coño en la boca.

No todos nuestros encuentros eran comunicaciones no verbales o cháchara superficial. Hubo algunas recitaciones magníficas antes de dejarnos llevar por su lubricidad y mi dureza. Por ejemplo, poco después de entrar, yo decía: «Tienes pinta de querer que te follen bien esta noche», lo que ella igualaba con su «Sí, tengo el coño caliente y húmedo. Quiero que me dispares a la cara, a los labios, la nariz y las mejillas, quiero que me chorreen los párpados y luego me des fuerte por el culo». La única pelea que tuvimos fue cuando llevé la charla demasiado lejos. Dije: «Imagínate mi pis caliente sobre tus tetas». De hecho ya estábamos follando cuando lo dije, porque a veces nos decíamos guarradas mientras estábamos en el proceso. Se paró en plena acción: «Retira eso. No me gusta». Pensé que iba a apartarme de encima, pero unos segundos después me dio luz verde volviendo a meterme el dedo en el culo.

¿Quién era esa chica? Sólo una tía a la que conocí en la calle. No me la ligué yo. En esencia, es la fantasía de cualquier hombre: ves a una mujer y te pregunta si quieres subir a su casa. Le metí la lengua en la boca y el dedo en su agujero al cabo de tres o cuatro minutos de evaluar las premisas. No hubo rollos ni hechizo o seducción. No hubo ningún diálogo. No hice comentarios sobre la distribución de su apartamento o la procedencia de ninguno de sus muebles. Hice gala de una evidente indiferencia. Para ser alguien tan deseado, enseguida me impresionó lo poco importante que parecía. No soy del tipo carismático al que acuden las mujeres en tropel. Y en cambio, ella me deseaba sin que dijera nada sustancioso, romántico, perspicaz o empático. Definitivamente, no andaba detrás de mí porque yo la comprendiera como nadie. Yo no sabía nada. Se supone que la emoción conduce al sexo. En nuestro caso, el sexo precedió a la emoción. Era como si estuviera viendo una peli porno, pero en vez de eso la estaba viendo y viviendo al mismo tiempo. ¿Por qué intentar algo más cuando todo era perfecto? Enterarme de su historia, sus problemas, derrotas, alegrías y caprichos podía ser desastroso para nuestras relaciones sexuales.

Sentado en esa pizzería con una sonrisa de idiota en la cara, olía el legado de nuestro folleteo, pero no la echaba de menos cuando no estaba con ella. Echaba de menos tener esa experiencia en mi vida durante las horas que mediaban entre nuestros encuentros, pero no sentía ninguna necesidad de comunicarme con ella. Ahí radicaba uno de los misterios de nuestra relación. Puesto que yo no había tomado parte en la idealización habitual, puesto que no tenía la sensación de estar incompleto sin ella, no sentía ningún impulso de verla. No la buscaba en la calle, no esperaba encontrármela, no me imaginaba dándome la vuelta para no saludarla en un momento dado porque en ese instante no estuviera a la altura de la imagen ideal que ella tenía de mí.

¿Qué nos volvía a llevar el uno al otro? La memoria animal se basa en la presencia. Un perro correrá hacia su dueño, pero desde el punto de vista neurológico no tiene la capacidad de retener la imagen de éste cuando el dueño no está cerca. Se supone que esto es lo que distingue al hombre de los animales: el proceso de subjetivación por el que la imagen se convierte en recuerdo (y el precio de dicha capacidad es que el hombre se ve privado de cierta veracidad, ya que esos recuerdos retenidos se han filtrado a través de las lentes distorsionadas de la conciencia). La capacidad de un bebé de retener la imagen de su madre es una de las cosas que permiten la separación. Soy humano: como es lógico, era plenamente capaz de imaginármela. Sin embargo, no lo hacía. La electricidad que se generaba entre nosotros sólo se daba cuando estábamos en presencia uno del otro, pero –y ahí está la clave– era mucho más fabulosa que cualquier pasión romántica creada por el pensamiento. Me convertía en un animal con cuerpo de hombre, en un centauro, una criatura mitológica que tenía la capacidad humana de la retrospección y era como un animal en sus actos. Y aun así, en esas circunstancias, ¿qué nos arrastraba el uno hacia el otro?

Desde el día en que me encontré tumbado en su cama con lo que se convertiría en el ritual de sus uñas en mi espalda, seguidas de un suave hurgar en mi ano, me ha invadido la misma sensación de asombro. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Era nuestro coito el producto de alguna fuerza curativa de la naturaleza que existía multidimensional y subrepticiamente a la vez, un filón escondido en el universo que la correcta posición de luna, soles y estrellas, de micro y macropartículas de multi y miniuniversos había desatado de pronto sobre nosotros? ¿Terminaría igual que había empezado, sin dramatismo, reflexión ni explicación? ¿Dejaría algún día de existir el magnetismo, hasta el punto de verme en su presencia preguntándome cómo había podido llegar a tirármela, cómo había podido lamer y tocar, beberme y comerme literalmente una carne tan hedionda? Aparte de ser lo más placentero de mi vida, ella no era nada para mí. Si la magia se perdía, no tendríamos historia. No habría nada de qué hablar, nada que rememorar, ningún elemento comparativo que me permitiera considerar esta relación por encima de cualquier otra, a menos que recitara una sucesión de acontecimientos sexuales notablemente similares entre sí. Y ni siquiera sé si tendría acceso a esos fragmentos. Sin la realidad del recuerdo de una persona, ¿es posible revivir una pasión? Y si no, ¿era posible que no recibiera ninguna recompensa a mi esfuerzo, nada con que inmortalizar las cotas que ella y yo habíamos alcanzado?

Tenía tanta hambre que me quemé la lengua con la pizza, y la Corona fría con que la acompañé no ayudó gran cosa. A veces, cuando intentas aplacar un dolor sólo lo empeoras. Pese a la quemazón, aún tenía hambre, pero en esta ciudad todo cierra a las once excepto las pizzerías y las cafeterías con horario de noche. De haber tenido coche, me habría ido a la ruta 1 con su retahíla de KFC, McDonald's, Wendy's y Burger Kings que abren hasta tarde. Después de nuestros polvos me entraba un hambre voraz; al fin y al cabo era una sesión de gimnasia. Pero esta vez, además de hambre, también me habían entrado ganas de ver mundo. No habría soportado volver a casa con el pan de ajo de alguna otra pizzería o las patatas fritas que venden en las cafeterías con horario de noche y encender la televisión, que es lo que había hecho las noches anteriores después de nuestras citas. Sentía claustrofobia sólo de pensarlo. No podía tirarme en el sofá a darme un atracón y ya está. La terminal de autobuses estaba a sólo diez manzanas y tenía unas máquinas de chocolatinas, patatas y refrescos que bastarían para matar el gusanillo hasta que decidiera si de verdad quería subirme a un autobús e ir a alguna parte.

Entonces noté como si alguien me empujara. Me caí de bruces y, antes de darme cuenta, alguien me golpeó en la cabeza. Vi dos bultos, pero estaba demasiado asustado para mirarles a la cara. Curiosamente, observé para mis adentros lo bien que hacían su trabajo. Se oyó como un crujido que luego comprendí que era mi codo al dar contra el suelo… después de recibir un gancho de izquierda en la cabeza. Empezaron a pegarme mientras me llamaban freaky. Yo dije: «No he hecho nada, me estáis tomando por otro», antes de quedar inconsciente. No sé cuánto tiempo estuve así. Cuando me desperté, tenía encima a un par de esos adictos a la metadona que merodean entre las sombras de Chapel Street. No podía mover el brazo y estaba seguro de que iban a registrarme los pantalones, pero no lo hicieron. Vi que uno era más corpulento por la barriga que le sobresalía por encima del cinturón. Muchos drogadictos hablan muy alto, como si hubieran perdido la capacidad de modular la voz. De todos ellos, él era el que más destacaba.

–¿Quieres que llamemos a la pasma?

–No servirá de mucho, pero sí.

Busqué en mis pantalones y saqué la cartera. Los matones no se habían llevado el dinero, qué raro. Supongo que por eso lo llaman «sonrisa de idiota»: había estado demasiado contento de mí mismo. Ahora ya no me sentía satisfecho ni relativamente despreocupado; ahora quería ayuda. De haber sabido su número quizá la habría llamado, pero nunca nos los dimos. Lo único que hacíamos cuando nos veíamos era follar. Además, era probable que su novio cogiera el teléfono.

Un coche de la policía se acercó al bordillo donde me había sentado. Los dos agentes tardaron en bajar del vehículo. A los adictos a la metadona siempre les daban palizas, y a una drogodependiente ciega la había atropellado un taxi la semana anterior cuando cruzaba Chapel. Supuse que los polis me tomaron por uno de ellos. Parecía que el codo se me hubiera desencajado, pero si lo sostenía con la otra mano no me dolía. Aún quería tomar un autobús, sin embargo consentí en meterme en el coche patrulla para buscar a los dos tíos que me habían pegado. Dimos vueltas a la manzana una y otra vez. Los polis me pidieron que describiera a mis asaltantes, pero se me trabó la lengua: «Tenían la misma pinta que vosotros, dos tíos blancos y grandotes de origen italiano. Parecían parientes vuestros». No lo dije, y cuando terminaron la ronda de rigor me dieron una tarjeta con el número de la comisaría para que llamara si tenía algo que añadir. Me dejaron en la estación de autobuses, donde me hice con dos bolsas Wise de patatas chips y una Diet Coke. Al comer y beber vi que tenía un problema si no apoyaba el brazo.

Me senté en un banco, en realidad una hilera de endebles sillas de plástico rojo soldadas entre sí. La estación de autobuses estaba llena de vagabundos que intentaban mostrarse resueltos, fingiendo ser viajeros. Tenían un aire casi frenético, yendo de un lado a otro por entre las distintas entradas para que los dichosos guardias de seguridad no los echaran del calor de la estación. Frente a mí se había sentado un tipo desolado que se había dado por vencido. Estaba absolutamente quieto, mirándose los pies. Otro grupo de vagabundos se había juntado por un momento alrededor de una columna. Los guardias los estaban alejando con las porras. Él sería el siguiente. Tenía una sola bolsa apretujada entre las piernas. Algunos otros llevaban carritos de la compra llenos hasta arriba de abrigos, sartenes, libros y cajas de cereales (por lo visto, a muchos de los vagabundos que habitaban en la estación les encantaban los Smacks con azúcar). Al menos, él no tenía gran cosa con que cargar.

Pssst…, psst. –No levantó la vista–. Oye, te van a joder. Vamos, no te quedes ahí sentado como un pasmarote.

Estaba totalmente inmóvil. Hoy en día es difícil internar a alguien con las nuevas leyes, pero hay un auge de casos catatónicos. Esperaba que tuviera mucho en lo que pensar –si es eso lo que pasa cuando alguien se queda en ese estado mental–, porque en casos como el suyo te encierran y tiran la llave.

Siempre me ha asustado la idea de la reclusión. Mi madre murió de Parkinson cuando yo estaba en mi primer año de universidad. La belleza legendaria que me había introducido en los goces del beso francés se había convertido en una vieja bruja que se vomitaba encima como un bebé. Mientras se fue consumiendo, no pensé demasiado en los efectos: veía un poco la tele con ella en la habitación de hospital que ocupara y me iba de allí, por lo general a buscar a una puta o a las salas destartaladas que en esa época daban películas X. Salía literalmente corriendo del hospital. Sólo después de su muerte me di cuenta de que lo mismo podría pasarme a mí si tenía el gen equivocado. Aunque era un poco tarde, a través del miedo empecé a identificarme con su dolor. Me veía a mí mismo encerrado en mi cuerpo. Y eso es mucho peor que estarlo en una celda o en un cuarto. Ni siquiera puedes rascarte. No puedes moverte cuando lo necesitas. Se me empezaba a pasar por la cabeza lo incómoda que estuvo, la tortícolis, la molestia en las nalgas de estar todo el día sentada, el agarrotamiento en el costado y la espalda… Apenas podías oírla quejarse. Farfullaba entre dientes; a veces, yo fingía no oírla. Si tuviera el gen, me mataría.

Pillé a mi amigo del cuello y lo levanté literalmente del banco. Uno de los guardias vio lo que pasaba por el rabillo del ojo, pero se dio media vuelta. Se habrían agarrado a cualquier excusa para no tener que enfrentarse a las peleas y la peste, ya que la mayoría de esos vagabundos se cagaban y meaban encima. Nadie quiere dar de palos a alguien que está indefenso o demente, aunque ocurra todo el tiempo. En cuanto los guardias de la estación de autobuses empezaban a azotar a esas criaturas, se desahogaban con ellas de sus frustraciones y la sangre corría por todas partes. Por eso la gente se mantenía alejada de la terminal. Aquello podía estallar en cualquier momento.

Mi amigo comenzó a gimotear. Una oleada de horripilantes asesinos habían asfixiado y torturado a vagabundos, y él estaba lo bastante lúcido como para asustarse.

–No pretendo hacerte daño, créeme. Sólo voy a llevarte a mi casa. Podrás ducharte y comer. No tienes que decir nada, aunque te aconsejo que empieces a desembuchar. Lo único que tienes que hacer es hablar y te evitarás la celda. Hablar es como un pasaporte.

Yo no podía mover el hombro. Pero fui capaz de llevar a Bill a mi apartamento, donde, teniendo en cuenta el aspecto y el olor de mi nuevo amigo, me preocupé básicamente de que cagara, se afeitara y se duchara. Iba a hacerle un sándwich cuando miró dentro del frigorífico, dijo que era cocinero y se ofreció a preparar un tentempié. Dado mi estado, no podía negarme.

Lo que trajo a la mesa no fue un tentempié, sino una obra de arte. Me contó que había sido chef en el yate de cuarenta metros de un magnate de la inmobiliaria ya retirado, de donde lo echaron por beber. Su mujer ya le había dejado, pero su última juerga, una excursión de tres días que le llevó de Disney World a Palm Springs, le había costado la novia, la casa y la custodia de su único hijo. Quiso suicidarse, aunque no tuvo agallas, así que esperaba que alguien lo hiciera por él. Enseguida informé a Bill de que no me presentaba voluntario para el puesto, pero si buscaba un sitio donde quedarse, yo le cedía encantado el sofá de mi salita si me prometía cocinar de vez en cuando.

A Bill se le iluminó la cara. Fue una transformación milagrosa. Apenas le reconocía, no tenía casi ningún parecido con el despojo que me encontré en la estación de autobuses. Me llevó a urgencias y esperó horas conmigo a que algún residente me metiera en su sitio lo que resultó ser un hombro dislocado.