Francis Levy
Erotomanía. Una
historia de amor
Le eché un buen polvo, me fui y me tomé unas birras en
La pequeña charla en la que insistió mientras yo me quitaba
los pantalones fue una formalidad y me hizo odiarla, puesto que no tenía nada
que decirme. En esa conversación forzada era donde entraba la prostitución: una
persona debe pagar por los placeres que recibe, es la ética protestante. No entiendo
por qué la gente no puede aceptar el hecho de que va a follar, de que se folla
porque sí, de que no hace falta vestirlo con florecillas o atribuirle buenas
intenciones. Cuando respiras o te sientas o cagas, no te detienes en los
detalles. Sí, es verdad, follar implica a otra persona, y hay polvos que pueden
ir acompañados de una conversación con sentido, pero no es algo post hoc, ergo propter hoc. Una cosa no
deriva necesariamente de la otra.
Me paré a por una pizza de camino a casa. En otras circunstancias
habría sentido lástima de mí mismo por comer a solas en la pizzería de Chapel Street una semana antes de
Navidad, pero había follado y sabía que de momento no quería nada más. Y no era
sólo que hubiera follado: era el recuerdo de cuánto me deseaba ella y lo
lascivamente que buscaba sus orgasmos. Colocaba el dedo en mi ano y era como
meter la llave en el contacto. Tenía el control sobre mí y me guiaba hacia
delante y hacia atrás encima de ella. Era egoísta en la búsqueda del placer. La
magnitud de su deseo hacía que me preguntara por el significado del amor
humano. Recordé la escena de una hiena cazando a una cría de canguro en Reino
salvaje: con la boca llena de sangre, se daba un festín con los intestinos
del animal, cuyos órganos aún se movían.
Esta forma de desearme –sobre todo cuando estaba claro que
no nos importaba el bienestar del otro en ninguno de los sentidos convencionales– me hacía dudar de todo. ¿Acaso ese festín
recíproco, propio de animales de la estepa, era la verdadera esencia del hombre-animal?
Me bebo mi birra, me como mi pizza, cago, me voy a
dormir, me levanto, vuelvo allí y la dejo seca de un
polvo antes de que su novio regrese de trabajar. Así iba a ser mañana, al día
siguiente y al otro. No me quejaba. No quería ninguna otra cosa en
Ella me deseaba por la naturalidad con que le hincaba la
polla en ambos orificios, y a mí me gustaba cómo ella me metía la lengua en la
boca mientras me clavaba las uñas en
No podía quitarme su sabor de la boca pese a haber pedido mi
pizza de salchichón y pimienta. Soy un hombre tolerante, aguanto lo que sea
menos la pretensión de un amor romántico: es casi tan mala como la pretensión
autocomplaciente de culturizar que tienen los que van a
No todos nuestros encuentros eran comunicaciones no verbales
o cháchara superficial. Hubo algunas recitaciones magníficas antes de dejarnos
llevar por su lubricidad y mi dureza. Por ejemplo, poco después de entrar, yo
decía: «Tienes pinta de querer que te follen bien esta noche», lo que ella
igualaba con su «Sí, tengo el coño caliente y húmedo. Quiero que me dispares a
la cara, a los labios, la nariz y las mejillas, quiero que me chorreen los
párpados y luego me des fuerte por el culo». La única pelea que tuvimos fue
cuando llevé la charla demasiado lejos. Dije: «Imagínate mi pis caliente sobre
tus tetas». De hecho ya estábamos follando cuando lo
dije, porque a veces nos decíamos guarradas mientras estábamos en el proceso.
Se paró en plena acción: «Retira eso. No me gusta». Pensé que iba a apartarme
de encima, pero unos segundos después me dio luz verde volviendo a meterme el
dedo en el culo.
¿Quién era esa chica? Sólo una tía a la que conocí en
Sentado en esa pizzería con una sonrisa de idiota en la
cara, olía el legado de nuestro folleteo, pero no la echaba de menos cuando no estaba
con ella. Echaba de menos tener esa experiencia en mi vida durante las horas
que mediaban entre nuestros encuentros, pero no sentía ninguna necesidad de
comunicarme con ella. Ahí radicaba uno de los misterios de nuestra relación.
Puesto que yo no había tomado parte en la idealización habitual, puesto que no
tenía la sensación de estar incompleto sin ella, no sentía ningún impulso de
verla. No la buscaba en la calle, no esperaba encontrármela, no me imaginaba
dándome la vuelta para no saludarla en un momento dado porque en ese instante
no estuviera a la altura de la imagen ideal que ella tenía de mí.
¿Qué nos volvía a llevar el uno al otro? La memoria animal
se basa en
Desde el día en que me encontré tumbado en su cama con lo
que se convertiría en el ritual de sus uñas en mi espalda, seguidas de un suave
hurgar en mi ano, me ha invadido la misma sensación de asombro. ¿Cómo he
llegado aquí? ¿Era nuestro coito el producto de alguna fuerza curativa de la
naturaleza que existía multidimensional y subrepticiamente a la vez, un filón
escondido en el universo que la correcta posición de luna, soles y estrellas,
de micro y macropartículas de multi
y miniuniversos había desatado de pronto sobre
nosotros? ¿Terminaría igual que había empezado, sin dramatismo, reflexión ni
explicación? ¿Dejaría algún día de existir el magnetismo, hasta el punto de
verme en su presencia preguntándome cómo había podido llegar a tirármela, cómo
había podido lamer y tocar, beberme y comerme literalmente una carne tan
hedionda? Aparte de ser lo más placentero de mi vida, ella no era nada para mí.
Si la magia se perdía, no tendríamos historia. No habría nada de qué hablar,
nada que rememorar, ningún elemento comparativo que me permitiera considerar
esta relación por encima de cualquier otra, a menos que recitara una sucesión
de acontecimientos sexuales notablemente similares entre sí. Y ni siquiera sé
si tendría acceso a esos fragmentos. Sin la realidad del recuerdo de una
persona, ¿es posible revivir una pasión? Y si no, ¿era posible que no recibiera
ninguna recompensa a mi esfuerzo, nada con que inmortalizar las cotas que ella
y yo habíamos alcanzado?
Tenía tanta hambre que me quemé la lengua con la pizza, y la
Corona fría con que la acompañé no ayudó gran cosa. A veces, cuando intentas
aplacar un dolor sólo lo empeoras. Pese a la quemazón, aún tenía hambre, pero
en esta ciudad todo cierra a las once excepto las pizzerías y las cafeterías
con horario de noche. De haber tenido coche, me habría ido a la ruta 1 con su
retahíla de KFC, McDonald's, Wendy's
y Burger Kings que abren hasta tarde. Después de nuestros polvos me entraba un
hambre voraz; al fin y al cabo era una sesión de gimnasia. Pero esta vez,
además de hambre, también me habían entrado ganas de ver mundo. No habría
soportado volver a casa con el pan de ajo de alguna otra pizzería o las patatas
fritas que venden en las cafeterías con horario de noche y encender la televisión,
que es lo que había hecho las noches anteriores después de nuestras citas.
Sentía claustrofobia sólo de pensarlo. No podía tirarme en el sofá a darme un
atracón y ya está. La terminal de autobuses estaba a sólo diez manzanas y tenía
unas máquinas de chocolatinas, patatas y refrescos que bastarían para matar el
gusanillo hasta que decidiera si de verdad quería subirme a un autobús e ir a
alguna parte.
Entonces noté como si alguien me empujara. Me caí de bruces
y, antes de darme cuenta, alguien me golpeó en
–¿Quieres que llamemos a la pasma?
–No servirá de mucho, pero sí.
Busqué en mis pantalones y saqué
Un coche de la policía se acercó al bordillo donde me había
sentado. Los dos agentes tardaron en bajar del vehículo. A los adictos a la
metadona siempre les daban palizas, y a una drogodependiente ciega la había
atropellado un taxi la semana anterior cuando cruzaba Chapel.
Supuse que los polis me tomaron por uno de ellos. Parecía que el codo se me
hubiera desencajado, pero si lo sostenía con la otra mano no me dolía. Aún
quería tomar un autobús, sin embargo consentí en meterme en el coche patrulla
para buscar a los dos tíos que me habían pegado. Dimos vueltas a la manzana una
y otra vez. Los polis me pidieron que describiera a mis asaltantes, pero se me
trabó la lengua: «Tenían la misma pinta que vosotros, dos tíos blancos y
grandotes de origen italiano. Parecían parientes vuestros». No lo dije, y
cuando terminaron la ronda de rigor me dieron una tarjeta con el número de la
comisaría para que llamara si tenía algo que añadir. Me dejaron en la estación
de autobuses, donde me hice con dos bolsas Wise de
patatas chips y una Diet Coke. Al comer y beber vi que tenía un problema si no apoyaba el brazo.
Me senté en un banco, en realidad una hilera de endebles
sillas de plástico rojo soldadas entre sí. La estación de autobuses estaba
llena de vagabundos que intentaban mostrarse resueltos, fingiendo ser viajeros.
Tenían un aire casi frenético, yendo de un lado a otro por entre las distintas
entradas para que los dichosos guardias de seguridad no los echaran del calor
de
–Pssst…, psst.
–No levantó la vista–. Oye, te van a joder. Vamos, no
te quedes ahí sentado como un pasmarote.
Estaba totalmente inmóvil. Hoy en día es difícil internar a
alguien con las nuevas leyes, pero hay un auge de casos catatónicos.
Esperaba que tuviera mucho en lo que pensar –si es eso lo que pasa cuando
alguien se queda en ese estado mental–, porque en
casos como el suyo te encierran y tiran la llave.
Siempre me ha asustado la idea de
Pillé a mi amigo del cuello y lo levanté literalmente del
banco. Uno de los guardias vio lo que pasaba por el rabillo del ojo, pero se
dio media vuelta. Se habrían agarrado a cualquier excusa para no tener que
enfrentarse a las peleas y la peste, ya que la mayoría de esos vagabundos se
cagaban y meaban encima. Nadie quiere dar de palos a alguien que está indefenso
o demente, aunque ocurra todo el tiempo. En cuanto los guardias de la estación
de autobuses empezaban a azotar a esas criaturas, se desahogaban con ellas de
sus frustraciones y la sangre corría por todas partes. Por eso la gente se
mantenía alejada de
Mi amigo comenzó a gimotear. Una oleada de horripilantes
asesinos habían asfixiado y torturado a vagabundos, y él estaba lo bastante
lúcido como para asustarse.
–No pretendo hacerte daño, créeme. Sólo voy a llevarte a mi
casa. Podrás ducharte y comer. No tienes que decir nada, aunque te aconsejo que
empieces a desembuchar. Lo único que tienes que hacer es hablar y te evitarás
Yo no podía mover el hombro. Pero fui capaz de llevar a Bill
a mi apartamento, donde, teniendo en cuenta el aspecto y el olor de mi nuevo
amigo, me preocupé básicamente de que cagara, se afeitara y se duchara. Iba a
hacerle un sándwich cuando miró dentro del frigorífico, dijo que era cocinero y
se ofreció a preparar un tentempié. Dado mi estado, no podía negarme.
Lo que trajo a la mesa no fue un tentempié, sino una obra de
arte. Me contó que había sido chef en el yate de cuarenta metros de un magnate
de la inmobiliaria ya retirado, de donde lo echaron por beber. Su mujer ya le
había dejado, pero su última juerga, una excursión de tres días que le llevó de
Disney World a Palm Springs, le había costado la novia, la casa y la custodia
de su único hijo. Quiso suicidarse, aunque no tuvo agallas, así que esperaba
que alguien lo hiciera por él. Enseguida informé a Bill de que no me presentaba
voluntario para el puesto, pero si buscaba un sitio donde quedarse, yo le cedía
encantado el sofá de mi salita si me prometía cocinar de vez en cuando.
A Bill se le iluminó