Un viaje en el
tren expreso
(12 de enero de
1883)
Querida Amalia:
El viaje ha
sido largo y penoso, y entristecido por la pena de tu recuerdo y por la
desairada forma en que me despediste en la puerta de tu casa, que no creo
merecer de ninguna manera, por el mucho amor que te tengo y la fidelidad con
que me honro. Ya sé que no entiendes bien el motivo de esta separación y que no
te avienes a compartir mis razones. Pero te vuelvo a repetir, y perdóname tanta
insistencia, que son los imperativos de mi trabajo los que me han obligado a
ausentarme de Madrid, aunque sea de un modo provisional. He venido hasta esta
región tan distante y tan alejada de ti, porque es mi deber profesional y
también mi gusto de participar, en primera línea, en una empresa tan importante
y tan grandiosa, en la que tanto aprenderé y donde ayudaré felizmente al
progreso de nuestro siglo y de nuestra patria, y además aquí ganaré el dinero
que necesitaremos para vivir juntos y para que puedas rodearte de las
comodidades modernas, cuando ¡ay! nos casemos, que espero sea inmediatamente
después de mi regreso, que calculo que será a lo más tardar dentro de tres
años, cuando estas obras hayan terminado, Dios mediante. ¿Qué son tres años
para la dicha que nos aguarda, porque tres años pasan volando y sin darte
cuenta estaré de nuevo en Madrid entre tus brazos, en nuestro nido de amor? No
te desesperes, y piensa que vivir contigo es lo que más deseo en este mundo y
con lo que sueño todos los días y a todas horas, dormido y despierto. Los
muchos kilómetros que nos separan, aunque esto tampoco está en el fin del
mundo, no hace menguar mi amor ni me borra de la cabeza la imagen de tu querido
rostro, porque la separación, por dolorosa que haya sido no hace mella en mis
sentimientos.
Salimos a la
hora en punto que «el Indicador» anuncia, las nueve y media de la noche, y
llegamos a Salamanca a las nueve y media de la mañana, y, si te he de decir mi
verdad, tuve un poco de aprensión al subir al vagón, después de haber visto la
horrísona catadura de la locomotora, que echaba humo y fuego por sus cuatro
costados, envuelta en una nube atravesada de relámpagos y truenos, que movían a
pavor. Mi aprensión se doblaba en malestar por no verte, pues me hubiera
gustado que me despidieras en la estación de la montaña del Príncipe Pío, como
otras mujeres hacían con sus maridos o sus novios, con el pañuelo en la mano y
las lágrimas en los ojos. Pero no estabas allí y me dolía tu ausencia, sobre
todo sabiendo la aventura del viaje en tren, que me esperaba, pues era la primera
vez que utilizaba este moderno medio de transporte, y aquel chocar de hierros y
aquel olor a hollín y a hoguera de trapos viejos me inquietaban más el corazón
ya herido por tu memoria. Cuando subí al vagón y me acomodé en el reservado de
seis asientos, estuve ya pensando en la vuelta y sólo tu último enfado me
impidió adelantar la alegría del reencuentro en aquel mismo sitio y lugar,
pasados unos años. Temí viajar solo, pues casi no había viajeros; pero la
entrada de un hombre, jovial y charlatán, ya mayor y con alguna experiencia de
los viajes en tren, me rescató de la soledad y del miedo y me impidió gritar
cuando el monstruo de hierro dio una sacudida y se puso en movimiento entre
resuellos y pitidos y una humareda que me escocía los ojos, como si fuera una
disculpa para desatar la emoción súbita del viaje, tan desconocido y tan
arriesgado, y de tu recuerdo creciendo, como una hoguera voraz, que me
consumiera por dentro.
La noche caía
sobre los campos áridos de Madrid y todo adquiría un aire fantasmal,
impresionante como esos grabados nocturnos de los folletines por entregas, que
tanto te gustan. El paisaje cambiaba a medida que íbamos ganando velocidad y se
trasladaba ante nuestra mirada atónita, que parecía que era él el que se
moviese. Debo confesarte que tuve un ligero vértigo al sentir que el suelo
temblaba y me trasportaba con una ligereza de encanto, como en una fantasía
oriental de Las mil y una noches, que daba regocijo y temor, a la vez.
Mi compañero de compartimiento me tranquilizó con una sonrisa de comprensión y
benevolencia de veterano y me animó con sus sabias palabras de hombre de mundo,
que tenía ya lejos sus primeras experiencias viajeras en tren, contándome
anécdotas de los cuatro viajes que había realizado y haciéndome los grandes elogios
de este medio de transporte, que estaba revolucionando nuestras costumbres y
poniéndonos al alcance de las manos el progreso que tanto necesitamos los
españoles para salir de nuestra postración secular. Le agradecí en el alma su
bondadosa cháchara, que me fue quitando los miedos, haciéndome olvidar los
peligros que podían amenazarme, y permitiéndome gozar con más sosiego de las
delicias del ferrocarril, que trepidaba con un trajín de fiera encadenada,
mientras la noche había cubierto la tierra, de la que nos llegaban pálidas
sombras y misteriosas luces lejanas, que era un prodigio que nunca olvidaré. Te
juro que aquello era sobrecogedor y parecía de ensueño, así es que yo no salía
de mi asombro, entre el rugido de la locomotora, como un león con centellas por
melena, el traqueteo rítmico del vagón sobre las vías y la sorpresa de los
montes de Guadarrama que se nos echaron encima a una velocidad de cuento de
hadas.
El primer tramo
del viaje, anublado en parte por el recuerdo de tu cara consternada y los últimos
reproches, que me dirigiste, poco a poco se me fue tornando agradable y me
permitió apreciar todas las ventajas imaginables de esta moderna y formidable
alfombra mágica, que nos llevaba volando por los aires, cómodamente instalados
en un sillón muelle y limpio, sujeto firmemente a las paredes, con amplios posabrazos y la holgura necesaria para estirar las piernas,
no como en las viejas diligencias de las apreturas y las incomodidades, con un
maravilloso espectáculo, visto a través de unas ventanas, que nos preservaban
en parte del viento y del frío y que son mucho más grandes que los ventanucos
de las postas, que te ahogan sin dejarte ver nada. No puedes ni imaginarte la
rapidez con que el monstruo de hierro avanzaba por los raíles, con infernal balumba,
como desbocado. En un abrir y cerrar de ojos apareció la mole imponente del
Monasterio de El Escorial, vagamente iluminado por tenues farolas, y poco
después entramos en
Sin embargo,
debí quedarme transpuesto, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo, pues un
horrísono chirriar de frenos me despertó. Estábamos ya, milagrosamente, en
Medina del Campo. Unas voces destempladas nos advirtieron desde los andenes que
teníamos que cambiarnos de tren, junto a otras informaciones urgentes y
necesarias: «¡Medina del Campo! ¡Parada y fonda!
¡Cambian de tren los viajeros para Zamora y Salamanca! ¡Ojo! Cambian de tren
los viajeros de Salamanca». Tuvimos que esperar una hora y nos metimos en el
cafetín de la estación a estirar las piernas, tomar un carajillo
y espabilarnos algo del sopor del viaje. Había empezado a clarear y a nuestras
espaldas se nos echó encima la mole del decrépito Castillo de
Los campos que
veíamos cruzar, cómodamente sentados en nuestra atalaya rodante, eran más
llanos que los anteriores. Unos cendales de niebla sobrevolaban los surcos de
la tierra, que conservaban todavía las huellas del relente de la noche. Pero el
silbido del tren, la aceleración de la locomotora, las parvas de palomas
asustadas que levantamos al pasar me entretuvieron, invadida mi cabeza por el
placer de la velocidad, que no impedía que me moviera un poco dentro del
compartimiento, tratando de no perder el equilibrio y andar sin sufrir mareos,
buscando las paredes para tenerlas próximas en caso de apuro. Los postes del
telégrafo, al costado del camino de hierro, fluían en una carrera interminable,
subiendo y bajando, a merced de las quiebras del terreno. Una sonrisa nerviosa
me caracoleaba en los labios; iba en volandas y como entusiasmado, sin acabar
de creerme lo que estaba viviendo, embriagado por el orgullo de la modernidad y
le daba gracias a Dios por haberme permitido conocer estos adelantos tan
maravillosos, a los que la inteligencia y la tenacidad de los hombres nos han
conducido y de los que mis padres ni tuvieron sospecha ni, para su desgracia,
pudieron conocer. Nunca hubiera podido gozar de tanta belleza, ni tenido tanta
satisfacción viajera si no hubiera sido por la existencia de este extraordinario
medio de transporte de nuestro siglo, que nos lleva lejos y prontamente hacia
lugares remotos, plácidamente acomodados en unos amplios asientos mullidos y
elegantes, que es un primor.
Yo quería
pensar en ti y en las razones que te habían movido a disgustarte, pero aquel
singular artilugio de la locomoción a caldera de vapor, a cuya extensión iba yo
a contribuir personalmente con mi esfuerzo y mis pobres conocimientos, me
distraía del repaso de nuestras relaciones, de tus palabras y de tu conducta,
que me quedaba como un poso en el fondo de la conciencia. Tu memoria entraba en
conflicto, perdóname, con el trabajo que me disponía a emprender. Iba a estar
en la vanguardia del progreso, en la avanzadilla de
Después de atravesar una llanura grandiosa, donde vimos algunas manadas de
los famosos toros salamanquinos y pasamos por los pueblos de El Carpio y luego
Cantalapiedra, Nueva Carolina, Pedroso, Gomecello y
Moriscos, cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos en Salamanca, cuyas famosas
torres divisamos con júbilo a lo lejos. Como sabes es una ciudad muy bonita,
llena de monumentos antiguos, todos de piedra, de una piedra amarillenta y
oscura, que parece más vieja de lo que debe ser. Pero la verdad es que tuve
poco tiempo para verla, pues el coche-diligencia que me conduciría al final de
mi viaje salía a media mañana y habíamos llegado a primera hora. No pude
visitar la ciudad y lo sentí mucho, pues mi informador me la estuvo encomiando
y describiendo con pasión de enamorado, ya que era de allí y estaba muy
orgulloso de ser salmantino de pro. Me hice el
propósito de volver contigo algún día.
Nada
más entrar en el patio de donde salía la posta, se me cayó el alma a los pies.
Fue como volver atrás un siglo, después de haber gozado las delicias del
ferrocarril. Y a renglón seguido iniciamos la marcha, metidos en aquel cajón
incómodo, como sardinas en banasta, con poca luz y sintiendo en nuestro cuerpo
todos los baches