Con la agitación, no
encontraba la puerta correcta; incluso se equivocaba de planta y estorbaba la
clase de otros cursos. Los maestros, que en su mayoría llevaban cuello alto y
quevedos, le clavaban una mirada feroz, mientras los alumnos se alegraban de la
interrupción. Tardaba casi un cuarto de hora en poder balbucear una disculpa;
sin embargo, tal retraso no admitía disculpa. Antes de que le dieran permiso
para tomar asiento, se llevaba una reprimenda:
«Contigo sólo valen los escarmientos», y recibía una amonestación en el diario
de clase. Para colmo, no cuidaba su uniforme; lo más importante en el camino a
la escuela eran los matorrales y la orilla cenagosa del lago.
Si sólo hubiera existido el camino, el paseo
habría sido sin duda encantador, pero la escuela proyectaba ya sus sombras
sobre él. Las sombras se habían vuelto más oscuras, pues Wolfram era un
desastre; se encontraba ya en su tercer camino a la escuela. El primero le
había conducido a la escuela preparatoria, el segundo al colegio Tegtmayer y el tercero al instituto. Los tres
atravesaban el parque que separaba la casa paterna de la ciudad.
Puesto que las escuelas
se hallaban distantes unas de otras, cada vez había que aprender un nuevo
camino: el primero pasaba por un puente; los otros dos, por la orilla del lago
municipal. En esa zona uno podía extraviarse con facilidad, especialmente
cuando prestaba menos atención al lago que a los pájaros que nadaban en él o
que reposaban en la orilla al sol de la mañana. En primavera la orilla estaba
orlada de lirios amarillos, en otoño de espadañas, conocidas como «escobillas
cilíndricas». Desde el puente se podían contemplar hermosas carpas que agitaban
sus aletas perezosamente.
El camino a la escuela
preparatoria le había parecido a Wolfram el más fácil, ya que iba acompañado
del abuelo, que enseñaba en sus aulas. De hecho, podía decirse que el abuelo
era su carabina o su guardián. Por cuidar de su nieto, salía de casa una o
hasta dos horas antes de lo que exigían sus funciones.
Esa escolta le ofrecía
a Wolfram la ventaja de no llegar nunca tarde, pues el abuelo era puntual como
un reloj, pero al mismo tiempo suponía una privación de libertad cargada de
advertencias pedagógicas, si bien éstas eran mitigadas por comentarios
agradables. El abuelo sabía muchas cosas. Conocía los nombres de los diversos
patos que nadaban en el lago; incluso había uno japonés. Conforme los
jardineros municipales plantaban cada mes nuevas flores en los arriates,
Wolfram aprendía sus nombres. También había árboles curiosos, como los cerezos
silvestres y la araucaria, y tantas clases de encinas que habría sido posible
poblar un bosque entero con ellas sin que ninguna fuera como las demás. «Y si
observaras con una lupa cada hoja de ese bosque, no encontrarías dos que se
asemejaran», decía el abuelo.