Un encuentro

1. En busca de una forma

 

Hay escritores, grandes escritores, que nos maravillan por la fuerza de su espíritu, pero que están como marcados por una maldición: con todo lo que tenían que decir no han encontrado una forma original que se vincule a su personalidad de un modo tan indisociable como sus ideas. Pienso, por ejemplo, en los grandes escritores franceses de la generación de Malaparte; en mi juventud los admiré a todos; Sartre, tal vez el que más. Es curioso: me sorprendió que fuera precisamente él quien, en sus ensayos (sus «manifiestos») sobre literatura, mostrara su desconfianza hacia la noción de novela; no le gusta decir «novela», ni «novelista»; evita pronunciar estas palabras que son el primer indicio de una forma; habla tan sólo de «prosa», del «escritor de prosa», en todo caso, del «prosador». Explica: le reconoce a la poesía una «autonomía estética», pero a la prosa no: «La prosa es por esencia utilitaria. [...] El escritor es un hablador: designa, demuestra, ordena, niega, interpela, suplica, insulta persuade, insinúa». Y, en tal caso, ¿qué importancia puede tener la forma? Él contesta: «Se trata de saber sobre qué se quiere escribir: de las mariposas o de la condición de los judíos. Y, cuando ya se sabe, queda por decidir cómo se escribirá». Y, en efecto, todas las novelas de Sartre, por importantes que sean, se caracterizan por el eclecticismo de su forma.

Cuando oigo el nombre de Tolstói, imagino enseguida sus dos grandes novelas, que no tienen parangón. Cuando digo Sartre, Camus, Malraux, evoco ante todo, con respecto a sus personalidades, sus biografías, sus polémicas y luchas, sus distintos compromisos.

 

 

2. El premodelo del escritor comprometido

 

Unos veinte años antes de Sartre, Malaparte era ya un «escritor comprometido». Digamos más bien su premodelo; porque por entonces no se empleaba la célebre fórmula sartriana, y Malaparte todavía no había escrito nada. A los quince años es secretario de la sección local de juventud del Partido Republicano (un partido de izquierdas); a los dieciséis, estalla la guerra de 1914, abandona su casa, cruza la frontera francesa y se alista en una legión de voluntarios para luchar contra los alemanes.

No quiero otorgar a las decisiones de los adolescentes más razones de las que puedan tener; no obstante, me parece que el comportamiento de Malaparte fue notable. Y sincero, ajeno entonces –todo hay que decirlo– a la comedia mediática que, hoy, acompaña cualquier gesto político. Hacia el final de la guerra, cae gravemente herido por los lanzallamas alemanes durante un combate feroz. Sus pulmones quedarán afectados para siempre y su alma, traumatizada.

Pero ¿por qué decía yo que ese joven estudiante-soldado era un premodelo del escritor comprometido? Más tarde, él cuenta un recuerdo: los jóvenes voluntarios italianos se dividieron enseguida en dos grupos rivales: unos se sentían en la línea de Garibaldi, los otros en la de Petrarca (que había vivido en la misma región del sur de Francia donde se habían reunido antes de partir hacia el frente). Ahora bien, en ese debate de adolescentes, Malaparte tomó partido por Petrarca contra los garibaldinos. Desde el principio, su compromiso no era similar al de un sindicalista, un militante político, sino al de un Shelley, un Victor Hugo o un Malraux.

Después de la guerra, siendo aún un hombre (muy) joven, entra en el partido de Mussolini; aún afectado por el recuerdo de las masacres, ve en el fascismo la promesa de una revolución que barrería el mundo que él conoció y odió. Es periodista, al corriente de todo lo que ocurre en la vida política, es mundano, brillante y seductor, pero está sobre todo enamorado del arte y la poesía. Sigue prefiriendo Petrarca a Garibaldi, y la gente a la que ama por encima de todo se compone de artistas y escritores.

Y por el hecho de que Petrarca represente para él más que Garibaldi, su compromiso político es personal, extravagante, independiente, indisciplinado, de manera que no tarda en entrar en conflicto con el poder (en la misma época, en Rusia, los intelectuales comunistas conocían bien semejante situación), es incluso detenido «por actividades antifascistas», excluido del partido, enviado durante un tiempo a prisión, luego condenado a una larga reclusión domiciliaria bajo vigilancia. Una vez absuelto, vuelve al periodismo, es movilizado en 1940 y envía desde el frente ruso artículos que pronto son considerados (no sin razón) antialemanes y antifascistas, de tal manera que regresa otra vez unos meses a prisión.