Perfil asesino (MAXI)

Este mundo es una colmena. Esconde un corazón hueco.

La verdad de la naturaleza, escribió el filósofo Demócrito, reside en minas y cavernas profundas. La estabilidad de aquello que vemos y sentimos bajo nuestros pies es una ilusión, porque las apariencias engañan. Bajo la superficie hay grietas, fisuras y bolsas de aire estancado e impuro; estalagmitas y estalactitas y ríos ignotos oscuros de cauce descendente. Es un lugar de cuevas y cascadas donde el agua resbala por las piedras, un laberinto de tumores cristalinos y columnas heladas donde la historia deviene primero futuro y después presente.

Porque, en medio de la oscuridad total, el tiempo carece de significado.

El ahora forma una capa imperfecta sobre el pasado; no se asienta bien en todos sus puntos. Las cosas caen y mueren, y su descomposición crea nuevas capas, aumenta el grosor de la corteza y añade otra fina membrana que cubre lo que subyace, nuevos mundos que descansan sobre los restos de mundos anteriores. Día a día, año a año, siglo a siglo, se agregan capas y se multiplican las imperfecciones. El pasado nunca muere realmente. Está ahí, a la espera, justo bajo la superficie del presente. Todos tropezamos de vez en cuando con él, todos, a través de reminiscencias y evocaciones. Traemos a la memoria antiguos amantes, niños perdidos, padres fallecidos, el milagro de ese único día en que, aunque sea sólo por un instante, capturamos la belleza fugaz e inefable del mundo. Éstos son nuestros recuerdos. Los guardamos celosamente y los consideramos algo muy nuestro, y sabemos dónde encontrarlos cuando los necesitamos.

Pero a veces no somos nosotros quienes decidimos: un fragmento del presente se desprende sin más y asoma debajo el pasado como un hueso viejo. Después, ya nada vuelve a ser como antes y nos vemos obligados a reconsiderar la forma de lo que creíamos verdadero a la luz de nuevas revelaciones acerca de su esencia. La verdad se descubre por un mal paso y por la sensación repentina de que pisamos en falso. El pasado borbolla como lava líquida y, en su camino, las vidas quedan reducidas a ceniza.

Este mundo es una colmena. Nuestros actos reverberan en sus profundidades.

Aquí abajo existe una vida oscura: microbios y bacterias que extraen su energía de sustancias químicas y radiactividad natural, más antiguos que las primeras células vegetales que dieron color al mundo de la superficie. Bullen en cada balsa profunda, en cada pozo de mina, en cada núcleo de hielo. Viven y mueren sin que se los vea.

Pero también hay otros organismos, otros seres: criaturas que conocen sólo el hambre, entes que existen única y exclusivamente para cazar y matar. Pululan sin cesar por las cavidades ocultas, lanzando dentelladas con sus fauces a la noche infinita. Sólo salen a la superficie cuando no les queda más remedio, y todo ser vivo se aparta de su camino.

Fueron en busca de Alison Beck.

La doctora Beck tenía sesenta años y practicaba abortos desde 1974, en la etapa inmediatamente posterior al polémico caso «Roe contra Wade». Empezó a dedicarse a la planificación familiar en su juventud, después de la epidemia de rubeola de principios de los sesenta que tuvo como resultado el que miles de mujeres dieran a luz niños con graves defectos congénitos. Más tarde se incorporó abiertamente a la organización feminista NOW y a la Asociación Nacional por la Despenalización del Aborto, antes de que los cambios por los que lucharon le permitiesen abrir su propia clínica en Minneapolis. A partir de entonces desafió a la Red de Acción Pro-Vida de Joseph Scheidler, a sus indeseados consejeros y a su mafia del megáfono; y en 1989, cuando la Operación Rescate intentó bloquear el acceso a su clínica, se enfrentó a Randall Terry. Se opuso a la enmienda Hyde del año 76, que suprimía las ayudas estatales para la práctica de abortos, y lloró cuando el antiabortista C. Everett Koop fue nombrado director general de Salud Pública. En tres ocasiones los activistas pro-vida inyectaron ácido butírico en las paredes de la clínica, y la obligaron a cerrar sus puertas hasta que se disiparon los efluvios. Le habían pinchado las ruedas del coche tantas veces que ya había perdido la cuenta, y sólo el cristal reforzado de la vidriera de la clínica evitó que el edificio ardiese hasta los cimientos a causa de un artefacto incendiario alojado en un extintor.

Pero en los últimos años las tensiones de su profesión habían empezado a pasarle factura y aparentaba mucha más edad de la que tenía. En casi tres décadas había disfrutado de la compañía de sólo un puñado de hombres. David fue el primero, se casó con él y lo amó, pero David ya no estaba. Lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y aún conservaba la camisa que él llevaba puesta aquel día, las manchas de sangre flotando en su prístina blancura como sombras de oscuros nubarrones. Los hombres con quienes estuvo después ofrecieron muchas excusas al marcharse, pero a la postre todas esas excusas se reducían a una esencia única y elemental: el miedo. Alison Beck era una mujer marcada. Vivía a diario con la clara conciencia de que algunos preferían verla muerta a permitirle continuar con su trabajo, y pocos hombres estaban dispuestos a permanecer al lado de una mujer así.

Se sabía los datos de memoria. En Estados Unidos se habían producido, durante el año anterior, veintisiete agresiones de extrema violencia contra clínicas donde se practicaban abortos, y habían muerto dos médicos. A lo largo de los cinco años precedentes habían perecido asesinadas siete personas entre médicos y ayudantes, y otras muchas habían resultado heridas en tiroteos y atentados con bombas. Sabía todo esto porque llevaba unos veinte años documentando los índices de violencia, averiguando los factores comunes, estableciendo vínculos. Para ella, era la única manera de llegar a asumir la muerte de David, el único medio de que disponía para asegurarse de que algo mínimamente bueno surgía de las cenizas de su muerte. Sus investigaciones sirvieron de apoyo a los centros dedicados a la práctica del aborto cuando, en la lucha contra sus adversarios, se acogieron con éxito a la ley RICO para la prevención del crimen organizado, aduciendo una conspiración a nivel nacional para cerrar las clínicas. Fue una victoria conseguida a base de grandes esfuerzos.

Sin embargo, poco a poco empezó a ponerse de manifiesto otro trasfondo: nombres que se repetían y su eco resonaba en los desfiladeros del tiempo, siluetas que se adivinaban entre las sombras detrás de algunas acciones violentas. Las convergencias eran perceptibles en apenas media docena de casos, pero ahí estaban. Alison Beck tenía la firme convicción de que así era y, al parecer, los demás coincidían con ella. Juntos se acercaban cada vez más a la verdad.

Pero eso comportaba sus propios riesgos.

Alison tenía instalado en su casa un sistema de alarma conectado directamente a una empresa de seguridad privada, y en la clínica siempre había dos guardias armados de servicio. En el armario de su habitación guardaba un chaleco antibalas, que se ponía para ir y venir de la clínica pese a la incomodidad que le representaba. Otro idéntico colgaba de una barandilla de acero en su consulta. Conducía un Porsche Boxster rojo, el único verdadero lujo que se permitía. Coleccionaba multas por exceso de velocidad del mismo modo que otros coleccionan sellos.

Alison era muy formal en su indumentaria. Por norma, vestía una chaqueta tres cuartos desabrochada. Debajo de la chaqueta llevaba pantalones con cinturón marrón o negro a juego, y prendida del cinturón una funda Alessi que contenía una pistola Kahr K40 Covert. La Kahr iba provista de un cargador con cinco balas de calibre 40. Durante una época utilizó cargadores de seis balas, más largos, pero descubrió que a veces se le enganchaban en los pliegues de la blusa. La Kahr tenía una empuñadura corta, idónea para sus manos pequeñas, ya que Alison Beck medía poco más de metro cincuenta y era de constitución menuda. En un campo de tiro, con el suave gatillo de doble acción de la Kahr apretado, era capaz de poner las cinco balas en el corazón de un blanco a diez metros de distancia en menos de diez segundos.

En el bolso llevaba, además, un aerosol de gas lacrimógeno y un paralizador cuya descarga de 20.000 voltios dejaba a un hombre tendido en el suelo boqueando y temblando como un pez fuera del agua. Si bien nunca había disparado la pistola en un momento de ira, sí se había visto obligada a utilizar el aerosol en una ocasión cuando un manifestante antiabortista intentó entrar por la fuerza en su casa. Más tarde recordaría, con una punzada de vergüenza, que gasear a aquel individuo le había producido cierta satisfacción. Ella había elegido esa forma de vida —no podía negarlo—, pero el miedo y la rabia por las restricciones que le había impuesto, así como el odio y la animadversión de quienes la despreciaban por lo que hacía, la habían afectado de varias maneras que era reacia a admitir. Aquella noche de noviembre, con el aerosol en la mano y el hombre bajo y barbudo desgañitándose y llorando en la entrada de su casa, toda esa tensión y esa cólera salieron de ella a borbotones simplemente apretando un botón de plástico.

Alison Beck era un personaje conocido, un personaje público. Si bien residía en una calle arbolada de Minneapolis, viajaba dos veces al mes a Dakota del Sur, donde pasaba consulta en el hospital de Sioux Falls. Aparecía con regularidad en la televisión local y nacional para hacer campaña en contra de lo que, a su juicio, era una gradual erosión del derecho a elegir de las mujeres. Las clínicas estaban cerrando, había comentado en una cadena local afiliada a la NBC hacía sólo una semana, y en la actualidad el ochenta y tres por ciento de los condados de Estados Unidos no disponía de servicios para la práctica del aborto. Más de treinta miembros del Congreso, una docena de senadores y cuatro gobernadores se declaraban abiertamente contra la libre elección de las mujeres con respecto a su propia maternidad. Entretanto, la Iglesia católica era en ese momento el principal proveedor de asistencia sanitaria privada del país, y el acceso al aborto, la esterilización, el control de la natalidad y la fecundación in vitro era cada vez más limitado.

Sin embargo, mientras se hallaba cara a cara ante una muchacha afable y bien hablada de Derecho a la Vida de Minnesota, que concentraba sus argumentos en la salud femenina y las nuevas actitudes de una generación joven que no podía recordar los tiempos anteriores a «Roe v. Wade», Alison Beck empezó a tener la impresión de que era ella, la médica defensora de los derechos de la mujer, quien en ese momento parecía estridente e intolerante, quizá no se había dado cuenta de hasta qué punto estaba cambiando la opinión pública. Eso lo reconoció en presencia de unos amigos días antes de su muerte.

Pero había otra cosa que despertó sus temores. Había vuelto a verlo, a aquel extraño pelirrojo, y sabía que estaba estrechando el cerco en torno a ella, que se proponía actuar contra ella y los demás antes de que pudieran acabar su labor.

—Pero no pueden haberse enterado —le había dicho Mercier para tranquilizarla—. Todavía no hemos tomado ninguna medida contra ellos.

—Te lo aseguro, lo saben. Le he visto. Y…

—¿Sí?

—Esta mañana he encontrado algo en el coche.

—¿Qué? ¿Qué has encontrado?

—Una piel. He encontrado la piel de una araña.

Al crecer, las arañas mudan su exoesqueleto, se desprenden del viejo y lo sustituyen por uno mayor y menos opresivo en un proceso conocido como ecdisis. La piel desechada, o exuvio, que Alison Beck había encontrado en el asiento del acompañante de su coche pertenecía a una tarántula ornamental autóctona de Ceilán, Poecilotheria fasciata, un arácnido de hermosos colores pero muy temperamental. Alguien había escogido esa especie con toda la intención por su capacidad para asustar: su cuerpo medía alrededor de siete centímetros de largo, coloreado de grises, cremas y negros, y sus patas abarcaban casi diez centímetros. Alison se aterrorizó, y sólo cuando advirtió que la forma que veía a su lado no era una araña viva y coleando se le aplacó un poco el pánico.

Al oír eso, Mercier enmudeció. Al cabo de un momento le aconsejó que se marchase por un tiempo y le prometió que prevendría a sus colegas para que permaneciesen alertas.

Y de este modo Alison Beck, en esa última semana de vida, decidió tomarse unas vacaciones por primera vez en casi dos años. Planeó ir en coche a Montana, haciendo altos en el camino durante la primera semana, y visitar luego a una vieja amiga de la universidad en Bozeman. Desde allí, las dos pensaban viajar al norte hasta el Glacier National Park si las carreteras no estaban cortadas, ya que aún era abril y tal vez la nieve no se hubiese fundido por completo.

Al ver que Alison no llegaba el domingo por la noche como había prometido, su amiga empezó a preocuparse. El lunes a media tarde seguía sin saber nada de ella y telefoneó a la jefatura del Departamento de Policía de Minneapolis. Dos agentes, Ames y Frayn, familiarizados ya con la situación de Alison por incidentes anteriores, fueron enviados a echar un vistazo a su casa del número 604 de la calle 26 Oeste.

Nadie abrió cuando llamaron al timbre, y la puerta del garaje estaba firmemente cerrada. Ahuecando las manos en torno a los ojos, Ames escrutó el interior a través del cristal. En la entrada de la cocina había dos maletas y, poco más allá, una silla de cocina volcada con las patas hacia la pared. Segundos después, Ames se calzaba unos guantes, rompía una ventana lateral y, pistola en mano, entraba en la casa. Frayn se encaminó hacia la parte posterior y penetró por la puerta de atrás. Era una casa pequeña de dos plantas, y los agentes no tardaron en constatar que estaba vacía. Una puerta comunicaba la cocina con el garaje. Al otro lado del cristal esmerilado se distinguía claramente el contorno del Boxster de Alison Beck.

Ames respiró hondo y abrió la puerta.

El garaje estaba a oscuras. Echó mano de la linterna del cinturón y la encendió. Por un momento, cuando el haz de luz iluminó el coche, no supo qué tenía ante los ojos. Al principio creyó que se había resquebrajado el parabrisas, pues unas finas líneas se extendían por él en todas las direcciones irradiando de cúmulos irregulares que salpicaban el cristal como orificios de bala e impidiendo ver el interior del coche. Después, cuando se aproximó a la puerta del conductor, tuvo la impresión de que, de algún modo, el coche se había llenado de algodón de azúcar, pues las ventanas, por dentro, parecían recubiertas de hebras blancas y suaves. Sólo cuando alumbró de cerca el parabrisas y algo veloz y marrón se deslizó por el vidrio como una exhalación comprendió qué era aquello.

Era una telaraña, con sus plateados filamentos a la luz de la linterna. Bajo la tela se dibujaba una silueta oscura, erguida en el asiento del conductor.

—¿Doctora Beck? —dijo. Apoyó la mano enguantada en la manija de la puerta y tiró.

Le llegó el sonido de los pegajosos hilos al partirse, y la sedosa tela tembló en el aire cuando la puerta se abrió. Algo cayó a los pies de Ames con un ruido blando y sordo, apenas audible. Al bajar la vista, vio una diminuta araña marrón que avanzaba por el suelo de cemento hacia su pie derecho. Era una araña reclusa, de poco más de un centímetro de largo, con un surco oscuro longitudinal en el dorso. De manera instintiva levantó el zapato con puntera de acero y la aplastó. Por un instante se preguntó si aquello constituía una destrucción de pruebas, hasta que miró dentro del coche y se dio cuenta de que, a efectos reales, lo mismo habría sido que robase un grano de arena de la orilla del mar o hurtase una única gota de agua del océano.

Alison Beck estaba atada al asiento en ropa interior. Le habían envuelto la cabeza con cinta adhesiva gris, que le cubría la boca y la inmovilizaba contra el cabezal. Tenía la cara hinchada, casi irreconocible, y manchas de descomposición en el cuerpo, y un cuadrado de carne roja a la vista justo por debajo del cuello, donde le habían extraído una sección de piel.

Sin embargo, la desintegración del cuerpo quedaba disimulada por los fragmentos de telaraña que la cubrían como un velo blanco hecho jirones, y el rostro aparecía casi oculto por densas acumulaciones de hilo. Alrededor correteaban pequeñas arañas marrones sobre sus patas arqueadas, que, al percibir el cambio en el aire, contraían los palpos; otras permanecían apiñadas en rincones oscuros, con sacos de huevos anaranjados suspendidos a su lado como racimos de fruta venenosa. Las telarañas estaban salpicadas de caparazones vacíos de insectos, así como los cuerpos de arañas que habían sido presa de sus congéneres. Moscas de la fruta revoloteaban en torno a los asientos, y Ames vio en el suelo, a los pies de Alison Beck, naranjas y peras podridas. Por todas partes chirriaban grillos invisibles, integrados en el pequeño ecosistema que se había creado dentro del coche de la doctora, pero casi toda la actividad procedía de las arañas marrones y compactas que se afanaban en la cara de Alison Beck, deslizándose con suavidad por las mejillas y los párpados y prosiguiendo la construcción de telarañas irregulares que revestían de hilo el interior del coche.

Pero quienes encontraron a Alison Beck se llevaron aún una última sorpresa. Durante la autopsia, cuando le retiraron de la cara la cinta adhesiva y le abrieron la boca, pequeñas bolas rojas y blancas rodaron de sus labios y fueron a parar a la mesa de acero como canicas deformes. Alojadas en el tórax y atrapadas bajo la lengua tenía más. Algunas habían quedado prendidas entre los dientes, aplastadas por las convulsiones de la boca al empezar las picaduras.

Sólo una seguía con vida: la descubrieron en la cavidad nasal, sus patas largas y negras enroscadas. Cuando atenazaron con las pinzas por el abdomen esférico, forcejeó lánguidamente bajo la presión y el reloj de arena rojo que tenía dibujado en su lado inferior pareció pararse de golpe, como una vida interrumpida inesperadamente.

Y bajo la luz intensa de la sala de autopsias los ojos de la viuda negra resplandecieron como pequeñas y oscuras estrellas.

Este mundo es una colmena. La historia es su fuerza de gravedad.

En el extremo norte de Maine, unas figuras avanzan por la carretera, sus siluetas aparecen recortadas contra el cielo de primera hora de la mañana. Las sigue un bulldozer, una grúa y dos camiones pequeños, y el reducido convoy recorre una carretera secundaria en dirección al chapoteo del agua. En el aire flotan risas y palabras soeces, y los penachos de humo de los cigarrillos se elevan y se funden con la bruma matutina. Aunque hay sitio para estos hombres y mujeres en las cajas de los camiones, prefieren caminar y disfrutar del contacto de la tierra bajo sus pies, del aire limpio en los pulmones, de la camaradería de aquellos que pronto acometerán un trabajo físico duro pero dan las gracias por el sol que lucirá suavemente sobre ellos, por la brisa que los refrescará mientras realizan su tarea, y por la amistad de quienes andan a su lado.

Son dos grupos de trabajadores. Los primeros son peones de desbosque, contratados conjuntamente por la Compañía de Servicios Públicos de Maine y la Compañía de Teléfonos y Telégrafos de Nueva Inglaterra para limpiar de árboles y maleza las cunetas de la carretera. Es una labor que debería haberse llevado a cabo en otoño, cuando la tierra estaba seca y despejada, y no a finales de abril, cuando la nieve helada y compacta aún cubre las elevaciones del terreno y en las ramas asoman ya los primeros brotes. Pero hace mucho que los peones dejaron de asombrarse de los métodos de sus superiores y se dan por contentos mientras no llueva cuando recorren el asfalto.

El segundo grupo lo componen los trabajadores contratados por un tal Jean Beaulieu para limpiar de vegetación las orillas del lago St. Froid a fin de preparar el terreno para la construcción de una casa. Es mera coincidencia que los dos grupos se hayan encontrado en el mismo tramo de carretera en esta mañana clara, pero marchan en buena armonía, cruzando comentarios sobre el tiempo y encendiéndose unos a otros los cigarrillos.

A las afueras de la pequeña localidad de Eagle Lake, los trabajadores doblan hacia el oeste por Red River Road, con el río Fish a la izquierda y el edificio de obra vista de la Compañía de las Aguas y el Alcantarillado de Eagle Lake a la derecha. Una pequeña alambrada termina allí donde el río desemboca en el lago St. Froid y empiezan a aparecer casas en la orilla. Por entre las ramas de los árboles se atisba la reluciente superficie del agua.

Pronto otro sonido viene a sumarse al ruido del convoy. En el terreno que queda por encima de ellos de unas casetas de madera unas siluetas: animales grises de pelaje espeso y ojos de mirada aguda e inteligente. Son híbridos de lobo, todos encadenados a sus respectivas casetas con armellas de hierro, que ladran y aúllan cuando los hombres y las mujeres pasan por debajo de ellos, forcejeando para abalanzarse sobre los intrusos en medio del tintineo de cadenas. La cría de estos híbridos es relativamente común en esta parte del estado, una peculiaridad regional que sorprende a los forasteros. Algunos de los trabajadores se detienen y miran. Varios de ellos hostigan a los animales desde la seguridad de la carretera, pero los más prudentes siguen adelante. Saben que es mejor dejar en paz a estas bestias.

Comienza el trabajo acompañado de un coro de motores y de voces, de picos y de palas que rompen la tierra, de motosierras que desgarran las ramas y los troncos de los árboles; y los olores a gasoil, a sudor y a tierra removida se mezclan en el aire. El rudio ahoga los ritmos de la naturaleza: las ranas de bosque aclarándose la garganta, los reclamos de los zorzales ermitaños y los carrizos, los chillidos de un único somorgujo desde el agua.

El día avanza y el sol se desplaza hacia el oeste por encima del lago. En los terrenos de Jean Beaulieu, un hombre se quita el casco, se enjuga la frente con la manga y enciende un pitillo antes de volver al bulldozer. Sube a la cabina, echa marcha atrás lentamente y las notas guturales del áspero ronquido del motor se suman a los sonidos de los hombres y de la naturaleza. Arriba se desatan de nuevo los aullidos, y él mira al hombre de la grúa, a corta distancia, y mueve la cabeza en un gesto de hastío.

Estas tierras han permanecido intactas durante muchos años. La hierba ha crecido larga y silvestre y las matas se aferran con tenacidad al duro suelo. En la cabina, el hombre no tiene motivo alguno para dudar de la firmeza de la orilla donde se encuentra, hasta que un fragor extraño se desata en medio del susurro de los pinos y el zumbido de las sierras. El bulldozer emite un gruñido estridente, como un animal aterrorizado, cuando una enorme cantidad de tierra empieza a desplazarse. Los aullidos de los híbridos cobran mayor intensidad, y algunos, al percibir sonidos nuevos, comienzan a girar en círculo y a forcejear otra vez con las cadenas.

Al hundirse una sección de la orilla afloran las raíces de una picea blanca, que se inclina poco a poco hasta caer al agua creando ondas en la mansa superficie del lago. A su lado, el bulldozer parece quedar suspendido por un momento, con una oruga adherida todavía al suelo y la otra sobre el espacio vacío, y enseguida empieza a ladearse. Huyendo del peligro, el operario salta para apartarse del vehículo mientras éste vuelca y cae ruidosamente en los bajíos. Los otros dejan sus herramientas y se echan a correr hacia él. Se abren paso hasta la nueva orilla, donde las aguas marrones se han apresurado ya a aprovechar el repentino ensanchamiento de las márgenes. Su compañero, empapado y tembloroso, se levanta por su propio pie en el lago, fuerza una sonrisa y alza una mano para indicarles que está bien. Los hombres apiñados en la orilla contemplan el bulldozer allí varado. Un par de ellos lanza desganados vítores. A su izquierda, otra enorme placa de tierra se disgrega y se desploma en el agua, pero ellos apenas se dan cuenta al concentrar sus esfuerzos en ayudar a salir del agua fría a su compañero.

Pero el trabajador en lo alto de la grúa no mira el bulldozer, ni los brazos extendidos para sacar del lago al hombre embebido de agua. Permanece inmóvil, motosierra en mano, y mantiene la mirada fija en la orilla que acaba de quedar al descubierto. Se llama Lyall Dobbs. Tiene mujer y dos hijos y, en este momento, desea con toda su alma estar con ellos. Desea con toda su alma estar en cualquier sitio menos aquí, a orillas del lago St. Froid, mirando los huesos oscurecidos que asoman entre las raíces de los árboles y entre la tierra rota, y el pequeño cráneo que se sumerge lentamente en las frías aguas del lago.

—¿Billy? —grita.

Billy Laughton, el capataz del equipo de desbosque, se aparta del grupo de hombres amontonados en la orilla moviendo la cabeza con expresión de perplejidad.

—¿Sí?

Por un momento, no se oye una sola otra palabra más. Lyall Dobbs tiene de repente la garganta tan seca que es incapaz de producir sonido alguno. Traga saliva y continúa hablando.

—Billy, ¿tenemos algún cementerio cerca?

Laughton arruga la frente. Extrae del bolsillo un mapa plegado y lo examina por un instante. Niega con la cabeza.

—No —contesta sin más.

Dobbs, pálido, lo mira.

—Pues ahora ya lo tenemos.

Este mundo es una colmena.

Uno ha de vigilar dónde pisa.

Y ha de estar preparado para lo que pueda encontrar.