Este mundo es una colmena. Esconde un corazón
hueco.
La verdad de
la naturaleza, escribió el filósofo Demócrito, reside en minas y cavernas
profundas. La estabilidad de aquello que vemos y sentimos bajo nuestros pies es
una ilusión, porque las apariencias engañan. Bajo la superficie hay grietas,
fisuras y bolsas de aire estancado e impuro; estalagmitas y estalactitas y ríos
ignotos oscuros de cauce descendente. Es un lugar de cuevas y cascadas donde el
agua resbala por las piedras, un laberinto de tumores cristalinos y columnas
heladas donde la historia deviene primero futuro y después presente.
Porque, en medio de la oscuridad total, el
tiempo carece de significado.
El ahora forma una capa imperfecta sobre el
pasado; no se asienta bien en todos sus puntos. Las cosas caen y mueren, y su
descomposición crea nuevas capas, aumenta el grosor de la corteza y añade otra
fina membrana que cubre lo que subyace, nuevos mundos que descansan sobre los
restos de mundos anteriores. Día a día, año a año, siglo a siglo, se agregan
capas y se multiplican las imperfecciones. El pasado nunca muere realmente.
Está ahí, a la espera, justo bajo la superficie del presente. Todos tropezamos
de vez en cuando con él, todos, a través de reminiscencias y evocaciones.
Traemos a la memoria antiguos amantes, niños perdidos, padres fallecidos, el
milagro de ese único día en que, aunque sea sólo por un instante, capturamos la
belleza fugaz e inefable del mundo. Éstos son nuestros recuerdos. Los guardamos
celosamente y los consideramos algo muy nuestro, y sabemos dónde encontrarlos
cuando los necesitamos.
Pero a veces no somos nosotros quienes
decidimos: un fragmento del presente se desprende sin más y asoma debajo el
pasado como un hueso viejo. Después, ya nada vuelve a ser como antes y nos vemos
obligados a reconsiderar la forma de lo que creíamos verdadero a la luz de
nuevas revelaciones acerca de su esencia. La verdad se descubre por un mal paso
y por la sensación repentina de que pisamos en falso. El pasado borbolla como
lava líquida y, en su camino, las vidas quedan reducidas a ceniza.
Este mundo es una colmena. Nuestros actos
reverberan en sus profundidades.
Aquí abajo existe una vida oscura: microbios y
bacterias que extraen su energía de sustancias químicas y radiactividad
natural, más antiguos que las primeras células vegetales que dieron color al
mundo de la superficie. Bullen en cada balsa profunda, en cada pozo de mina, en
cada núcleo de hielo. Viven y mueren sin que se los vea.
Pero también hay otros organismos, otros
seres: criaturas que conocen sólo el hambre, entes que existen única y
exclusivamente para cazar y matar. Pululan sin cesar por las cavidades ocultas,
lanzando dentelladas con sus fauces a la noche infinita. Sólo salen a la
superficie cuando no les queda más remedio, y todo ser vivo se aparta de su
camino.
Fueron en busca de Alison Beck.
La doctora Beck tenía sesenta años y
practicaba abortos desde 1974, en la etapa inmediatamente posterior al polémico
caso «Roe contra Wade». Empezó a
dedicarse a la planificación familiar en su juventud, después de la epidemia de
rubeola de principios de los sesenta que tuvo como resultado el que miles de
mujeres dieran a luz niños con graves defectos congénitos. Más tarde se
incorporó abiertamente a la organización feminista NOW y a la Asociación
Nacional por la Despenalización del Aborto, antes de que los cambios por los
que lucharon le permitiesen abrir su propia clínica en Minneapolis. A partir de
entonces desafió a la Red de Acción Pro-Vida de Joseph Scheidler, a sus
indeseados consejeros y a su mafia del megáfono; y en 1989, cuando la Operación
Rescate intentó bloquear el acceso a su clínica, se enfrentó a Randall Terry.
Se opuso a la enmienda Hyde del año 76, que suprimía las ayudas estatales para
la práctica de abortos, y lloró cuando el antiabortista C. Everett Koop fue
nombrado director general de Salud Pública. En tres ocasiones los activistas
pro-vida inyectaron ácido butírico en las paredes de la clínica, y la obligaron
a cerrar sus puertas hasta que se disiparon los efluvios. Le habían pinchado
las ruedas del coche tantas veces que ya había perdido la cuenta, y sólo el
cristal reforzado de la vidriera de la clínica evitó que el edificio ardiese
hasta los cimientos a causa de un artefacto incendiario alojado en un extintor.
Pero en los últimos años las tensiones de su
profesión habían empezado a pasarle factura y aparentaba mucha más edad de la
que tenía. En casi tres décadas había disfrutado de la compañía de sólo un
puñado de hombres. David fue el primero, se casó con él y lo amó, pero David ya
no estaba. Lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y aún conservaba la
camisa que él llevaba puesta aquel día, las manchas de sangre flotando en su
prístina blancura como sombras de oscuros nubarrones. Los hombres con quienes
estuvo después ofrecieron muchas excusas al marcharse, pero a la postre todas
esas excusas se reducían a una esencia única y elemental: el miedo. Alison Beck
era una mujer marcada. Vivía a diario con la clara conciencia de que algunos
preferían verla muerta a permitirle continuar con su trabajo, y pocos hombres
estaban dispuestos a permanecer al lado de una mujer así.
Se sabía los datos de memoria. En Estados
Unidos se habían producido, durante el año anterior, veintisiete agresiones de
extrema violencia contra clínicas donde se practicaban abortos, y habían muerto
dos médicos. A lo largo de los cinco años precedentes habían perecido
asesinadas siete personas entre médicos y ayudantes, y otras muchas habían
resultado heridas en tiroteos y atentados con bombas. Sabía todo esto porque
llevaba unos veinte años documentando los índices de violencia, averiguando los
factores comunes, estableciendo vínculos. Para ella, era la única manera de
llegar a asumir la muerte de David, el único medio de que disponía para
asegurarse de que algo mínimamente bueno surgía de las cenizas de su muerte.
Sus investigaciones sirvieron de apoyo a los centros dedicados a la práctica
del aborto cuando, en la lucha contra sus adversarios, se acogieron con éxito a
la ley RICO para la prevención del crimen organizado, aduciendo una
conspiración a nivel nacional para cerrar las clínicas. Fue una victoria
conseguida a base de grandes esfuerzos.
Sin embargo, poco a poco empezó a ponerse de
manifiesto otro trasfondo: nombres que se repetían y su eco resonaba en los
desfiladeros del tiempo, siluetas que se adivinaban entre las sombras detrás de
algunas acciones violentas. Las convergencias eran perceptibles en apenas media
docena de casos, pero ahí estaban. Alison Beck tenía la firme convicción de que
así era y, al parecer, los demás coincidían con ella. Juntos se acercaban cada
vez más a la verdad.
Pero eso comportaba sus propios riesgos.
Alison tenía instalado en su casa un sistema
de alarma conectado directamente a una empresa de seguridad privada, y en la
clínica siempre había dos guardias armados de servicio. En el armario de su
habitación guardaba un chaleco antibalas, que se ponía para ir y venir de la
clínica pese a la incomodidad que le representaba. Otro idéntico colgaba de una
barandilla de acero en su consulta. Conducía un Porsche Boxster rojo, el único
verdadero lujo que se permitía. Coleccionaba multas por exceso de velocidad del
mismo modo que otros coleccionan sellos.
Alison era muy formal en su indumentaria. Por
norma, vestía una chaqueta tres cuartos desabrochada. Debajo de la chaqueta
llevaba pantalones con cinturón marrón o negro a juego, y prendida del cinturón
una funda Alessi que contenía una pistola Kahr K40 Covert. La Kahr iba provista
de un cargador con cinco balas de calibre 40. Durante una época utilizó
cargadores de seis balas, más largos, pero descubrió que a veces se le
enganchaban en los pliegues de la blusa. La Kahr tenía una empuñadura corta,
idónea para sus manos pequeñas, ya que Alison Beck medía poco más de metro
cincuenta y era de constitución menuda. En un campo de tiro, con el suave
gatillo de doble acción de la Kahr apretado, era capaz de poner las cinco balas
en el corazón de un blanco a diez metros de distancia en menos de diez
segundos.
En el bolso llevaba, además, un aerosol de gas
lacrimógeno y un paralizador cuya descarga de 20.000 voltios dejaba a un hombre
tendido en el suelo boqueando y temblando como un pez fuera del agua. Si bien
nunca había disparado la pistola en un momento de ira, sí se había visto
obligada a utilizar el aerosol en una ocasión cuando un manifestante
antiabortista intentó entrar por la fuerza en su casa. Más tarde recordaría,
con una punzada de vergüenza, que gasear a aquel individuo le había producido
cierta satisfacción. Ella había elegido esa forma de vida —no podía negarlo—,
pero el miedo y la rabia por las restricciones que le había impuesto, así como
el odio y la animadversión de quienes la despreciaban por lo que hacía, la
habían afectado de varias maneras que era reacia a admitir. Aquella noche de
noviembre, con el aerosol en la mano y el hombre bajo y barbudo desgañitándose
y llorando en la entrada de su casa, toda esa tensión y esa cólera salieron de
ella a borbotones simplemente apretando un botón de plástico.
Alison Beck era un personaje conocido, un
personaje público. Si bien residía en una calle arbolada de Minneapolis,
viajaba dos veces al mes a Dakota del Sur, donde pasaba consulta en el hospital
de Sioux Falls. Aparecía con regularidad en la televisión local y nacional para
hacer campaña en contra de lo que, a su juicio, era una gradual erosión del
derecho a elegir de las mujeres. Las clínicas estaban cerrando, había comentado
en una cadena local afiliada a la NBC hacía sólo una semana, y en la actualidad
el ochenta y tres por ciento de los condados de Estados Unidos no disponía de
servicios para la práctica del aborto. Más de treinta miembros del Congreso,
una docena de senadores y cuatro gobernadores se declaraban abiertamente contra
la libre elección de las mujeres con respecto a su propia maternidad.
Entretanto, la Iglesia católica era en ese momento el principal proveedor de
asistencia sanitaria privada del país, y el acceso al aborto, la
esterilización, el control de la natalidad y la fecundación in vitro era cada vez más limitado.
Sin embargo, mientras se hallaba cara a cara
ante una muchacha afable y bien hablada de Derecho a la Vida de Minnesota, que
concentraba sus argumentos en la salud femenina y las nuevas actitudes de una
generación joven que no podía recordar los tiempos anteriores a «Roe v. Wade», Alison Beck empezó a tener la
impresión de que era ella, la médica defensora de los derechos de la mujer,
quien en ese momento parecía estridente e intolerante, quizá no se había dado
cuenta de hasta qué punto estaba cambiando la opinión pública. Eso lo reconoció
en presencia de unos amigos días antes de su muerte.
Pero había otra cosa que despertó sus temores.
Había vuelto a verlo, a aquel extraño pelirrojo, y sabía que estaba estrechando
el cerco en torno a ella, que se proponía actuar contra ella y los demás antes
de que pudieran acabar su labor.
—Pero no pueden haberse enterado —le había
dicho Mercier para tranquilizarla—. Todavía no hemos tomado ninguna medida
contra ellos.
—Te lo aseguro, lo saben. Le he visto. Y…
—¿Sí?
—Esta mañana he encontrado algo en el coche.
—¿Qué? ¿Qué has encontrado?
—Una piel. He encontrado la piel de una araña.
Al crecer, las arañas mudan su exoesqueleto,
se desprenden del viejo y lo sustituyen por uno mayor y menos opresivo en un
proceso conocido como ecdisis. La piel desechada, o exuvio, que Alison Beck
había encontrado en el asiento del acompañante de su coche pertenecía a una
tarántula ornamental autóctona de Ceilán, Poecilotheria
fasciata, un arácnido de hermosos colores pero muy temperamental. Alguien
había escogido esa especie con toda la intención por su capacidad para asustar:
su cuerpo medía alrededor de siete centímetros de largo, coloreado de grises,
cremas y negros, y sus patas abarcaban casi diez centímetros. Alison se
aterrorizó, y sólo cuando advirtió que la forma que veía a su lado no era una
araña viva y coleando se le aplacó un poco el pánico.
Al oír eso, Mercier enmudeció. Al cabo de un
momento le aconsejó que se marchase por un tiempo y le prometió que prevendría
a sus colegas para que permaneciesen alertas.
Y de este modo Alison Beck, en esa última
semana de vida, decidió tomarse unas vacaciones por primera vez en casi dos
años. Planeó ir en coche a Montana, haciendo altos en el camino durante la
primera semana, y visitar luego a una vieja amiga de la universidad en Bozeman.
Desde allí, las dos pensaban viajar al norte hasta el Glacier National Park si
las carreteras no estaban cortadas, ya que aún era abril y tal vez la nieve no
se hubiese fundido por completo.
Al ver que Alison no llegaba el domingo por la
noche como había prometido, su amiga empezó a preocuparse. El lunes a media
tarde seguía sin saber nada de ella y telefoneó a la jefatura del Departamento
de Policía de Minneapolis. Dos agentes, Ames y Frayn, familiarizados ya con la
situación de Alison por incidentes anteriores, fueron enviados a echar un
vistazo a su casa del número 604 de la calle 26 Oeste.
Nadie abrió cuando llamaron al timbre, y la
puerta del garaje estaba firmemente cerrada. Ahuecando las manos en torno a los
ojos, Ames escrutó el interior a través del cristal. En la entrada de la cocina
había dos maletas y, poco más allá, una silla de cocina volcada con las patas
hacia la pared. Segundos después, Ames se calzaba unos guantes, rompía una
ventana lateral y, pistola en mano, entraba en la casa. Frayn se encaminó hacia
la parte posterior y penetró por la puerta de atrás. Era una casa pequeña de
dos plantas, y los agentes no tardaron en constatar que estaba vacía. Una
puerta comunicaba la cocina con el garaje. Al otro lado del cristal esmerilado
se distinguía claramente el contorno del Boxster de Alison Beck.
Ames respiró hondo y abrió la puerta.
El garaje estaba a oscuras. Echó mano de la
linterna del cinturón y la encendió. Por un momento, cuando el haz de luz
iluminó el coche, no supo qué tenía ante los ojos. Al principio creyó que se
había resquebrajado el parabrisas, pues unas finas líneas se extendían por él
en todas las direcciones irradiando de cúmulos irregulares que salpicaban el
cristal como orificios de bala e impidiendo ver el interior del coche. Después,
cuando se aproximó a la puerta del conductor, tuvo la impresión de que, de
algún modo, el coche se había llenado de algodón de azúcar, pues las ventanas,
por dentro, parecían recubiertas de hebras blancas y suaves. Sólo cuando
alumbró de cerca el parabrisas y algo veloz y marrón se deslizó por el vidrio
como una exhalación comprendió qué era aquello.
Era una telaraña, con sus plateados filamentos
a la luz de la linterna. Bajo la tela se dibujaba una silueta oscura, erguida
en el asiento del conductor.
—¿Doctora Beck? —dijo. Apoyó la mano
enguantada en la manija de la puerta y tiró.
Le llegó el sonido de los pegajosos hilos al
partirse, y la sedosa tela tembló en el aire cuando la puerta se abrió. Algo
cayó a los pies de Ames con un ruido blando y sordo, apenas audible. Al bajar
la vista, vio una diminuta araña marrón que avanzaba por el suelo de cemento
hacia su pie derecho. Era una araña reclusa, de poco más de un centímetro de
largo, con un surco oscuro longitudinal en el dorso. De manera instintiva
levantó el zapato con puntera de acero y la aplastó. Por un instante se
preguntó si aquello constituía una destrucción de pruebas, hasta que miró
dentro del coche y se dio cuenta de que, a efectos reales, lo mismo habría sido
que robase un grano de arena de la orilla del mar o hurtase una única gota de
agua del océano.
Alison Beck estaba atada al asiento en ropa
interior. Le habían envuelto la cabeza con cinta adhesiva gris, que le cubría
la boca y la inmovilizaba contra el cabezal. Tenía la cara hinchada, casi
irreconocible, y manchas de descomposición en el cuerpo, y un cuadrado de carne
roja a la vista justo por debajo del cuello, donde le habían extraído una
sección de piel.
Sin embargo, la desintegración del cuerpo
quedaba disimulada por los fragmentos de telaraña que la cubrían como un velo
blanco hecho jirones, y el rostro aparecía casi oculto por densas acumulaciones
de hilo. Alrededor correteaban pequeñas arañas marrones sobre sus patas
arqueadas, que, al percibir el cambio en el aire, contraían los palpos; otras
permanecían apiñadas en rincones oscuros, con sacos de huevos anaranjados
suspendidos a su lado como racimos de fruta venenosa. Las telarañas estaban
salpicadas de caparazones vacíos de insectos, así como los cuerpos de arañas
que habían sido presa de sus congéneres. Moscas de la fruta revoloteaban en
torno a los asientos, y Ames vio en el suelo, a los pies de Alison Beck,
naranjas y peras podridas. Por todas partes chirriaban grillos invisibles,
integrados en el pequeño ecosistema que se había creado dentro del coche de la
doctora, pero casi toda la actividad procedía de las arañas marrones y
compactas que se afanaban en la cara de Alison Beck, deslizándose con suavidad
por las mejillas y los párpados y prosiguiendo la construcción de telarañas
irregulares que revestían de hilo el interior del coche.
Pero quienes encontraron a Alison Beck se
llevaron aún una última sorpresa. Durante la autopsia, cuando le retiraron de
la cara la cinta adhesiva y le abrieron la boca, pequeñas bolas rojas y blancas
rodaron de sus labios y fueron a parar a la mesa de acero como canicas
deformes. Alojadas en el tórax y atrapadas bajo la lengua tenía más. Algunas
habían quedado prendidas entre los dientes, aplastadas por las convulsiones de
la boca al empezar las picaduras.
Sólo una seguía con vida: la descubrieron en
la cavidad nasal, sus patas largas y negras enroscadas. Cuando atenazaron con
las pinzas por el abdomen esférico, forcejeó lánguidamente bajo la presión y el
reloj de arena rojo que tenía dibujado en su lado inferior pareció pararse de
golpe, como una vida interrumpida inesperadamente.
Y bajo la luz intensa de la sala de autopsias
los ojos de la viuda negra resplandecieron como pequeñas y oscuras estrellas.
Este
mundo es una colmena. La historia es su fuerza de gravedad.
En el extremo norte de Maine, unas figuras
avanzan por la carretera, sus siluetas aparecen recortadas contra el cielo de
primera hora de la mañana. Las sigue un bulldozer, una grúa y dos camiones
pequeños, y el reducido convoy recorre una carretera secundaria en dirección al
chapoteo del agua. En el aire flotan risas y palabras soeces, y los penachos de
humo de los cigarrillos se elevan y se funden con la bruma matutina. Aunque hay
sitio para estos hombres y mujeres en las cajas de los camiones, prefieren
caminar y disfrutar del contacto de la tierra bajo sus pies, del aire limpio en
los pulmones, de la camaradería de aquellos que pronto acometerán un trabajo
físico duro pero dan las gracias por el sol que lucirá suavemente sobre ellos,
por la brisa que los refrescará mientras realizan su tarea, y por la amistad de
quienes andan a su lado.
Son dos grupos de trabajadores. Los primeros
son peones de desbosque, contratados conjuntamente por la Compañía de Servicios
Públicos de Maine y la Compañía de Teléfonos y Telégrafos de Nueva Inglaterra
para limpiar de árboles y maleza las cunetas de la carretera. Es una labor que
debería haberse llevado a cabo en otoño, cuando la tierra estaba seca y despejada,
y no a finales de abril, cuando la nieve helada y compacta aún cubre las
elevaciones del terreno y en las ramas asoman ya los primeros brotes. Pero hace
mucho que los peones dejaron de asombrarse de los métodos de sus superiores y
se dan por contentos mientras no llueva cuando recorren el asfalto.
El segundo grupo lo componen los trabajadores
contratados por un tal Jean Beaulieu para limpiar de vegetación las orillas del
lago St. Froid a fin de preparar el terreno para la construcción de una casa.
Es mera coincidencia que los dos grupos se hayan encontrado en el mismo tramo
de carretera en esta mañana clara, pero marchan en buena armonía, cruzando
comentarios sobre el tiempo y encendiéndose unos a otros los cigarrillos.
A las afueras de la pequeña localidad de Eagle
Lake, los trabajadores doblan hacia el oeste por Red River Road, con el río
Fish a la izquierda y el edificio de obra vista de la Compañía de las Aguas y
el Alcantarillado de Eagle Lake a la derecha. Una pequeña alambrada termina
allí donde el río desemboca en el lago St. Froid y empiezan a aparecer casas en
la orilla. Por entre las ramas de los árboles se atisba la reluciente
superficie del agua.
Pronto otro sonido viene a sumarse al ruido
del convoy. En el terreno que queda por encima de ellos de unas casetas de
madera unas siluetas: animales grises de pelaje espeso y ojos de mirada aguda e
inteligente. Son híbridos de lobo, todos encadenados a sus respectivas casetas
con armellas de hierro, que ladran y aúllan cuando los hombres y las mujeres
pasan por debajo de ellos, forcejeando para abalanzarse sobre los intrusos en
medio del tintineo de cadenas. La cría de estos híbridos es relativamente común
en esta parte del estado, una peculiaridad regional que sorprende a los
forasteros. Algunos de los trabajadores se detienen y miran. Varios de ellos
hostigan a los animales desde la seguridad de la carretera, pero los más
prudentes siguen adelante. Saben que es mejor dejar en paz a estas bestias.
Comienza el trabajo acompañado de un coro de
motores y de voces, de picos y de palas que rompen la tierra, de motosierras
que desgarran las ramas y los troncos de los árboles; y los olores a gasoil, a
sudor y a tierra removida se mezclan en el aire. El rudio ahoga los ritmos de
la naturaleza: las ranas de bosque aclarándose la garganta, los reclamos de los
zorzales ermitaños y los carrizos, los chillidos de un único somorgujo desde el
agua.
El día avanza y el sol se desplaza hacia el
oeste por encima del lago. En los terrenos de Jean Beaulieu, un hombre se quita
el casco, se enjuga la frente con la manga y enciende un pitillo antes de
volver al bulldozer. Sube a la cabina, echa marcha atrás lentamente y las notas
guturales del áspero ronquido del motor se suman a los sonidos de los hombres y
de la naturaleza. Arriba se desatan de nuevo los aullidos, y él mira al hombre
de la grúa, a corta distancia, y mueve la cabeza en un gesto de hastío.
Estas tierras han permanecido intactas durante
muchos años. La hierba ha crecido larga y silvestre y las matas se aferran con
tenacidad al duro suelo. En la cabina, el hombre no tiene motivo alguno para
dudar de la firmeza de la orilla donde se encuentra, hasta que un fragor
extraño se desata en medio del susurro de los pinos y el zumbido de las
sierras. El bulldozer emite un gruñido estridente, como un animal aterrorizado,
cuando una enorme cantidad de tierra empieza a desplazarse. Los aullidos de los
híbridos cobran mayor intensidad, y algunos, al percibir sonidos nuevos,
comienzan a girar en círculo y a forcejear otra vez con las cadenas.
Al hundirse una sección de la orilla afloran
las raíces de una picea blanca, que se inclina poco a poco hasta caer al agua
creando ondas en la mansa superficie del lago. A su lado, el bulldozer parece
quedar suspendido por un momento, con una oruga adherida todavía al suelo y la
otra sobre el espacio vacío, y enseguida empieza a ladearse. Huyendo del
peligro, el operario salta para apartarse del vehículo mientras éste vuelca y
cae ruidosamente en los bajíos. Los otros dejan sus herramientas y se echan a
correr hacia él. Se abren paso hasta la nueva orilla, donde las aguas marrones
se han apresurado ya a aprovechar el repentino ensanchamiento de las márgenes.
Su compañero, empapado y tembloroso, se levanta por su propio pie en el lago,
fuerza una sonrisa y alza una mano para indicarles que está bien. Los hombres
apiñados en la orilla contemplan el bulldozer allí varado. Un par de ellos
lanza desganados vítores. A su izquierda, otra enorme placa de tierra se
disgrega y se desploma en el agua, pero ellos apenas se dan cuenta al
concentrar sus esfuerzos en ayudar a salir del agua fría a su compañero.
Pero el trabajador en lo alto de la grúa no
mira el bulldozer, ni los brazos extendidos para sacar del lago al hombre
embebido de agua. Permanece inmóvil, motosierra en mano, y mantiene la mirada
fija en la orilla que acaba de quedar al descubierto. Se llama Lyall Dobbs.
Tiene mujer y dos hijos y, en este momento, desea con toda su alma estar con
ellos. Desea con toda su alma estar en cualquier sitio menos aquí, a orillas
del lago St. Froid, mirando los huesos oscurecidos que asoman entre las raíces
de los árboles y entre la tierra rota, y el pequeño cráneo que se sumerge
lentamente en las frías aguas del lago.
—¿Billy? —grita.
Billy Laughton, el capataz del equipo de
desbosque, se aparta del grupo de hombres amontonados en la orilla moviendo la
cabeza con expresión de perplejidad.
—¿Sí?
Por un momento, no se oye una sola otra
palabra más. Lyall Dobbs tiene de repente la garganta tan seca que es incapaz de
producir sonido alguno. Traga saliva y continúa hablando.
—Billy, ¿tenemos algún cementerio cerca?
Laughton arruga la frente. Extrae del bolsillo
un mapa plegado y lo examina por un instante. Niega con la cabeza.
—No —contesta sin más.
Dobbs, pálido, lo mira.
—Pues ahora ya lo tenemos.
Este mundo es una colmena.
Uno ha de vigilar dónde pisa.
Y ha de estar preparado para lo que pueda
encontrar.