Para escribir lo
que sigue calzo zapatos de charol por vez primera desde hace mucho tiempo,
zapatos que no consigo llevar por mucho tiempo, pues me aprietan terriblemente.
Suelo ponérmelos antes de empezar una conferencia. El doloroso constreñimiento
que ejercen sobre mis pies tiene la virtud de acentuar al máximo mis facultades
de orador. Este tormento agudo y agobiante hace que cante como un ruiseñor, o
como uno de estos cantantes napolitanos, que, a su vez, calzan zapatos
estrechos. La porfía física visceral, la tortura avasalladora provocada por mis
zapatos de charol, me fuerzan a derramar palabras repletas de verdades
condensadas, sublimes, engendradas gracias a la suprema inquisición del dolor
que padecen mis pies. Me pongo, pues, los zapatos y empiezo a escribir, de una
forma masoquista y sin apresuramientos, toda la verdad acerca de mi expulsión
del grupo surrealista.1 No me importan las calumnias que sobre mi
persona pueda proferir André Breton, quien no me
1. El manuscrito
original de este episodio se titula El
mito de Guillermo Tell – Toda la verdad sobre mi expulsión del grupo
surrealista, y se encuentra en la
biblioteca de la Universidad de Texas, Austin. (N. de R.D.)
perdona haber
sido el último y único surrealista que existe, pero es necesario que todo el
mundo sepa algún día, cuando se publiquen estas páginas, cómo sucedieron en
realidad los hechos. Para ello, es ineludible que me remonte a mi infancia.
Nunca supe ser un alumno mediocre. Unas veces, parecía negado a toda enseñanza,
dando muestras de la inteligencia más obtusa, y otras veces me lanzaba al
estudio con un frenesí, una paciencia y una voluntad de aprender que
desconcertaban a todo el mundo. Pero, para que mi celo se sintiera estimulado,
había que ofrecerme forzosamente algo que me complaciera. Entonces, atraído por
lo que se me ofrecía, mostraba un apetito insaciable.
Mi primer
profesor, don Esteban Trayter,2 se pasó un año entero repitiéndome
que Dios no existía. Para hacer mayor hincapié, añadía que la religión era
«cosa de
2. Dalí ha
hablado en su obra La vida secreta de este extraño profesor
que, durante su primer año escolar, le hizo olvidar los pocos conocimientos (el
alfabeto y los números) que Dalí tenía. (Nota de Michel Déon, a cuyo cargo
estuvo la edición francesa, de 1964, de esta obra. Robert Descharnes, que,
además de la iconografía, se ocupado de anotar esta edición, mantiene casi
todas las notas de Michel Déon y añade algunas. En adelante, al final de cada
nota se indicará su procedencia.)
mujeres». A pesar
de mi escasa edad, esta idea me seducía. Se me antojaba de una autenticidad
resplandeciente. Tenía ocasión de comprobarla a diario en mi familia, donde
únicamente las mujeres frecuentaban la iglesia, pues mi padre, que se
proclamaba librepensador, se negaba a hacerlo. Para reafirmar la independencia
de sus ideas, sembraba el más insignificante de sus discursos con blasfemias
desmesuradas y pintorescas. Si alguien se lo reprochaba, se complacía en
repetir el aforismo de su amigo Gabriel Alomar: «La blasfemia constituye el
ornato más bello del idioma catalán».
En otra parte he
empezado a relatar la trágica vida de mi padre. Es digna de Sófocles. Mi padre
fue, en efecto, no ya sólo el hombre
a quien más he admirado, sino también al que más he imitado, y pese a eso no he
dejado de hacerle sufrir. Ruego a Dios que le guarde en su santa gloria, en
donde tengo la seguridad de que se encuentra ya, pues sus últimos tres años se
vieron jalonados por una profunda crisis religiosa que le valió el consuelo y
la bendición postrera de los últimos sacramentos.
Pero en esa época
de mi infancia, cuando mi espíritu se afanaba por saber, no encontraba en la
biblioteca de mi padre otra cosa que libros ateos. Hojeándolos, aprendí con
todo celo, sin dejar prueba alguna al azar, que Dios no existe. Leí con una
paciencia inaudita a los enciclopedistas, que hoy me parecen aburridas hasta lo
insoportable. El Diccionario filosófico de
Voltaire me suministraba en cada una de sus páginas argumentos de hombres de
leyes (iguales a los de mi padre, que ejercía de notario) sobre la inexistencia
de Dios.
Cuando descubrí a
Nietzsche, me quedé atónito. Vi que tenía la audacia de afirmar en letras de
molde: «¡Dios ha muerto!». ¿Cómo se explicaba eso? ¡Llevaba yo tiempo
aprendiendo que Dios no existía, y ahora alguien me comunicaba su defunción!
Zaratustra se me antojaba un héroe fabuloso, cuya grandeza del alma yo
admiraba, pero al mismo tiempo se daba a conocer con unas puerilidades que yo,
Dalí, hacía mucho que había superado. ¡Llegaría un día en que yo habría de ser
más grande que él! El día en que empecé a leer Así hablaba Zaratustra, me formé ya mi concepto de Nietzsche.
¡Era un hombre débil, que había tenido
la debilidad de volverse loco! Estas reflexiones me proporcionaron los
elementos de mi primera consigna, aquella que, andando el tiempo, acabaría por
convertirse en el lema de mi vida: «¡La única diferencia entre un loco y yo es
que yo no estoy loco!». En tres días terminé de asimilar y digerir a Nietzsche.
Finalizada tan opípara comida, sólo me faltaba abordar un detalle de la
personalidad del filósofo, un último hueso que roer: ¡sus bigotes! Más tarde,
Federico García Lorca, fascinado por los bigotes de Hitler, proclamaría que
«los bigotes constituyen la constante trágica del rostro del hombre». ¡Hasta en
los bigotes iba yo a superar a Nietzsche! Los míos no serían deprimentes,
catastróficos, repletos de música wagneriana y de brumas. Serían afilados,
imperialistas, ultrarracionalistas y apuntarían hacia el cielo, como el
misticismo vertical, como los sindicatos verticales españoles.
Si, por una
parte, Nietzsche, en lugar de reafirmarme en mi ateísmo, hizo germinar por
primera vez en mi espíritu los interrogantes y las dudas de la inspiración
pre-mística, que en 1951 cuajarían de la forma más gloriosa, con ocasión de la
proclama de mi Manifiesto,3 por otra, su personalidad, su sistema
piloso y su intransigencia hacia las virtudes lacrimógenas y esterilizantes del
cristianismo, contribuyeron, en mi interior, a
3. Salvador Dalí,
Manifeste mystique [Manifiesto místico], París, 1952. (N. de M.D.)
desarrollar mis
instintos antisociales y antifamiliares y, en lo que respecta a lo externo, a
definir mi figura. A partir del instante en que leí Zaratustra, me dejé crecer unas patillas hirsutas que cubrieron mis
mejillas hasta la misma comisura de los labios, mientras que mis cabellos de
ébano crecieron como los de una mujer. Nietzsche despertó en mí la idea de
Dios. Pero, al mismo tiempo, el arquetipo que ofreció a mi admiración y a mi
imitación bastó para que me expulsaran de la familia. Me vi repudiado por haber
estudiado con exceso de celo y seguido al pie de la letra la enseñanza atea y
anarquizante de los libros de mi progenitor, que no estaba en modo alguno
dispuesto a tolerar que yo le superara en nada, y mucho menos a consentir que
mis blasfemias fuesen aún peores que las suyas.
Los cuatro años
que precedieron a mi expulsión del seno de la familia los viví en un estado de
constante y acusada «subversión espiritual». Fueron cuatro años auténticamente
nietzscheanos para mí. Mi vida en aquellos tiempos resultaría incomprensible si
no la situáramos en aquel ambiente. Fue la época en que estuve encarcelado en
Gerona,4 en que uno de mis cuadros, destinado al Salón de Otoño de
Barcelona,5 fue rechazado a causa de su obscenidad, y en que
escribía cartas llenas de injurias, firmadas junto con Buñuel y dirigidas a los
médicos humanistas y a las
4. Detenido por
motivos políticos en Figueras hacia el 20 de mayo de 1924 y después trasladado
a Gerona, Salvador Dalí fue puesto en libertad el 12 de junio de ese mismo año
por orden del juez militar Fernández. (N. de R.D.)
5. «III Saló de Tardor», Salón de Otoño,
en la Sala Parés de Barcelona, del 6 al 28 de octubre de 1928. (N. de R.D.)
personalidades
más prestigiosas de España, incluido el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez. La
mayoría de estas manifestaciones eran perfectamente injustas, pero yo pretendía
de este modo afirmar mi «voluntad de poder» y demostrarme a mí mismo que seguía
siendo inmune a los remordimientos. Mi superhombre estaba destinado a ser nada
menos que una mujer, la supermujer Gala.
Cuando los
surrealistas descubrieron en casa de mi padre, en Cadaqués, el cuadro que yo
acababa de pintar y que Paul Éluard bautizó como El juego lúgubre,6
quedaron escandalizados por los elementos anales y escatológicos de la
imagen representada. Gala, más que nadie, desaprobó mi obra con un ardor que
aquel día me exasperó, pero que después he aprendido a reverenciar. Me disponía
a entrar en el grupo surrealista, cuyas temas y consignas acababa de estudiar
concienzudamente, desmenuzándolos hasta llegar al último huesecillo. Me
imaginaba que se trataba de trasladar el
6. Este cuadro de
Salvador Dalí sugirió a Georges Bataille un ensayo sobre el complejo de
inferioridad, publicado en Documents, n.° 7, París, diciembre de 1929. (N.
de R.D.)
pensamiento al
lienzo de una forma espontánea, sin el menor escrúpulo racional, estético o
moral. Pero resultó que, antes incluso de entrar realmente en el grupo con la
mejor buena fe posible, se ejercieron sobre mí coerciones parecidas a las que
me imponía mi familia. Gala fue la primera en advertirme que entre los
surrealistas iba a padecer los mismos vetos que en otras partes y que, en el
fondo, todos eran unos malditos burgueses. Mi fuerza, profetizó ella, radicaría
en mantenerme equidistante de todos los movimientos artísticos y literarios.
Con una intuición que superaba entonces a la mía, Gala añadió que la
originalidad de mi método crítico-paranoico de análisis le hubiera bastado a cualquier
miembro del grupo para crear una nueva escuela. Mi dinamismo nietzscheano se
negaba a escuchar a Gala. Me negaba de una forma categórica a considerar a los
surrealistas como a un grupo literario y artístico más. Les suponía capaces de
liberar al hombre de la tiranía «del mundo práctico racional». Yo aspiraba a
convertirme en el Nietzsche de lo irracional. Yo, el racionalista convencido,
era el único que sabía lo que buscaba; no me sometería a lo irracional por lo
irracional, a lo irracional narcisista y receptivo, como hacían los demás, sino
que, muy al contrario, lucharía por la «conquista de lo irracional».7
Entretanto, mis
7. Salvador Dalí,
La conquête de l'irrationnel [La
conquista de lo irracional], Éditions Surréalistes, París, 1935. Véase el Apéndice
número 5. (N. de M.D.)
amigos se dejaron
sitiar por lo irracional, y sucumbieron, como tantos otros, Nietzsche incluido,
a esta debilidad romántica.
En resumen,
embebido de todo lo que los surrealistas habían publicado, con el beneplácito
de Lautréamont y del marqués de Sade, hice mi entrada en el grupo, armado de
una buena fe ciertamente jesuítica, pero conservando en el fondo la intención
de convertirme rápidamente en su jefe. ¿A santo de qué iba a sentirme
incomodado por escrúpulos cristianos hacia mi nuevo padre, André Breton, cuando
no los había tenido para quien me había dado realmente el ser?
Me tomé, pues, el
surrealismo al pie de la letra, sin despreciar la sangre ni los excrementos de
los que sus prosélitos nutrían sus diatribas. Al igual que me había esmerado en
convertirme en un perfecto ateo leyendo los libros de mi padre, también fui un
estudiante de los surrealismos tan concienzudo que rápidamente me convertí en
el único «surrealista integral». Hasta tal punto que acabaron por expulsarme
del grupo8 por ser excesivamente surrealista. Los motivos alegados
me parecieron de la misma clase que aquellos que habían provocado mi expulsión
del círculo familiar. Una vez más, Gala-Gradiva, «la que se adelanta», «la
inmaculada intuición», había tenido razón. Ahora ya
8. De hecho, la
expulsión de Dalí fue más bien simbólica, ya que muchos miembros del grupo
surrealista, entre los ellos Éluard y Crevel, no participaron en la reunión que
tuvo lugar en casa de André Breton el 5 de febrero de 1934. (Véase pág. 25/OJO)
(N. de R.D.)
puedo decir que,
de todas mis certidumbres, tan sólo dos no se justifican por mi voluntad de
poder: una es mi Fe, recobrada desde 1949, y otra es que Gala tendrá siempre
razón en lo que se refiere a mi porvenir.
Cuando Breton
descubrió mi pintura, se mostró disgustado a causa de los elementos
escatológicos que la mancillaban. Esto me dejó atónito. Yo me estrenaba en la
m..., lo que, desde el punto de vista del psicoanálisis, sería interpretado más
tarde como el feliz presagio del oro que amenazaba –¡felizmente!– con
desparramarse sobre mí. Con toda insidia, intenté hacer creer a los
surrealistas que esos elementos escatológicos no podían por menos que traerle
suerte al movimiento. No vacilé en invocar en mi auxilio la iconografía
digestiva de todos los tiempos y de todas las civilizaciones: la gallina de los
huevos de oro, el delirio intestinal de Danae, el asno de los excrementos
dorados, pero no quisieron escucharme. Así pues, tomé rápidamente una decisión.
Dado que no querían saber nada de la m... que yo tan generosamente les ofrecía,
guardaría esos tesoros y ese oro para mí. El famoso anagrama, trabajosamente
elaborado por Breton veinte años después, «Avida Dollars», hubiera ya podido
lanzarse en aquella época.
No necesité pasar
más de una semana en el seno del grupo surrealista para descubrir que Gala
tenía toda la razón. Toleraron, hasta cierto punto, mis elementos
escatológicos. Pero, en cambio, ciertas otras cosas fueron declaradas «tabú».
Reconocí en todo eso las mismas prohibiciones que me imponían en el seno de mi
familia. Me autorizaban la sangre. Podía añadirle un poco de caca. Pero no
tenía derecho a emplear sólo la caca. Me autorizaban a representar sexos, pero
no fantasías anales. ¡Cualquier clase de ano era observado de modo muy
sospechoso! Las lesbianas les gustaban mucho, pero no los pederastas. En los
sueños podía utilizar sin limitaciones el sadismo, los paraguas y las máquinas
de coser, pero, excepto para los profanos, todo elemento religioso,
incluso de carácter místico, me estaba prohibido. Si soñaba simplemente con una
madonna de Rafael sin blasfemias aparentes, me prohibían hablar de
ello...
Como ya dije
antes, me hice cien por cien surrealista. Consciente de mi buena fe, me decidí
a llevar adelante mi experiencia hasta sus consecuencias más extremas y
contradictorias. Me sentía dispuesto a proceder con esa hipocresía mediterránea
y paranoica de cuya perversidad conozco todos los secretos. Lo importante, para
mí, era cometer el máximo número de pecados, por más que ya me deslumbraran los
poemas de san Juan de la Cruz, que hasta el momento sólo conocía por habérselos
oído recitar a García Lorca. Tenía ya el presentimiento de que, más adelante,
la cuestión religiosa iba a plantearse seriamente en mi vida. A imitación de
san Agustín que, mientras se entregaba al libertinaje y a los placeres
orgiacos, rogaba a Dios que le otorgara la fe, yo invocaba al cielo añadiendo:
«Sí, pero no enseguida. Un poco más adelante...». Antes de que mi vida se
convirtiera en lo que es hoy día –un ejemplo de ascetismo y virtud–, quería
agarrarme a mi ilusorio surrealismo de pervertido poliforme, aunque sólo fuera
durante tres minutos más, como el durmiente que se afana por retener las
postreras migajas de un sueño dionisiaco. El Dionisio nietzscheano me acompañó
por doquier como paciente ama de cría, y muy pronto me di cuenta de que al ama
le salía un moño y de que su manga se engalanaba con un brazal con una cruz
gamada. Toda la cuestión iba a engamarse –¡perdón!– a enredarse entre los
mismos que, además de chochear, ya no sabían hacer otra cosa que enredar.
Jamás negué a mi
flexible y fecunda imaginación los métodos de investigación más rigurosos.
Éstos no hicieron más que proporcionar algo de disciplina a mi insaciable
voracidad congénita. Por eso, diariamente me esforzaba para que el grupo
surrealista aceptara una idea o una imagen que estuviera en completa
contradicción con el «gusto surrealista». Todo lo que constituía mi aportación
contrariaba, en efecto, sus deseos. ¡No apreciaban los anos! Pues yo, con
astucia, se los abastecía con prodigalidad, aunque bien disimulados y, de
preferencia, maquiavélicos. Si creaba un objeto surrealista en el que no
aparecía ninguna fantasía de esta índole, el funcionamiento simbólico de este
objeto era exactamente el de un ano. Así, al automatismo puro y pasivo, yo
oponía el pensamiento estimulante de mi famoso método crítico-paranoico de
análisis. Al entusiasmo por Matisse y las tendencias abstractas, oponía aún la
técnica ultrarretrógrada y subversiva de Meissonier. Para arrinconar a los
objetos primitivos, lanzaba los objetos ultra civilizados del Modern Style que
coleccionábamos con Dior y que algún día harían su reaparición en el mundo de
la moda con el New look.
Precisamente
cuando Breton no quería oír hablar de religión, yo me disponía, por supuesto, a
inventar una nueva religión que sería a la vez sádica, masoquista, onírica y
paranoica. Fue la lectura de las obras de Auguste Comte la que me proporcionó
la idea de mi religión. Tal vez el grupo surrealista llegara a conseguir lo que
el filósofo no había podido alcanzar. Como medida previa, me era imprescindible
lograr que al futuro gran sacerdote, André Breton, se interesara por la
mística. Yo trataba de explicarle que, si aquello que nosotros defendíamos era
verdadero, debíamos dotarlo de un contenido místico y religioso. Confieso que,
ya en aquella época, presentía que volveríamos humildemente a la verdad de la
religión católica, apostólica y romana, que poco a poco me iba deslumbrando con
su gloria. A mis explicaciones, Breton respondía con una sonrisa, para acabar
aludiendo siempre a Feuerbach, a quien debemos ahora el conocimiento de que la
filosofía cuenta con fugitivos idealistas, cosa que ignorábamos entonces.
Mientras yo leía
a Auguste Comte para que mi nueva religión se asentara sobre bases sólidas,
Gala resultó ser la más positivista de nosotros dos. Ella se pasaba
prácticamente el día entero en las tiendas de material de pintura, en
anticuarios y casas de restauradores de lienzos para comprarme pinceles,
barnices y todos los útiles que, el día en que me decidiera a dejar de encolar
cromos y pedazos de papel en mis lienzos, me permitirían pintar de una forma
auténtica. Me negaba, por supuesto, a oír hablar de técnica en el momento en que
creaba la cosmogonía daliniana, con sus relojes blandos, que profetizaban la
desintegración de la materia, con sus huevos fritos sin plato, con sus fosfenos
alucinantes y angélicos, reminiscencias de mi paraíso intrauterino perdido el
día de mi nacimiento. Ni siquiera tenía tiempo para pintar como era debido. Era
necesario que se interpretase el sentido de mi mensaje. La generación que me
sucedería se encargaría de perfilar y terminar mi obra. Gala no compartía esta
opinión. Como una madre con un hijo inapetente, no paraba de insistir:
–Vamos, pequeño
Dalí, prueba este producto rarísimo. Es ámbar líquido, ámbar que no ha sido
calentado. Dicen que ya Vermeer se servía de él para sus pinturas.
Coo aire asqueado
y nostálgico, lo probaba y le comentaba:
–¡Pues sí!,
parece que este ámbar tiene cualidades. Pero sabes muy bien que no tengo tiempo
para dedicarme a estas tonterías. He de ocuparme de cosas más interesantes.
¡Porque tengo una idea! ¡Una idea que escandalizará a todo el mundo, sobre todo a los surrealistas!
Nadie podrá echarme nada en cara, pues ya he soñado dos veces con este nuevo
Guillermo Tell. Se trata de Lenin. Quiero pintarlo con unas nalgas de tres
metros de largo sostenidas por una muleta.9 Necesitaré para eso una
tela de cinco metros y medio... Pintaré a mi Lenin con su apéndice lírico,
aunque eso me cueste la
9. El enigma de Guillermo Tell (1933), óleo sobre tela, 201,5 x 346
cm, Moderna Museet, Estocolmo. (N. de R.D.)
expulsión del
grupo surrealista. Sostendrá en sus brazos a un chiquillo que seré yo. Pero él
me mirará con ojos de caníbal y yo gritaré asustado: “¡Quiere comérseme!”...
»Eso no se lo
diré a Breton –añadía yo–. ¡Tan abstraído estoy en mis profundas lucubraciones
especulativas que, en esos trances, con frecuencia se me mojan los calzoncillos!
–De acuerdo
–repetía Gala con dulzura–. Mañana te traeré ámbar disuelto en aceite de
espliego. Esto vale una fortuna, pero quisiera que te sirvieras de él para
pintar a tu nuevo Lenin.
Ante mi más
profunda decepción, las nalgas líricas de Lenin no escandalizaron a mis amigos
surrealistas. Esta misma decepción tuvo la virtud de estimularme. Podía, pues,
ir más lejos..., intentar lo imposible. Solamente Aragon se indignó al ver mi
máquina de pensar adornada de cubiletes repletos de leche caliente.
–¡Se acabaron las
excentricidades de Dalí! –exclamó hecho una furia–. En adelante, la leche será
para los hijos de los parados.
Breton se puso de
mi lado. Aragon se cubrió de ridículo. Hasta mi familia hubiera tomado a risa
mi idea, pero él seguía ya una ideología política definida que le llevaría allí
donde él se encuentra en la actualidad, es decir, prácticamente a ninguna
parte.
Entretanto, Hitler
hitlerizaba, y un día pinté a un ama de cría nazi haciendo punto, sentada por
inadvertencia en un gran charco de agua.10 Ante la insistencia de
algunos de mis más íntimos amigos surrealistas, tuve que borrar de su brazal la
cruz gamada. Jamás hubiera sospechado la emoción que esta cruz suscitaba. Yo
estaba hasta
10. El espectro y el fantasma (1933-1934), óleo sobre tela, 100 x 73 cm, antigua colección Ygor Markevitch. (N.
de R. D.)
tal punto obsesionado
con ella que concentré mi delirio en la personalidad de Hitler, que en mi
fantasía se me aparecía siempre transformado en mujer. Gran número de lienzos
que pinté en aquella época fueron destruidos al invadir Francia el ejército
alemán. A mí me fascinaban las caderas blandas y rollizas de Hitler, siempre
tan bien enfajadas en su uniforme. Cada vez que empezaba a pintar la correa de
cuero que, partiendo de su cintura, pasaba al hombro opuesto, la blandura de
aquella carne hitleriana, comprimida bajo la guerrera militar, suscitaba en mí
tal éxtasis gustativo, lechoso, nutritivo y wagneriano que mi corazón palpitaba
violentamente, una emoción tan rara en mí que ni siquiera me ocurría en la
práctica del amor. La carne rolliza de Hitler, que me la imaginaba como la más
divina carne de una mujer de cutis blanquísimo, me tenía realmente fascinado.
Consciente, a pesar de todo, de la naturaleza psicopatológica de semejante
sucesión de arrebatos, yo me repetía, arrobado, a mis propios oídos:
–¡Esta vez sí,
esta vez creo que rozo por fin la auténtica locura!
Y a Gala:
–Tráeme ámbar
disuelto en aceite de espliego y los pinceles más finos del mundo. Nada será lo
bastante delicado como para pintar, a la manera de Meissonier, el delirio
supernutritivo, el éxtasis a la vez místico y carnal que se adueña de mí cuando
emprendo la tarea de reproducir sobre mi tela la huella de esta correa de
flexible cuero sobre la carne de Hitler.
No cesaba de
repetir a quien quería oírme que mi arrebato hitleriano era de carácter
apolítico, que la obra que yo alumbraba en torno a la imagen feminizada del
Führer era de un equívoco escandaloso, que esas reproducciones estaban
impregnadas de tanto humor negro como las de Guillermo Tell o Lenin, pero, por
más que repitiera todo esto a mis amigos, no servía de nada. Esta nueva crisis
que asaltaba mi pintura se hacía cada vez más sospechosa entre los círculos del
surrealismo. Las cosas empeoraron cuando se difundió la noticia de que a Hitler
le gustaban ciertos elementos de algunos de mis cuadros, como los cisnes, la
soledad, la megalomanía, el wagnerianismo y el jeronimoboschismo.
Dados mi
temperamento y mi espíritu de contradicción congénito, la situación tenía
forzosamente que empeorar. Pedí a Breton que convocara con toda urgencia a
nuestro grupo en sesión extraordinaria para discutir la mística hitleriana
desde el punto de vista de lo irracional nietzscheano y anticatólico. Confiaba
en que el aspecto anticatólico de la discusión seduciría a Breton. Además, yo
consideraba a Hitler como a un masoquista integral, poseído por la idea fija de
desencadenar una guerra por el gusto de perderla luego heroicamente, y que, de
hecho, se disponía a realizar uno de esos gestos gratuitos que tanta admiración
provocaban en nuestro grupo. Mi insistencia en entrever la mística hitleriana
desde el punto de vista surrealista, al igual que la de dotar de un sentido
religioso el contenido sádico del surrealismo, ambas cosas agravadas por las
revelaciones de mi método de análisis crítico-paranoico que tendía a anular el
automatismo y su inherente narcisismo, me condujeron a una serie de
desavenencias y rencillas intermitentes con Breton y sus amigos. Estos últimos,
por otra parte, empezaron –de un modo alarmante para el líder del grupo– a
dudar entre él y yo.
Pinté un cuadro
profético de la muerte del Führer. Lo titulé El enigma de Hitler, lo que me valió la excomunión de los nazis
y el aplauso de los antinazis, por más que este lienzo –como, por otra parte,
toda mi obra, y eso lo proclamaré hasta el fin de mis días– estuviera
desprovisto de todo significado político consciente. En el momento en que
escribo estas líneas, confieso que yo mismo no he descifrado todavía este famoso
enigma.
El grupo
surrealista fue convocado una tarde para juzgar mi pretendido hitlerianismo.
Esta sesión, de la que por desgracia he olvidado la mayor parte de los
detalles, fue extraordinaria. Pero, si un día Breton desea volver a verme, me
gustaría que me permitiera conocer el acta de la sesión, que sin duda se
levantó después de la misma. En las fechas en que iban a expulsarme del grupo
surrealista, padecí un ataque de anginas. Temblando cobardemente, como siempre
que caigo enfermo, comparecí en la reunión con un termómetro en la boca.
Recuerdo haberme tomado la temperatura por lo menos cuatro veces durante mi
juicio, que se prolongó hasta muy avanzada la noche, ya que, cuando me retiraba
a mi domicilio, amanecía en París.
En el curso de mi
defensa pro domo, me arrodillé en
distintas ocasiones, no para implorar que no me expulsaran, como falsamente se
dijo, sino, por el contrario, para exhortar a Breton a que comprendiera que mi
obsesión hitleriana era estrictamente paranoica y apolítica en su esencia. Yo
les expliqué, además, que no podía ser nazi, pues, si Hitler conquistaba
Europa, aprovecharía la oportunidad para mandar al otro mundo a todos los
histéricos de mi especie, como ya lo había hecho en Alemania, tildándolos de
degenerados. En fin, el aspecto femenino e irresistiblemente desequilibrado que
yo atribuía a la personalidad de Hitler hubiera bastado para que los nazis me
tacharan de iconoclasta. Asimismo, el fanatismo exacerbado que yo sentía por
Freud y Einstein, ambos expulsados de Alemania por Hitler, demostraba bien a
las claras que este último no me atraía más que como objeto de mi delirio y
porque se me antojaba un personaje de un valor catastrófico incomparable.
Se convencieron
al fin de mi inocencia, pero tuve, no obstante, que firmar un documento en el
cual, entre otras cosas, declaraba no ser enemigo del proletariado. Lo firmé de
muy buen grado, pues jamás abrigué sentimientos especiales «a favor», y mucho
menos «en contra», del proletariado.
La verdad, una e
indivisible, salía finalmente a la luz del día: nadie podía ser un surrealista
integral dentro del grupo que tan sólo respondía a móviles políticos
partidistas, y eso en todos los aspectos, tanto si se trataba de Breton como de
Aragon.