El celibato sacerdotal. Su historia en la Iglesia católica
Preliminaria El lector ha de perdonar pero, como el autor no quiere engañarlo, siente la obligación de compartir con él su reflexión sobre la manera de hacer la historia, de escribir la historia. Al final de una larga investigación sobre «un tema de actualidad», como lo es el celibato sacerdotal en la rama latina, mayoritaria en la Iglesia católica, tiene que advertir que escribir la historia no es obvio. Ese tema, como muchos otros, es inmenso y, como en matemáticas, nadie domina el campo, nadie puede pretender que lo ha leído todo: para fines del siglo XIX un erudito prelado húngaro había recopilado más de ocho mil títulos de libros y artículos sobre el celibato sacerdotal; un siglo después la lista casi se duplicó. Ciertamente hay muchas repeticiones, pero a lo largo de dos mil años es muy amplia la materia. Otro problema es que el historiador debe contar una historia, historia en el sentido más generoso de la palabra, es decir, la que abraza todos los tipos de documentos, relatos, anécdotas, análisis. Siegfried Kracauer dice que, «al contar una historia [story], el historiador responde a una necesidad que nace de una calidad peculiar de la realidad histórica. Esto es algo mal aceptado hoy».1 Finalmente, el historiador se topa con entidades que no están relacionadas y que marcan el surgimiento de algo nuevo, como lo fue la imposición del celibato sacerdotal en la Iglesia latina en el parteaguas de los siglos XI y XII. Economía, sociedad, cultura, política y demografía son campos autónomos, con su dinámica y su ritmo propios. Frente a la cantidad inagotable de «causas», para escapar al determinismo de las explicaciones «científicas», el historiador debe aceptar tranquilamente que la historia no es una ciencia, o que es una ciencia muy especial, una ciencia que, ni modo, exige la narrativa. Hace muchos años un crítico dictaminó que mi libro La Cristiada, publicado por primera vez en 1973, era «mucha narrativa y poca historia». Persisto en la convicción de que el historiador debe contar una historia. Cuando uno recorre largos periodos, entre diecisiete y veinte siglos en nuestro caso, tiene que tratar una masa enorme y opaca, difícil de interpretar, de hechos. La tarea consiste en volver inteligible ese material bruto, heterogéneo, oscuro. Hay que registrar los hechos para luego explicarlos, registrar y crear una lectura, una interpretación, lo cual plantea la cuestión de la posibilidad de entender el pasado. Se ha dicho muchas veces que el historiador es hijo de su tiempo, que cada generación plantea al pasado las preguntas de su presente, y eso no deja de ser peligroso porque se corre el riesgo de no ver o de tapar ciertas fuentes. Su interés por el presente puede afectar su visión del pasado. Si, en 2008, estoy a favor de la ordenación sacerdotal de hombres casados, si pienso que los sacerdotes célibes deberían poder casarse –dos cuestiones diferentes, por cierto–, en lugar de escuchar y dialogar con los muertos, con san Pablo, san Agustín, santo Tomás y otros más, voy a conversar solo. Eso es lo que se llama el pecado de anacronismo. Soy hijo de mi tiempo; sin embargo, intento ser hijo de los tiempos que estudio, lo que me obliga a olvidar las preocupaciones de mi época. «Como Orfeo, el historiador debe bajar al mundo inferior para devolver los muertos a la vida […]. Los pierde cuando, al resurgir en la luz del presente, se voltea por miedo de perderlos.»2 Hacer historia es viajar a otro país. El viaje al pasado es un viaje al extranjero, hasta puede ser un duro exilio, experiencia distinta a la de los muchos turistas que no ven nada de la realidad de los países que visitan y fotografían. Cuando leo a san Jerónimo, a Pedro Damiano, a los padres del Concilio de Trento, a los sexólogos del siglo XIX y de la primera mitad del XX, debo ser muy humilde, dejarlos hablar en lugar de reír, indignarme o espantarme. Estos hombres son mis antepasados, si bien sus costumbres no son las mías. Ellos han preparado, establecido, consolidado el celibato sacerdotal cuya institución pretendo estudiar y que dura hasta hoy, que sigue siendo parte integrante de la Iglesia católica en su rama latina. (No tardaré en justificar esa expresión: «rama latina».) Cuando lo estudio en sus orígenes, hace diecisiete, diez, ocho siglos, incluso hace 50 años, antes de nuestra gran revolución sexual que empieza con la píldora, ¿estoy seguro de haberme despojado de toda pasión, de mi condición de hombre del incipiente siglo XXI, después de haber sido adolescente en los años sesenta? Bien lo dijo Georges Duby: tengo que esforzarme sin descanso para respetar, restituir la diferencia entre el objeto de mi estudio y yo mismo, para no olvidar que un milenio a lo menos me separa de él; hay que aceptar este apilamiento de siglos que cubre casi todo lo que quisiera ver claramente. El historiador como arqueólogo. Después de establecer y organizar los hechos en mis ficheros y en mi cabeza, paso a la interpretación, y eso es lo que hago cuando emprendo mi narrativa. Pero cuando regreso del pasado, después de varios años de investigación, ¿sigo siendo la misma persona que había dejado el presente para incursionar en los siglos de los siglos?, un presente marcado por la pregunta de muchos católicos y no católicos: ¿el nuevo Papa, Benedicto XVI, tomará la decisión de ordenar hombres casados? Samuel Ruiz, entonces arzobispo de San Cristóbal, me había contado cómo planteó a Juan Pablo II la necesidad de ordenar hombres casados entre los indígenas de Chiapas. El Papa le contestó que él no podía tomar esa decisión pero que «no le daba el carpetazo al expediente y confiaba el asunto a su futuro sucesor». Y también, en modo menor: ¿la Iglesia católica ordenará algún día a las mujeres? Algo semejante me había pasado hace muchos años, al término de mi investigación sobre la Cristiada, que me llevó a abandonar mis hipótesis y opiniones iniciales. Uno aprende en el camino, cambia de dirección, cambia a secas, para entender. Mi relato es mi interpretación. Contaré esta historia de manera clásica, al filo de los siglos. En los cuatro primeros siglos del cristianismo, el celibato sacerdotal fue valorizado y celebrado sin ser obligatorio, tanto en el occidente latino como en el oriente del imperio romano. Del siglo IV al siglo XII, en medio de cambios revolucionarios, se desarrollaron leyes precisas, con una divergencia a fines del siglo VII entre oriente y occidente; la posición oriental quedó definida en 692 y se mantiene tal cual hasta hoy. En el siglo XII dos concilios de Letrán impusieron el celibato sacerdotal para la Iglesia latina. La historia de los siglos XII a XV no trae ninguna novedad institucional, sólo los éxitos espectaculares y los fracasos rotundos de la nueva disciplina. La crisis existencial de los sacerdotes que no quieren o no pueden vivir la continencia se manifiesta claramente en el siglo XVI, cuando la Reforma protestante, dirigida por monjes y sacerdotes, atrae una multitud de clérigos: restablece la posibilidad de un clero casado, incluso de obispos casados (lo que las Iglesias ortodoxas no permiten). El Concilio de Trento confirma y endurece la postura de una Iglesia católica que, sin embargo, permite una curiosa e importante excepción: en su afán de recuperar la unión con las Iglesias ortodoxas, Roma, desde el siglo XV, concede a los «reunidos» conservar no sólo sus ritos, su liturgia, sus trajes, sino su disciplina, a saber, la ordenación sacerdotal de hombres casados. Como son varias y numerosas las Iglesias orientales –armenias, grecocatólicas, rutenas, siriomalabares, ucranianas, entre otras–, le llamo «la Iglesia latina», que forma la mayoría pero no la totalidad de la Iglesia católica romana. Desde el Concilio Tridentino hasta el momento presente (2009), no hay novedad en el frente del celibato sacerdotal. La Iglesia católica sufrió las embestidas de las Luces, la Revolución francesa, la mexicana, los totalitarismos, la revolución sexual, entre otras, y el Concilio Vaticano II no cambió nada, si bien despertó esperanzas, inquietudes, decepciones en la materia, acompañadas por una gran ola de deserciones sacerdotales y monjiles. Las Iglesias protestantes siguen con sus pastores y obispos eventualmente, en su mayoría casados, si bien algunas recuperan el interés por la vida monacal y la continencia voluntaria. Las Iglesias ortodoxas mantienen su disciplina más que milenaria: ordenan hombres casados; el célibe, una vez ordenado sacerdote, no puede casarse. Los obispos se reclutan exclusivamente entre monjes, es decir, célibes. Al abrazar toda la historia del cristianismo, me encuentro en la situación del historiador generalista arrastrado por la catarata de los siglos que persigue su objeto, el celibato sacerdotal, en medio de otros objetos que se llaman judaísmo, maniqueísmo, filosofía griega, estoicismo, apogeo y ruina del imperio romano, imperio bizantino, invasiones germánicas, feudalismo, papado, etcétera. Por un lado, una secuencia, aparentemente continua, que va del soltero Jesús hasta el sacerdote católico latino de hoy; por el otro, el impacto o la influencia que sobre ella ha tenido todo lo que acabo de enumerar. ¿Cómo comparar una civilización antigua que descansa sobre la polis, y ofrece su cuna al cristianismo, con una medieval que descansa sobre la Iglesia o con una moderna que se funda sobre el liberalismo? La pieza «celibato sacerdotal» entra de manera diferente en cada uno de estos tres rompecabezas. Es mucho más fácil tratar el mismo tema en un marco temporal y espacial preciso: «la Revolución francesa pone fin al celibato sacerdotal», por ejemplo. La ventaja, para el generalista, consiste en ver su objeto de lejos, en perspectiva, mientras que el especialista corre el riesgo de hundirse en la masa de documentos y en los detalles. La desventaja es que suele caer en simplificaciones abusivas y generalizaciones engañosas. Inútil decir que no adopté ninguna de las numerosas filosofías que pretenden explicar la totalidad del proceso histórico. Intentaré, sin lograrlo siempre, eliminar palabras como «corriente, desarrollo, tendencia, evolución, crecimiento, progreso» y los verbos correspondientes para escapar a la impresión de fatalidad, de destino, de marcha de los acontecimientos conduciendo inevitablemente al tiempo presente, para así recuperar las contradicciones, las incoherencias, las falsas pistas, en una palabra: el caos. No va a ser fácil porque a las dificultades anteriores se suma una más. Entre la religión y la sexualidad hay un juego perpetuo de ocultarse, de consentimiento, de renuncia; de exaltación, represión, sublimación; de búsqueda del «justo medio». En tiempos pasados el cristianismo dominante ofrecía cierta lectura del encuentro entre religión y sexualidad, orientaba el amor de diversas maneras. Por ejemplo, ofreció una lectura mística, alegorizada, «espiritual» del Cántico de los Cánticos, transformando un poema erótico en un diá logo entre el alma y Dios, unión entre Cristo y su Iglesia. Nuestro tiempo no aguanta, no entiende esa metáfora, y Eros ha recuperado toda su fuerza para enfrentar el amor de Dios. Son dos experiencias rivales, paralelas, alternativamente victoriosas y derrotadas. Hoy Eros, deidad masculina, parece tomar una revancha contra la Iglesia, figura femenina gobernada por varones célibes en la Iglesia latina, por obispos célibes en las Iglesias orientales. Pero, en esa historia, ¿debo poner el cristianismo siempre en primera fila? ¿Cuál es el factor dominante en la difícil exigencia de un celibato sacerdotal: la religión o la sociedad? Parece que la sociedad, con todas sus variables, si uno piensa que el oriente y el occidente cristianos adoptaron líneas diferentes y que en el siglo XVI el occidente latino, dividido en católicos y protestantes, se dividió también sobre la cuestión. ¿Cuál es el peso de las estructuras sociales, familiares, antropológicas, para entender no solamente la adopción o no del celibato sacerdotal, sino las relaciones entre hombres y mujeres en tal momento, en tal lugar? ¿Cómo distinguir entre las fuerzas sociales, las circunstancias y las ideas? Habría que pensar conjuntamente y combinar teología e historia, psicología y psicoanálisis, eclesiología y sociología religiosa, culturas y mentalidades, para dar su verdadero sentido al acontecimiento, a la novedad: la adopción e imposición del celibato sacerdotal y su difícil recepción. No aprecio muy bien lo que es el imaginario de san Agustín; cuesta trabajo «sentir» lo dicho por Tomás de Aquino o Ignacio de Loyola. ¿Nuestra época que afirma el primado de la decisión individual puede entender las épocas que no lo imaginaban? Nos parece absurdo, cuando no mentiroso, el relato de los monjes que, a la hora de la «conquista espiritual» de México, bautizaban a miles y miles de personas en un solo día, y nos burlamos de la «maravillosa conversión» de pueblos enteros. Sin embargo, el error es nuestro: así pasó efectivamente con los «bárbaros» al final del imperio romano, con los pueblos germánicos, eslavos y escandinavos entre los siglos IV y XIV. Nuestro individualismo no entiende ese fenómeno. ¿Puede entender valores exaltados en otros tiempos como «continencia», «castidad», «virginidad»? Desde los principios de la cristiandad hay una enseñanza que valoriza el celibato y la continencia en ambos sexos, y perdura a lo largo de los siglos, pero las razones, el discurso, el contexto cambian; de hecho, la enseñanza cambia. No tiene una permanencia abstracta e independiente de la historia. Le toca al historiador marcar las circunstancias en las cuales la doctrina se elabora, se modifica; le toca señalar las novedades de las cuales el autor no era siempre consciente, señalar también los elementos doctrinales olvidados o rebasados, así como los factores que empujan hoy hacia el cambio. ¡Cuidado! El historiador se vuelve entonces casi un profeta. Nos beneficiamos, historiadores y lectores, de una pléyade de autores admirables que, a lo largo de los últimos 40 años, han renovado los temas de la sexualidad, el amor y la religión, la historia de las mujeres y del cristianismo. Me ha sido muy útil la lectura de Peter Brown, Pierre Chaunu, Jean Delumeau, Georges Duby, Michel Foucault y Paul Veyne, para citar los autores traducidos al español. Gracias a ellos y a sus alumnos, podemos liberarnos de clichés y otros simplismos, como el de afirmar que todos nuestros males en la materia se deben al cristianismo. Gracias a ellos sabemos que san Agustín no es el buen chivo expiatorio, que debemos asumir nuestros problemas sin buscar un responsable en el pasado. Michel Foucault dijo que «es nuestra razón de vivir creer que vivimos una liberación sexual», y por lo tanto tuvimos que «construir el mito de la represión sexual» desde Agustín hasta los victorianos.3 «La pregunta que quisiera plantear no es: ¿por qué somos reprimidos? sino ¿por qué decimos con tanta pasión, tanto rencor contra nuestro pasado más próximo, contra nuestro presente y contra nosotros mismos, que somos reprimidos?» ¿Por qué darle al cristianismo el privilegio de ser la causa primera y única, en lugar de dar su parte a las estructuras sociales, culturales, antropológicas? No cabe duda de que el cristianismo ha creado, más que el budismo, el judaísmo o el islam, tensiones con la sexualidad, pero toda tensión no es negativa y profundizar la relación entre sexualidad y subjetividad ha sido uno de sus aportes. El cristianismo planteó preguntas nuevas y encontró nuevas soluciones; puso como regla que no hay ejercicio de la sexualidad sin los sentimientos, que no existe el acto sexual en sí, aun cuando esto les parezca extravagante, estimada lectora, estimado lector; exploró los lazos entre la sexualidad y nuestra vida, la persona, el individuo en todas sus dimensiones visibles e indivisibles. Por lo mismo, ciertamente, ha suscitado también neurosis, obsesiones enfermizas, negaciones mortíferas. En suma, como mejor lo dice Jean-Claude Eslin,4 ha mantenido el carácter enigmático de la sexualidad, muy lejos del funcionalismo a la Kolontaï, aristócrata rusa y embajadora soviética en México en tiempos del presidente Calles («Hacer el amor es como tomar un vaso de agua; cuando uno tiene sed, toma el vaso y punto»). Articular lo sexual con el mandamiento del amor al prójimo no ha sido fácil, pero ese primado de la «caritas» como absoluto llevó el cristianismo a privilegiar dos estados de vida, el celibato y el matrimonio, lo que daba algo de libertad tanto a los hombres como a las mujeres, liberados del matrimonio obligatorio y de la procreación no menos obligatoria. El cristianismo ha pensado siempre los temas del amor y la sexualidad; no lo digo yo sino Jacques Lacan y Michel Foucault. El catolicismo es un arte de la síntesis y ha formulado síntesis sucesivas de fe y cultura. Cuando cambia la cultura, la síntesis pierde sentido o se derrumba. Es lo que está pasando con el triunfo de una nueva civilización, la nuestra, que obligará a una Iglesia reticente a abandonar su síntesis ya rebasada de moral, espiritualidad y antropología, a que elabore una nueva. Intentaré captar y presentar las circunstancias y fuerzas que afectaron la tesis preferencial pero optativa, luego la disciplina vuelta obligatoria, del celibato sacerdotal en un sector geográficamente definido de la cristiandad: la Iglesia latina. Las ideas tienen su propia consistencia y su lógica interna, que, en buena parte, afectan a los que las manejan. Por eso hay que combinar teoría y circunstancia, tesis y práctica, acción y reacción; reacción porque es la historia de un intento perseverante que encuentra una tenaz resistencia, una labor de Sísifo, generación tras generación. Por lo mismo hay una fascinante repetición de los mismos argumentos a lo largo del tiempo, a favor o en contra, en circunstancias cambiantes. Es un capítulo de la historia de las ideas, a la vez que un capítulo de antropología histórica de la sexualidad vivida como sublimada, una combinación de teología y biología, con sus consecuencias psicológicas y sociales en épocas y lugares muy diferentes. No es lo mismo el Vietnam católico o la África negra católica de hoy que la Nueva España del siglo XVIII, la España visigótica o la Hipona de san Agustín. Por eso adopto un plan cronológico, para entender a qué condiciones históricas responde la teoría del celibato y su implementación. ¿A qué realidad responde y cómo la transforma cuando logra hacerlo? El esfuerzo secular del papado para primero generalizar y luego imponer el celibato sacerdotal, con represión y formación (desde la más tierna edad), manifiesta la importancia que éste tenía para la cúpula de la Iglesia. Es inseparable de sus reformas sucesivas –carolingia, gregoriana y tridentina–, de la voluntad de independencia absoluta, cuando no de supremacía, de la Iglesia, lo que implica la creación de un cuerpo de «funcionarios de lo sagrado», de tiempo completo, sin más intereses que el servicio a la institución eclesiástica. Inseparable, también, de la movilización de actores multitudinarios y anónimos, como lo son los pueblos; a veces a favor del celibato sacerdotal, a veces en contra. La misma ambigüedad, la misma contradicción se encuentra en el seno del clero, víctima y beneficiario de la novedad. El lector católico del siglo XXI podrá reaccionar frente a esta historia, como lo hicieron los católicos de todas las épocas frente a una doctrina moral enunciada por las autoridades eclesiásticas: aceptar con devoción y sin problema, obedecer de manera conformista, criticar o rebelarse. La reacción no obedece solamente a la fe sino a diferencias en el temperamento psicológico, en la actitud frente a la autoridad, al medio social. En ninguna época una tesis teológica o una medida disciplinaria ha sido recibida de la misma manera por todos y la fuerza de la reacción ha llevado a la modificación del enunciado o de la aplicación de la disciplina, con o sin excepciones. En el inventario que un cristiano puede hacer de su fe encuentra tesis y creencias sobre las Escrituras, el pecado original, el infierno, los sacramentos, la sexualidad, el matrimonio, el valor de la vida humana, etcétera. Todas tienen algo que ver con el ideal del celibato sacerdotal o de la castidad de monjes y monjas. Todas han sufrido cambios a lo largo de la historia. Cuando el historiador escribe que «la Iglesia católica dice o hace», olvida precisar o ignora que no es la Iglesia la que dice o hace sino un hombre, unos hombres, unos católicos que ocupan tal o cual lugar en la institución y que dicen o hacen. No hay Papa, obispo, teólogo que no haya sido parcial o ampliamente criticado, refutado, hasta condenado. Ni san Agustín ni santo Tomás, nadie se salva. El historiador advierte que no se meterá en cuestiones teológicas, que se limitará a mencionar las tesis de tal o cual Padre de la Iglesia, así como su aceptación o no por la jerarquía y los fieles. La biología, tal como existe hoy, no estaba incluida en las Escrituras trabajadas por Orígenes, Jerónimo o Francisco de Sales y uno puede intuir inmediatamente que la falta de información biológica pudo afectar sus discursos sobre la sexualidad, la castidad, la continencia. Por fin, el celibato. La Enciclopedia británica de 1959 lo define así: 1. El estado de ser no casado. Del latino caelebs que dio célibe. 2. Renuncia perpetua al matrimonio, especialmente por motivos religiosos. La Espasa-Calpe, por su parte, trata: 1. Del celibato en general. Es el estado opuesto al del matrimonio, no comprendiendo al de viudez, y así se llama célibe al soltero. 2. Del celibato eclesiástico. Es en general, coincidiendo todos los autores en el fondo de este concepto, el estado de no ser casado actualmente que se exige por la ley de la Iglesia a los ordenados in sacris. No se les exige la virginidad, pero sí se exige que sean continentes y ejemplares. Constituye por lo tanto el celibato un deber negativo-positivo de los clérigos: negativo, en cuanto les veda el ser actualmente casados; positivo, en cuanto les ordena ser castos y ejemplares. Obviamente, «la Iglesia» era para Espasa-Calpe la Iglesia católica romana y latina. El diccionario Webster, por su parte, define la castidad como «la abstención de actividad sexual ilegal: se dice especialmente de las mujeres. Continencia sexual»; celibato es «el estado de ser no casado, especialmente para las personas que han pronunciado un voto». «Virginidad: el estado de virgen, castidad, soltería.» Que se me permita una breve digresión: el celibato fue el estado de Juana de Arco, Isabel I de Inglaterra, «la Reina Virgen»; Florence Nightingale, Leonardo da Vinci, Isaac Newton, Immanuel Kant y quizá Mahatma Gandhi, que con sus experimentos del brahmacharya –aquellas noches que pasaba desnudo entre dos jóvenes y hermosas mujeres para probar su castidad– repetía sin saberlo la experiencia realizada más de diez siglos antes por un famoso monje irlandés que figura en el santoral romano. El celibato, religioso o no, y la continencia, religiosa o no, definitiva o temporal, se encuentran en todas las sociedades, en todas las épocas, antes del cristianismo, en el hinduismo, el budismo, el jainismo, y por lo mismo nadie debería hablar de conducta anormal o antinatural. Durante mucho tiempo la castidad definió tanto a los esposos fieles como a las vírgenes, pero nos hemos olvidado de este sentido y, cuando hablamos de castidad o de celibato, pensamos en la abstención de relaciones sexuales, para un rato o para siempre, por voluntad propia o por imposición. El cristianismo no ha tenido el privilegio de las concepciones negativas y represivas del sexo, tampoco de las obsesiones de pureza, castidad, celibato sacerdotal y monacal. No siempre ha tenido esas concepciones, pero la historia se vale de astucias y los que hoy ven en las monjas a unas pobres víctimas no saben que las mujeres, desde la Roma imperial hasta el México machista actual, han sabido utilizar esa disciplina impuesta como un instrumento de liberación; liberación de un matrimonio para nada positivo, emancipación del género masculino, gracias a un esposo que está en el cielo y que no les pide mucho. Las matronas romanas, amigas y mecenas de san Jerónimo; las amigas de los Padres de la Iglesia; las famosas Hildegarde de Bingen; Catalina de Siena, que regañaba a reyes, emperadores y papas; las abadesas superiores, que reprendían a obispos y príncipes; santa Teresa, Juana de Asbaje y la madre Teresa de Calcuta son los ejemplos más famosos de un hecho masivo: el celibato que hizo de muchas mujeres personas independientes, capaces de viajar y estudiar, discutir, escribir, predicar y, sobre todo, dirigir su propia vida, cuando esto era un privilegio masculino. Pero regreso al celibato sacerdotal, celibato masculino, porque hasta la fecha las Iglesias católica y ortodoxas no admiten a la mujer en el sacerdocio. De ser el celibato un ideal mencionado por san Pablo para los ministros de la pequeña Iglesia primitiva en expansión; de ser, a partir del siglo III y del final de las persecuciones, la característica del monaquismo surgido, para ambos sexos, en el oriente cristiano, en Egipto y Siria, pasó a ser el sueño y la meta de los monjes-obispos que trabajaron para transformar a los sacerdotes, casados o no, en otros tantos monjes. Lo lograron en el occidente latino, a la vez que triunfaba el clericalismo, a la hora del gran conflicto entre el sacerdocio y el imperio, los papas y los emperadores. Antes de empezar la historia hay que insistir en el hecho de que el celibato sacerdotal no es un punto del dogma, sino una cuestión de disciplina que revela menos de la teología que de la antropología. Fenómeno eclesiástico, es un hecho social, ligado a cierta sociedad histórica y no arraigado en «la Revelación» o en «la verdad eterna del cristianismo». Llegó a ser, a partir de cierta fecha, un imperativo categórico en la mayor parte de (no en toda) la Iglesia católica. De la misma manera, por razones sociológicas y culturales, que no teológicas, podría volver a ser una opción facultativa. 11. Siegfried Kracauer, L'histoire des avant-dernières choses, Stock, París, 2006, pág. 88. 12. Ibíd., pág. 140. 13. Michel Foucault, Historia de la sexualidad, vol. I, Siglo XXI, México, 1980-1995. 14. Jean-Claude Eslin, «Amour et sexualité: la matrice chrétienne», en Esprit, marzo-abril de 2001, pág. 53.