El camino blanco (MAXI)

Prólogo

 

Ya llegan.

Ya llegan en sus coches y en sus camiones, dejando atrás, en el aire puro de la noche, unas columnas de humo azul que parecen manchas en el alma. Ya llegan con sus mujeres e hijos, con sus amantes y novias, hablando de cosechas, de animales y de viajes futuros, de la campana de la iglesia y de la catequesis de los domingos, de trajes de boda y del nombre que les pondrán a los niños que aún no han nacido, de quién dijo esto y quién lo otro, cosas todas ellas insignificantes y a la vez grandiosas que constituyen el sustento de un millar de pueblecitos que no se diferencian en nada del suyo.

Ya llegan con comida y bebidas, y la boca se les hace agua con el olor a pollo frito y a tartas recién horneadas. Ya llegan con las uñas sucias y con aliento a cerveza. Ya llegan con camisas planchadas y vestidos estampados, con el pelo peinado o revuelto. Ya llegan con alegría en el corazón, con sentimientos de venganza y con una excitación que se les enrosca en las entrañas igual que si fuera una serpiente.

Ya llegan para ver cómo arde un hombre.

 

 

Dos hombres pararon en la gasolinera de Cebert Yaken, la pequeña gasolinera más simpática del sur, muy cerca de la ribera del río Ogeechee, en la carretera que lleva a Caina. Cebert había pintado aquel letrero de un rojo y un amarillo chillones en 1968 y, desde entonces, subía cada año a la azotea el primer día de abril para darle una mano de pintura, a fin de que el sol no pudiera ensañarse jamás con el letrero y decolorar su mensaje de bienvenida. Día tras día, el letrero proyectaba su sombra en el solar vacío, en los macetones de flores, en los brillantes surtidores de gasolina y en los cubos que Cebert tenía siempre llenos de agua para que los conductores pudieran limpiar los restos de insectos de los parabrisas. Más allá había unos campos baldíos, y, a principios del caluroso septiembre, la calima que ascendía del asfalto hacía que los árboles del sasafrás danzaran, espejeantes, en el aire inmóvil. Las mariposas se confundían con las hojas caídas: las anaranjadas mariposas dormilonas, las blancas mariposas escaqueadas y las azules mariposas con cola del este se agitaban tras el paso de los vehículos como si fueran las velas de unos barcos de vivos colores que se balancearan en un mar agitado.

Desde el taburete que estaba junto a la ventana, Cerbert veía llegar los coches y comprobaba si las matrículas eran de otro estado para, de ser así, preparar una cordial bienvenida al viejo estilo sureño, servir quizás algunos cafés y donuts o bien deshacerse de algunos mapas turísticos cuyas cubiertas amarilleadas por el sol indicaban el fin inmediato de su utilidad.

Cebert llevaba la indumentaria previsible: un mono azul con su nombre bordado en el lado izquierdo del pecho y una gorra de propaganda de la empresa Beef Feeds echada hacia atrás como un toque de informalidad. Tenía el pelo blanco y un largo bigote que se curvaba de forma pintoresca sobre el labio superior y cuyas puntas casi se le unían en la barbilla. A sus espaldas, la gente murmuraba que parecía como si un pájaro acabase de salir volando de la nariz de Cebert, aunque nadie lo decía con mala intención. La familia de Cebert había vivido en aquella región durante varias generaciones y Cebert era uno de los suyos. En las ventanas de la gasolinera ponía anuncios de picnics y de rastrillos benéficos donde se vendían pasteles y hacía donaciones para cualquier buena causa. Si el hecho de vestirse y de comportarse como el abuelo Walton le ayudaba a vender un poco más de gasolina y un par de chocolatinas más, pues mejor para Cebert.

Encima del mostrador de madera, detrás del que Cebert se sentaba un día sí y otro también, a lo largo de los siete días de la semana, compartiendo las tareas con su mujer y su hijo, había un tablón de anuncios encabezado por la siguiente frase: «¡Mira quién se dejó caer por aquí!». Cientos de tarjetas de visita estaban clavadas en él. Había más tarjetas en las paredes, en los marcos de las ventanas y en la puerta que daba a la pequeña oficina trasera. Miles de don nadies que pasaban por Georgia, en su ruta para vender tinta para fotocopiadoras o productos para el cuidado del pelo, le habían dado al viejo Cebert su tarjeta como recuerdo de su visita a la pequeña gasolinera más simpática del sur. Cebert nunca las quitaba, de modo que las tarjetas habían ido acumulándose hasta el punto de formar estratos, como si se tratase de una roca. Si bien algunas habían ido cayéndose con el paso de los años o habían ido a parar detrás de las cámaras frigoríficas, por lo general, si los don nadies pasaban de nuevo por allí al cabo de unos años, acompañados de pequeños don nadies, era casi del todo probable que encontrasen sus tarjetas sepultadas bajo cientos de ellas, como una reliquia de la vida de la que una vez disfrutaron y de la clase de hombre que fueron.

Pero los dos hombres que llenaron el tanque de gasolina y que echaron agua al radiador de su mierda de Taurus, justo antes de las cinco de la tarde, no eran de esos que dejan su tarjeta de visita. Cebert se dio cuenta enseguida de ese detalle y sintió que algo se le revolvía en las tripas cuando aquellos dos hombres le miraron. Se comportaba de una manera que sugería una amenaza que ni se molestaban en disimular, un peligro potencial tan evidente como una pistola amartillada o una espada desenvainada. Cebert apenas los saludó con la cabeza cuando entraron y tuvo buen cuidado de no pedirles su tarjeta. Aquellos hombres no querían que los recordaran, y cualquier persona inteligente, como lo era Cebert, haría bien en darse la maña de olvidarlos en cuanto pagaran la gasolina (en efectivo, por supuesto) y la última mota de polvo que levantase su coche volviese al suelo.

Porque si unos días después decidieras recordarlos, tal vez cuando la poli llegase haciendo preguntas y pidiéndote que los describieras, entonces, bueno, ellos podrían enterarse y decidir también acordarse de ti. Y la próxima vez que alguien se dejase caer por el establecimiento del viejo Cebert sería para llevarle flores, y el viejo Cebert no tendría que darle palique ni venderle un descolorido mapa turístico, porque el viejo Cebert estaría muerto y nunca más tendría que preocuparse de sus mercancías amarillentas ni de la pintura descascarillada del letrero.

De modo que Cebert tomó el dinero y vio cómo el más bajo de los dos, el tipejo blanco que había echado agua al radiador cuando llegaron a la gasolinera, echó un vistazo a los discos compactos más baratos y a los escasos libros de bolsillo que había en un expositor junto a la puerta. El otro, un negro alto que llevaba una camisa negra y unos vaqueros de marca, miraba con aire despreocupado los ángulos del techo y las estanterías que estaban detrás del mostrador, cargadas hasta arriba de paquetes de cigarrillos. Cuando comprobó que no había ninguna cámara de vigilancia, sacó la cartera y, con la mano enguantada en piel, cogió dos billetes de diez dólares para pagar la gasolina y dos refrescos. Esperó con paciencia a que Cebert le diese el cambio. El coche era el único que había en el surtidor. Tenía matrícula de Nueva York, y tanto la matrícula como el coche estaban bastante sucios, de manera que Cebert no pudo apreciar mucho más que la marca, el color y la estatua de la señora Libertad oteando a través de la mugre.

–¿Necesitan un mapa? –preguntó Cebert, esperanzado–. ¿Tal vez una guía turística?

–No, gracias –dijo el negro.

Cebert hurgó en la máquina registradora. Sin saber por qué, las manos empezaron a temblarle. Nervioso, se sorprendió a sí mismo iniciando justo el tipo de conversación idiota que se había jurado evitar. Le daba la impresión de hallarse fuera de su propio cuerpo, viendo cómo un viejo tonto con unos bigotes caídos se hablaba a sí mismo dentro de una tumba prematura.

–¿Van a quedarse por aquí?

–No.

–Entonces me temo que no volveremos a vernos.

–Puede que tú no.

Había algo en el tono de voz de aquel hombre que hizo que Cebert levantase la vista de la caja registradora. Le sudaban las manos. Sacó con rapidez una moneda de un cuarto de dólar con el dedo índice y dejó que se deslizara por la cuenca de su mano derecha antes de dejarla caer de nuevo en la caja registradora. El negro seguía, muy tranquilo, al otro lado del mostrador, pero Cebert sintió una opresión inexplicable en la garganta. Parecía como si aquel cliente fuese dos personas a la vez: una de ellas vestida con vaqueros negros y camisa negra, con un leve deje sureño en la voz, y la otra una presencia invisible que se había colocado detrás del mostrador y que constreñía poco a poco las vías respiratorias de Cebert.

–O puede que volvamos alguna vez –prosiguió–. ¿Estarás aquí todavía?

–Eso espero –carraspeó Cebert.

–¿Crees que te acordarás de nosotros?

Lo preguntó como quien no quiere la cosa, con algo que podría interpretarse como el esbozo de una sonrisa, pero no había lugar a dudas sobre lo que quería decir.

Cebert tragó saliva.

–Jefe –dijo–, ya mismo me he olvidado de vosotros.

Oído esto, el negro asintió con la cabeza y salió de allí con su acompañante. Cebert no pudo recobrar el aliento hasta que el coche se perdió de vista y la sombra del letrero se proyectó de nuevo en el solar vacío.

Cuando, uno o dos días después, los polis llegaron haciendo preguntas sobre aquellos dos hombres, Cebert negó con la cabeza y les dijo que no sabía nada, que no podía recordar si dos tipos como aquéllos habían pasado por allí a lo largo de la semana. Mierda, montones de gente pasaban por allí en dirección a la 301 o a la carretera Interestatal, como si aquello fuese una atracción de Disney. Y, en cualquier caso, todos esos tipos negros son iguales, ya sabes. Invitó a los polis a café y a pastelillos y les dio puerta. Se sorprendió a sí mismo, por segunda vez en aquella semana, recuperando el aliento.

Echó un vistazo a las tarjetas de visita que atiborraban lo que antes eran paredes blancas, se inclinó y sopló el polvo acumulado en el rimero que le quedaba más próximo. El nombre de Edward Boatner quedó al descubierto. Según aquella tarjeta, Edward trabajaba para una fábrica que estaba a las afueras de Hattiesburg, en Misisipí, como vendedor de repuestos. Bien, si Edward volvía alguna vez, podría echarle un vistazo a su tarjeta. Aún estaría allí, porque Edward quería que lo recordasen.

Pero Cebert no se acordaba de nadie que no quisiera ser recordado.

Él podía ser amigable, pero no era tonto.

 

 

Un roble negro se alza en una colina, en el extremo norte de un campo verde. Sus ramas parecen huesos recortados en el cielo iluminado por la luna. Es un árbol muy viejo. Tiene la corteza gruesa y gris, con profundas arrugas de uniformes surcos verticales, como una reliquia fosilizada que hubiese quedado varada tras una marea pretérita. Por algunos sitios, la corteza interior ha quedado al descubierto y rezuma un olor amargo y desagradable. Sus brillantes hojas verdes son carnosas y feas, estrechas y de color intenso, con dientes erizados en el extremo del lóbulo.

Pero no es éste el verdadero olor del roble negro que se alza en el extremo de Ada´s Field. En las noches cálidas, cuando el mundo está en calma, pensativo, y la pálida luz de la luna brilla sobre la tierra abrasada que hay debajo de la copa del roble negro, éste exhala un olor distinto, extraño incluso su propia especie, pero que forma parte de él como las hojas que cuelgan de sus ramas y las raíces que se hunden en la tierra. Es el olor de la gasolina y de la carne quemada, de restos humanos y de pelo chamuscado, de goma derretida y de algodón en llamas. Es el olor de la muerte dolorosa, del miedo y de la desesperación, de los momentos finales vividos entre las risas y los insultos de los mirones.

Si te acercas, verás que las ramas por la parte de abajo están calcinadas y carbonizadas. Mira, observa el tronco: la profunda ranura surcada en la madera, ahora marchita, pero antes vigorosa, donde la corteza fue de pronto violentamente resquebrajada. El hombre que hizo aquella marca, la última marca que dejó en este mundo, era Will Embree y tenía mujer e hijo, y un trabajo en una tienda de comestibles por el que ganaba un dólar a la hora. Su mujer se llamaba Lila Embree, Lila Richardson de soltera, y el cuerpo de su marido –después del desenlace final: una lucha desesperada que provocó que las botas golpearan con tanta fuerza el tronco del árbol que acabaron desgarrándole la corteza y dejando una llaga profunda en su pulpa- nunca se lo devolvieron, porque quemaron sus restos y la multitud se llevó como recuerdo los huesos calcinados de los dedos de las manos y de los pies. Le mandaron una fotografía de su marido muerto que Jack Morton, vecino de Nashville, había impreso en lotes de quinientas para que se utilizaran como postales: los rasgos de Will Embree retorcidos e hinchados, y el individuo que estaba bajo sus pies muerto de risa, mientras las llamas de la antorcha ascendían por las piernas del hombre al que Lila amaba. Su cadáver fue arrojado a un pantano y los peces arrancaron de sus huesos los últimos despojos de carne carbonizada, hasta que se deshicieron y quedaron esparcidos por el lodo en el fondo del pantano. La corteza nunca se recuperó de la llaga que le hizo Will Embree y desde entonces está a la vista. El hombre analfabeto dejó su marca en el único monumento erigido a su desaparición, tan indeleble como si la hubiese grabado en piedra.

En algunas partes de este viejo árbol las hojas nunca crecen. Las mariposas no se posan en él y los pájaros no anidan en sus ramas. Cuando las bellotas caen al suelo, ribeteadas de costras marrones y velludas, se quedan allí hasta que se pudren. Incluso los cuervos desvían sus ojos negros de la fruta podrida.

Alrededor del tronco crece una enredadera. Sus hojas son anchas, y de cada nudo brota una mata de pequeñas flores verdes que huelen como si estuviesen descomponiéndose, pudriéndose, y a la luz del día son negras porque están llenas de moscas atraídas por el hedor. Es la smilax herbacea, la flor de la carroña. No hay otra como ella en cientos de kilómetros a la redonda. Como el propio roble negro, es única en su especie. Aquí, en Ada´s Field, las dos entidades coexisten, parasitarias y putrefactas: una alimentada por el sustento del árbol, mientras que la otra debe su existencia a la desaparición y a la muerte.

Y la canción que el viento canta en sus ramas es de miseria y pesar, de dolor y de fallecimiento. Se propaga por los campos baldíos y las chozas a través de acres de trigo y nubes de algodón. Llama a los vivos y a los muertos y a los viejos fantasmas que perviven en su sombra.

Ahora hay luces en el horizonte y coches en la carretera. Es el 17 de julio de 1964 y ya llegan.

Ya llegan para ver cómo arde un hombre.

 

 

Virgil Gossard salió al aparcamiento que había junto a la taberna de Little Tom y eructó ruidosamente. El cielo despejado de la noche se extendía por encima de él, presidido por una espectacular luna amarilla. Al noroeste se veía con claridad la cola de la constelación de Draco, con la Osa Menor debajo y Hércules arriba, pero Virgil no era un tipo que perdiese el tiempo mirando las estrellas, sobre todo si por mirarlas corría el riesgo de dejar pasar por alto una moneda caída en el suelo, así que el dibujo de las estrellas le importaba muy poco. Desde los árboles y arbustos se oían los últimos grillos, ya sin las perturbaciones del tráfico ni de la gente, porque aquél era un tramo tranquilo de carretera, con pocas viviendas y menos vecinos aún, pues la mayoría de ellos hacía muchos años que había abandonado sus casas en busca de sitios que ofrecieran más oportunidades. Las cigarras ya se habían ido y el bosque se prepararía pronto para el sosiego invernal. A Virgil le alegraría la llegada del invierno. No le gustaban los bichos. Aquel día, muy temprano, algo que parecía unas hebras verdosas de algodón se deslizó por su mano mientras estaba en la cama y sintió una pequeña picadura cuando una chinche de campo, buscando chinches de cama entre las mugrientas sábanas de Virgil, le aguijoneó. Un segundo después, aquella cosa estaba muerta, pero la picadura aún le escocía. Por ese motivo, Virgil pudo decirles a los polis la hora exacta en que llegaron los hombres. Había visto los números verdes que brillaban en su reloj cuando se rascó la picadura: las nueve y cuarto de la noche.

En el aparcamiento tan sólo había cuatro coches, cuatro coches para cuatro hombres. Los otros estaban todavía en el bar viendo la repetición de un memorable partido de hockey en el cutre televisor de Little Tom, pero a Virgil nunca le había interesado mucho el hockey. No tenía buena vista y el disco se movía con demasiada rapidez para poder seguirlo. Aunque la verdad es que todo se movía demasiado deprisa como para que Virgil Gossard pudiera seguirlo. Así estaban las cosas. Virgil no era muy inteligente, pero al menos lo sabía, lo que quizá le hacía más inteligente de lo que él mismo pensaba. Había otros muchos tipos que se creían Alfred Einstein o Bob Gates, pero Virgil no. Virgil sabía que era bobo, así que mantenía la boca cerrada el mayor tiempo posible y procuraba tener los ojos bien abiertos, y sólo se preocupaba de vivir su vida.

Sintió un dolor en la vejiga y suspiró. Tendría que haber ido al lavabo antes de salir del bar, pero los lavabos de Little Tom olían peor que el mismísimo Little Tom, y ya es decir, teniendo en cuenta que el pequeño Tom olía como si estuviera pudriéndose por dentro en una larga agonía. Carajo, todo el mundo estaba pudriéndose, por dentro o por fuera, pero la mayoría de la gente se daba un baño de tarde en tarde para mantener alejadas a las moscas. Pero Little Tom Rudge no. Si Little Tom decidiera bañarse, el agua huiría de la bañera como forma de protesta.

Virgil se apretó la ingle y se apoyó agobiado sobre la pierna izquierda y luego sobre la derecha. No quería volver a entrar, pero si Little Tom le pillaba meando en el aparcamiento, Virgil regresaría a casa con la bota de Little Tom estampada en el culo, y Virgil ya había tenido demasiados problemas allí como para añadir un maldito enema de cuero a sus pesares. Podía echar una meada en un lugar apartado de la carretera, pero cuanto más pensaba en ello, más ganas le entraban. Notaba que le quemaba por dentro: si esperase más...

Bueno, joder, no estaba dispuesto a esperar. Se bajó la cremallera, hurgó dentro de los pantalones y se dirigió con andares de pato a la pared de la taberna de Little Tom justo a tiempo para dejar su firma, que era a lo más que llegaba el nivel intelectual de Virgil. Resoplaba con alivio a medida que la presión disminuía, con los ojos en blanco por aquel breve éxtasis.

Sintió que algo frío le rozaba detrás de la oreja izquierda y se le pusieron los ojos como platos. No se movió. Concentró toda su atención en la sensación del metal sobre la piel, en el sonido del líquido en la madera y en la piedra y en la presencia de una figura alta detrás de él. De repente oyó una voz:

–Te lo advierto, blanco de mierda: como me salpique una sola gota de tu asquerosa meada en los zapatos, van a tener que ponerte un cráneo nuevo antes de meterte en la caja.

Virgil tragó saliva.

–No puedo parar.

–No te pido que pares. No te pido nada. Lo único que te digo es que procures que no me salpique ni una sola gota de tu orina matarratas en los zapatos. 

Virgil dejó escapar un pequeño sollozo y procuró desviar el chorro a la derecha. Sólo se había tomado tres cervezas, pero parecía que estuviese meando el Misisipí. Por favor, para, pensó. Echó un ligero vistazo a la derecha y vio una pistola negra en una mano negra. La mano salía de la manga negra de un abrigo. En el extremo de la manga negra del abrigo había un hombro negro, una solapa negra, una camisa negra y el contorno de un rostro negro.

La pistola le golpeó el cráneo con fuerza, advirtiéndole que mirase al frente, pero a Virgil le vino un repentino arrebato de indignación. Había un negrata con una pistola en el aparcamiento de la taberna de Little Tom. No había muchos temas sobre los que Virgil Gossard tuviese una opinión firme ni formada del todo, pero uno de ellos eran los negratas con pistola. El gran problema de este país no era que hubiese muchas armas, el problema consistía en que muchas de esas armas estaban en manos de la gente equivocada, y con toda seguridad y contundencia la gente equivocada que llevaba armas eran negratas. Virgil veía la cosa de la siguiente manera: los blancos necesitaban pistolas para protegerse de los negratas con pistola, mientras que todos los negratas tenían una pistola para cargarse a otros negratas y, si se terciaba, también a los blancos. De modo que la solución era quitarles las pistolas a los negratas y entonces habría menos blancos con pistola, ya que no tendrían nada que temer, y además habría menos negratas cargándose a otros negratas, con lo cual se producirían también menos crímenes. Así de simple: los negratas no podían tener armas. Y ahora, justo detrás de él, precisamente un miembro de la gente equivocada estaba en ese instante apuntándole al cráneo con una de esas pistolas inconvenientes, cosa que a Virgil no le hacía ninguna gracia. Aquello reforzaba su teoría. Los negratas no debían tener pistola y...

La pistola en cuestión le golpeó con fuerza detrás de la oreja y una voz dijo:

–Eh, vale, ¿sabes que estás hablando muy alto?

–Mierda –dijo Virgil, y en esa ocasión oyó su propia voz.

 

 

El primero de los coches entra en el campo y se detiene. Los faros iluminan el viejo roble, de modo que su sombra se agranda y se expande por la ladera como una sangre oscura que se derramase y se dispersara a través de la tierra. Un hombre se baja del coche por el lado del conductor, bordea el automóvil y le abre la puerta a una mujer. Ambos tienen unos cuarenta años, la cara curtida y llevan ropa barata y zapatos también baratos, remendados tan a menudo que la piel original no es más que un desvaído recuerdo que apenas se vislumbra entre los parches y zurcidos. El hombre saca del maletero una cesta de paja tapada con una descolorida servilleta roja de cuadros, cuidadosamente remetida. Le da la cesta a la mujer, saca una sábana hecha jirones del maletero y la extiende sobre la tierra. La mujer se arrodilla, se sienta sobre las piernas y retira la servilleta. Dentro de la cesta hay cuatro trozos de pollo frito, cuatro panecillos de mantequilla, una tarrina de ensalada de col y dos botellas de limonada casera, además de dos platos y dos tenedores. Ella saca los platos, los limpia con la servilleta y los coloca encima de la sábana. El hombre se pone cómodo junto a ella y se quita el sombrero. Es una tarde calurosa y los mosquitos ya han empezado a picar. Él aplasta uno y examina sus despojos sobre la mano.

–Hijoputa –dice.

–No digas palabrotas, Esaú –dice la mujer remilgadamente, y sirve la comida con meticulosidad para asegurarse de que a su marido le toca la pechuga, porque es un hombre bueno y trabajador, a pesar de su mala lengua, y necesita alimentarse bien.

–Perdona –se disculpa Esaú mientras ella le pasa un plato de pollo con ensalada de col y mueve la cabeza un poco disgustada por los modales del hombre con el que se ha casado.

En torno a ellos van aparcando otros vehículos. Hay parejas, y ancianos, y adolescentes. Algunos conducen camiones, llevan a sus vecinos abanicándose con el sombrero en el remolque. Otros llegan en enormes Buick Roadmaster, en Dodge Royal, en Ford Mainline e incluso en un viejo y enorme Kaiser Manhattan. Ningún coche tiene menos de siete u ocho años. Comparten la comida o se apoyan contra el capó de los coches y beben botellines de cerveza. Se saludan con apretones de mano y palmadas en la espalda. Ya hay cuarenta coches y camiones, quizá más, dentro y en los alrededores de Ada´s Field. Sus faros iluminan el roble negro. Es fácil que haya cien personas reunidas, esperando, y cada minuto llegan más.

Las ocasiones de poder celebrar este tipo de reuniones no se presentan muy a menudo hoy en día. Los grandes años de la Barbacoa del Negro ya han pasado y las viejas leyes se han ajustado a presiones externas. Aquí hay gente que aún recuerda el linchamiento de Sam Hose, allá en Newman, en 1899, cuando pusieron trenes especiales para que más de dos mil personas, llegadas de sitios remotos, pudiesen ver cómo la gente de Georgia trataba a los violadores y asesinos negratas. A nadie le importaba el pequeño detalle de que Sam Hose no hubiese violado a nadie y que hubiese matado a Cranford, el dueño de una plantación, en defensa propia. Su muerte serviría de ejemplo para los otros, y por eso lo castraron, le cortaron los dedos y las orejas y le despellejaron la cara antes de rociarlo de petróleo y arrimarle una antorcha. La multitud recogió los restos de sus huesos y los guardó como recuerdo. Sam Hose fue una de las cinco mil víctimas de los linchamientos llevados a cabo por el populacho en menos de un siglo; algunos de ellos por violación, o eso decían, y otros por asesinato. Y luego estaban los que se limitaban a fanfarronear o a proferir amenazas a la ligera, cuando lo mejor hubiese sido que mantuviesen la boca cerrada. Hablar de esa manera tenía el riesgo de que irritaba a muchísima gente, lo que no hacía sino agravar el problema. Esa manera de hablar tenía que ser reprimida antes de que degenerase en griterío, y no había modo más seguro de acallar a un hombre o a una mujer que la soga y la antorcha.         

Gloriosos días, gloriosos días aquellos.

A eso de las nueve y media de la noche oyen que se aproximan tres camiones, y un rumor de excitación se propaga entre la multitud. Vuelven la cabeza cuando los faros iluminan el campo. Hay al menos seis hombres en cada vehículo. El camión de en medio es un Ford rojo y en la parte de atrás viene sentado un negro, encorvado, con las manos atadas a la espalda. Es corpulento, altísimo, y tiene muy pronunciados y amazacotados los músculos de los hombros y de la espalda, como si fuesen un saco de melones. Tiene la cabeza y la cara ensangrentadas, y uno de los ojos cerrado por la hinchazón.

Ya está aquí.

El hombre que va a arder ya está aquí.

 

 

Virgil tenía la certeza de que estaba a punto de morir. El ser un bocazas le había ayudado a meterse en un montón de problemas, y quizás aquél fuese el último que tendría que afrontar. Pero el buen Dios estaba sonriendo por encima de la cabeza de Virgil, aunque no lo suficiente como para hacer que el ne..., perdón, que el pistolero se fuese. Por el contrario, notaba el aliento de éste en la mejilla y olía su loción de afeitado mientras hablaba. Olía a cosa cara.

–Como vuelvas a pronunciar esa palabra, mejor que disfrutes de la meada, porque será la última.

–Perdón –dijo Virgil, pero cada vez que intentaba quitarse esa palabra ofensiva de la cabeza le volvía con más fuerza. Empezó a sudar–. Lo siento –dijo otra vez.

–Bueno, está bien. ¿Has acabado por ahí abajo?

Virgil asintió con la cabeza.

–Entonces, guárdala. Puede que una lechuza la confunda con un gusano y se la lleve.

Virgil tuvo la vaga sospecha de que acababan de insultarlo, pero se apresuró a meter su virilidad en la bragueta, por si acaso, y se secó las manos en los pantalones.

–¿Llevas alguna arma?

–¡No!

–Apuesto a que te gustaría llevar una.

–Sí –admitió Virgil en un arranque inoportuno de sinceridad.

Advirtió que unas manos le palpaban, cacheándole, pero la pistola seguía en el mismo sitio, presionándole el cráneo. Virgil supuso que había más de uno. Joder, podía tener la mitad de Harlem detrás de sí. Sintió una presión en las muñecas al ser esposado con las manos a la espalda.

–Ahora vuélvete a la derecha.

Virgil hizo lo que le dijo. Estaba de cara al campo abierto que había detrás del bar y cuyo verdor se prolongaba hasta el río.

–Contesta mis preguntas y dejaré que te vayas por esos campos. ¿Comprendes?

El bobo de Virgil asintió con la cabeza.

–Thomas Rudge, Willard Hoag, Clyde Benson. ¿Están ahí dentro?

Virgil era de esa clase de tipos que instintivamente mienten por sistema, incluso cuando saben que no van a obtener ningún beneficio por ocultar la verdad. Mejor mentir y cubrirte las espaldas que decir la verdad y verte envuelto en problemas desde el principio.

Virgil, fiel a su naturaleza mentirosa, negó con la cabeza.

–¿Estás seguro?

Virgil asintió y abrió la boca para adornar la mentira. Pero el chasquido de la saliva en su boca coincidió con el impacto de su cabeza contra la pared, cuando la pistola le presionó la base del cráneo.

–Mira, de todas formas vamos a entrar. Si entramos y no están, no tendrás de qué preocuparte, a menos que regresemos para preguntarte de nuevo por dónde andan. Pero si entramos y los vemos sentados juntos en el bar, mamándose unas cervezas, entonces habrá muertos que tengan más posibilidades que tú de estar vivos mañana. ¿Me entiendes?

Virgil lo entendió.

–Están dentro –confirmó.

–¿Y quién más?

–Nadie más. Sólo ellos tres.

El negro, cuando Virgil recobró por fin la memoria, le apartó la pistola de la cabeza y le palmeó el hombro.

–Gracias... –dijo–. Lo siento, no oí tu nombre.

–Virgil.

–Bueno, Virgil, gracias –dijo el hombre, y luego le pegó con la culata de la pistola en la cabeza–. Te has portado bien.    

 

 

Debajo del roble negro aparca un viejo Lincoln. El camión rojo se detiene a su lado y tres hombres encapuchados suben al remolque y arrojan al negro al suelo. Cae de bruces, golpeándose la cara con la tierra. Unas manos fuertes lo incorporan de un tirón mientras él mira con fijeza los agujeros negros, hechos toscamente con quemaduras de cerillas y cigarrillos, de las fundas de almohada que les sirven de capucha. Le llega el hedor de alcohol barato.

Alcohol barato y gasolina.

Se llama Errol Rich, aunque ninguna lápida ni cruz será grabada con ese nombre para señalar su morada última. Desde el momento en que lo sacaron de la casa de su mamá, entre los gritos de su mamá y de su hermana, Errol dejó de existir. Ahora, todos los vestigios de su presencia física están a punto de ser borrados de la faz de la tierra, y sólo quedará el recuerdo de su vida en aquellos que le han querido, y el recuerdo de su muerte permanecerá en los congregados aquí esta noche.

¿Por qué se encuentra aquí? A Errol Rich están a punto de quemarlo porque se negó a doblegarse, porque se negó a ponerse de rodillas, porque le faltó al respeto a sus superiores.

Errol Rich está a punto de morir por romper una ventana.

Iba en su camión, su viejo camión con el parabrisas resquebrajado y la pintura desconchada, cuando oyó el grito.

-¡Oye, negrata!

Entonces le estamparon un vaso en la cabeza, hiriéndole en la cara y las manos, y algo le golpeó con fuerza entre los ojos. Frenó de inmediato y lo olió. En su regazo, una jarra rota vertía los restos de su contenido en el asiento y en sus pantalones.

Orina. Habían llenado una jarra entre todos y la habían lanzado contra el parabrisas. Se secó la cara con la manga de la camisa, que se le mojó y manchó de sangre, y miró a los tres hombres que se encontraban de pie junto a la carretera, a unos pasos de la entrada del bar.

–¿Quién me ha tirado esto? –preguntó. Nadie contestó, en el fondo estaban asustados. Errol Rich era un hombre muy fuerte. Habían calculado que se secaría la cara y seguiría adelante, no que parase y se encarara con ellos.

–¿Me lo tiraste tú, Little Tom? –Errol se plantó delante de Little Tom Rudge, el dueño del bar, pero Little Tom no le miraba a los ojos–. Porque si lo has hecho tú, será mejor que me lo digas ahora, o si no voy a pegarle fuego a tu bar de mierda.

Pero no hubo respuesta, así que Errol Rich, que siempre había tenido mucho genio, firmó su sentencia de muerte cuando alcanzó una estaca de la parte de atrás de su camión y se volvió hacia donde estaban los hombres. Éstos retrocedieron pensando que iba por ellos, pero, en vez de eso, lanzó la estaca, que medía casi un metro, contra el ventanal delantero del bar de Little Tom Rudge. Luego se subió al camión y se fue.

Ahora, Errol Rich está a punto de morir por culpa de un mero pedazo de cristal, y todo un pueblo ha acudido para presenciar el espectáculo. Los mira, mira a esos seres temerosos de Dios, a esos hijos e hijas de la tierra, y percibe toda la vehemencia de su odio como un anticipo de la quema.

«Yo arreglaba cosas», piensa. «Arreglaba cosas que se averiaban y las dejaba como nuevas».

Este pensamiento parece llegarle prácticamente de la nada. Procura espantarlo, pero el pensamiento persiste.

«Tengo ese don. Soy capaz de tomar un motor, una radio o incluso un televisor y repararlos. Jamás he leído un manual y carezco de cualquier tipo de formación profesional. Es un don, un don que tengo, y dentro de nada lo perderé.» Observa las caras expectantes de la multitud. Ve a un muchacho de catorce o quince años con los ojos encendidos por la emoción. Lo reconoce. También reconoce al hombre que apoya la mano en el hombro del muchacho. Le llevó una radio a Errol para que la tuviese reparada antes de Santa Anita porque le gustaba escuchar la retrasmisión de las carreras de caballos. Errol se la tuvo arreglada a tiempo, tras sustituir el altavoz estropeado, y el hombre se lo agradeció con un dólar de propina.

El hombre se da cuenta de que Errol lo observa y aparta la mirada. Nadie lo ayudará, no puede esperar misericordia por parte de nadie. Está a punto de morir por romper una ventana, ya encontrarán a otro que les arregle los motores y las radios, aunque no lo haga tan bien ni tan barato.

Con las piernas atadas, a Errol lo obligaron a saltar al Lincoln. Los hombres enmascarados lo arrastran, lo suben al techo de la cabina del camión y le colocan una soga alrededor del cuello mientras se arrodilla. Se fija en el tatuaje que tiene en el brazo el más alto de ellos: el nombre de Kathleen sobre una banderola sostenida por ángeles. La mano tensa la soga. Le rocían de gasolina la cabeza y siente un escalofrío.

Entonces Errol levanta la vista y pronuncia las que serán sus últimas palabras en este mundo.

–No me queméis –suplica. Ha asumido que tiene que morir, que inevitablemente va a morir esta noche, pero no quiere que lo quemen.

«Piedad, Señor, no dejes que me quemen.»

El hombre del tatuaje le arroja a Errol el resto de la gasolina a los ojos y le deja ciego, y se echa a tierra.

Errol Rich empieza a rezar.

 

 

El blanco bajito bajo fue el primero que entró en el bar. Un olor a cerveza rancia y derramada flotaba en el ambiente. En el suelo, el polvo y las colillas se amontonaban alrededor de la barra, hacia donde los habían barrido, pero faltaba recogerlos. El entarimado estaba lleno de círculos negros por las miles de colillas allí aplastadas, y la pintura naranja de las paredes se había abombado formando burbujas que reventaban como una piel infectada. No había un solo cuadro, sólo carteles de propaganda de cerveza que tapaban los desperfectos más acusados.

El bar no era muy grande. Unos nueve metros de largo por cuatro y medio de ancho. La barra estaba a la izquierda, en forma de cuchilla de patín, con el extremo curvo pegado a la puerta. En el otro extremo había una pequeña oficina y un almacén. Los lavabos se hallaban al fondo de la barra, junto a la puerta trasera. Tenían a la derecha cuatro mesas con asientos adosados pegadas a la pared. A la izquierda, un par de mesas redondas.

Había dos hombres sentados a la barra, y otro tras ella. Los tres debían de pasar los sesenta años. Los dos que estaban en la barra llevaban gorras de béisbol, descoloridas camisetas de manga corta debajo de camisas de algodón aún más descoloridas y vaqueros baratos. Uno de ellos tenía un cuchillo grande al cinto. El otro ocultaba una pistola bajo la camisa.

El hombre que se hallaba detrás de la barra daba la impresión de que alguna vez, mucho tiempo atrás, había sido fuerte y estuvo en forma. Los músculos que tuviera en su día en los hombros, el tórax y los brazos, ahora estaban sepultados bajo una gruesa capa de grasa, y el pecho le colgaba como a una vieja. Debajo de las mangas de la camiseta blanca se veían unas manchas amarillas de sudor reseco y llevaba los pantalones muy bajados de cadera, de un modo que podría resultar atractivo en un chico de dieciséis años, pero que quedaba ridículo en un hombre que contaba cincuenta años más. Tenía el pelo rubio canoso, aunque aún tupido, y parte de la cara oscurecida por una barba de una semana.

Los tres hombres estaban viendo el partido de hockey en el viejo televisor que había colgado encima de la barra, pero se volvieron al unísono cuando entró el recién llegado. Iba sin afeitar, llevaba zapatillas de deporte sucias, una chillona camisa hawaiana y unos chinos arrugados. Tenía pinta de vivir en Christopher Street, aunque nadie en el bar supiese con exactitud dónde estaba Christopher Street, la calle gay más emblemática de Nueva York. Pero ellos conocían a esa clase de individuos, vaya que sí los conocían. Podían olerlos desde lejos. No importaba si no iba afeitado ni su desaliñada manera de vestir. El tipo tenía la palabra «maricón» escrita por todo el cuerpo.

–¿Me pones una cerveza? –preguntó mientras se acercaba a la barra.

El camarero se quedó inmóvil durante al menos un minuto, después sacó una Bud de la nevera y la puso sobre la barra.

El hombre bajito cogió la cerveza y la miró como si viese una botella de Bud por primera vez.