Ya llegan.
Ya llegan en sus coches y en sus
camiones, dejando atrás, en el aire puro de la noche, unas columnas de humo
azul que parecen manchas en el alma. Ya llegan con sus mujeres e hijos, con sus
amantes y novias, hablando de cosechas, de animales y de viajes futuros, de la
campana de la iglesia y de la catequesis de los domingos, de trajes de boda y
del nombre que les pondrán a los niños que aún no han nacido, de quién dijo
esto y quién lo otro, cosas todas ellas insignificantes y a la vez grandiosas
que constituyen el sustento de un millar de pueblecitos que no se diferencian
en nada del suyo.
Ya llegan con comida y bebidas, y
la boca se les hace agua con el olor a pollo frito y a tartas recién horneadas.
Ya llegan con las uñas sucias y con aliento a cerveza. Ya llegan con camisas
planchadas y vestidos estampados, con el pelo peinado o revuelto. Ya llegan con
alegría en el corazón, con sentimientos de venganza y con una excitación que se
les enrosca en las entrañas igual que si fuera una serpiente.
Ya llegan para ver cómo arde un
hombre.
Dos hombres pararon en la
gasolinera de Cebert Yaken, la pequeña
gasolinera más simpática del sur, muy cerca de la ribera del río
Ogeechee, en la carretera que lleva a Caina. Cebert había pintado aquel letrero
de un rojo y un amarillo chillones en 1968 y, desde entonces, subía cada año a
la azotea el primer día de abril para darle una mano de pintura, a fin de que
el sol no pudiera ensañarse jamás con el letrero y decolorar su mensaje de
bienvenida. Día tras día, el letrero proyectaba su sombra en el solar vacío, en
los macetones de flores, en los brillantes surtidores de gasolina y en los
cubos que Cebert tenía siempre llenos de agua para que los conductores pudieran
limpiar los restos de insectos de los parabrisas. Más allá había unos campos
baldíos, y, a principios del caluroso septiembre, la calima que ascendía del
asfalto hacía que los árboles del sasafrás danzaran, espejeantes, en el aire
inmóvil. Las mariposas se confundían con las hojas caídas: las anaranjadas
mariposas dormilonas, las blancas mariposas escaqueadas y las azules mariposas
con cola del este se agitaban tras el paso de los vehículos como si fueran las
velas de unos barcos de vivos colores que se balancearan en un mar agitado.
Desde el taburete que estaba junto
a la ventana, Cerbert veía llegar los coches y comprobaba si las matrículas
eran de otro estado para, de ser así, preparar una cordial bienvenida al viejo
estilo sureño, servir quizás algunos cafés y donuts o bien deshacerse de algunos
mapas turísticos cuyas cubiertas amarilleadas por el sol
indicaban el fin inmediato de su utilidad.
Cebert llevaba la indumentaria
previsible: un mono azul con su nombre bordado en el lado izquierdo del pecho y
una gorra de propaganda de la empresa Beef Feeds echada hacia atrás como un
toque de informalidad. Tenía el pelo blanco y un largo bigote que se curvaba de
forma pintoresca sobre el labio superior y cuyas puntas casi se le unían en la
barbilla. A sus espaldas, la gente murmuraba que parecía como si un pájaro
acabase de salir volando de la nariz de Cebert, aunque nadie lo decía con mala
intención. La familia de Cebert había vivido en aquella región durante varias
generaciones y Cebert era uno de los suyos. En las ventanas de la
gasolinera ponía anuncios de picnics y de rastrillos benéficos donde se vendían
pasteles y hacía donaciones para cualquier buena causa. Si el hecho de vestirse
y de comportarse como el abuelo Walton le ayudaba a vender un poco más de gasolina y un
par de chocolatinas más, pues mejor para Cebert.
Encima del mostrador de madera,
detrás del que Cebert se sentaba un día sí y otro también, a lo largo de los
siete días de la semana, compartiendo las tareas con su mujer y su hijo, había
un tablón de anuncios encabezado por la siguiente frase: «¡Mira quién se dejó
caer por aquí!». Cientos de tarjetas de visita estaban clavadas en él. Había
más tarjetas en las paredes, en los marcos de las ventanas y en la puerta que
daba a la pequeña oficina trasera. Miles de don nadies que pasaban por Georgia,
en su ruta para vender tinta para fotocopiadoras o productos para el cuidado
del pelo, le habían dado al viejo Cebert su tarjeta como recuerdo de su visita
a la pequeña gasolinera más simpática
del sur. Cebert nunca las quitaba, de modo que las tarjetas habían ido
acumulándose hasta el punto de formar estratos, como si se tratase de una roca.
Si bien algunas habían ido cayéndose con el paso de los años o habían ido a
parar detrás de las cámaras frigoríficas, por lo general, si los don nadies
pasaban de nuevo por allí al cabo de unos años, acompañados de pequeños don
nadies, era casi del todo probable que encontrasen sus tarjetas sepultadas bajo
cientos de ellas, como una reliquia de la vida de la que una vez disfrutaron y
de la clase de hombre que fueron.
Pero los dos hombres que llenaron
el tanque de gasolina y que echaron agua al radiador de su mierda de Taurus,
justo antes de las cinco de la tarde, no eran de esos que dejan su tarjeta de
visita. Cebert se dio cuenta enseguida de ese detalle y sintió que algo se le
revolvía en las tripas cuando aquellos dos hombres le miraron. Se comportaba de
una manera que sugería una amenaza que ni se molestaban en disimular, un
peligro potencial tan evidente como una pistola amartillada o una espada
desenvainada. Cebert apenas los saludó con la cabeza cuando entraron y tuvo
buen cuidado de no pedirles su tarjeta. Aquellos hombres no querían que los
recordaran, y cualquier persona inteligente, como lo era Cebert, haría bien en
darse la maña de olvidarlos en cuanto pagaran la gasolina (en efectivo, por
supuesto) y la última mota de polvo que levantase su coche volviese al suelo.
Porque si unos días después
decidieras recordarlos, tal vez cuando la poli llegase haciendo preguntas y
pidiéndote que los describieras, entonces, bueno, ellos podrían enterarse y
decidir también acordarse de ti. Y la próxima vez que alguien se dejase caer
por el establecimiento del viejo Cebert sería para llevarle flores, y el viejo
Cebert no tendría que darle palique ni venderle un descolorido mapa turístico,
porque el viejo Cebert estaría muerto y nunca más tendría que preocuparse de
sus mercancías amarillentas ni de la pintura descascarillada del letrero.
De modo que Cebert tomó el dinero
y vio cómo el más bajo de los dos, el tipejo blanco que había echado agua al
radiador cuando llegaron a la gasolinera, echó un vistazo a los discos
compactos más baratos y a los escasos libros de bolsillo que había en un
expositor junto a la puerta. El otro, un negro alto que llevaba una camisa
negra y unos vaqueros de marca, miraba con aire despreocupado los ángulos del
techo y las estanterías que estaban detrás del mostrador, cargadas hasta arriba
de paquetes de cigarrillos. Cuando comprobó que no había ninguna cámara de
vigilancia, sacó la cartera y, con la mano enguantada en piel, cogió dos
billetes de diez dólares para pagar la gasolina y dos refrescos. Esperó con
paciencia a que Cebert le diese el cambio. El coche era el único que había en
el surtidor. Tenía matrícula de Nueva York, y tanto la matrícula como el coche
estaban bastante sucios, de manera que Cebert no pudo apreciar mucho más que la
marca, el color y la estatua de la señora Libertad oteando a través de la
mugre.
–¿Necesitan un mapa? –preguntó
Cebert, esperanzado–. ¿Tal vez una guía turística?
–No, gracias –dijo el negro.
Cebert hurgó en la máquina
registradora. Sin saber por qué, las manos empezaron a temblarle. Nervioso, se
sorprendió a sí mismo iniciando justo el tipo de conversación idiota que se
había jurado evitar. Le daba la impresión de hallarse fuera de su propio
cuerpo, viendo cómo un viejo tonto con unos bigotes caídos se hablaba a sí
mismo dentro de una tumba prematura.
–¿Van a quedarse por aquí?
–No.
–Entonces me temo que no
volveremos a vernos.
–Puede que tú no.
Había algo en el tono de voz de
aquel hombre que hizo que Cebert levantase la vista de la caja registradora. Le
sudaban las manos. Sacó con rapidez una moneda de un cuarto de dólar con el
dedo índice y dejó que se deslizara por la cuenca de su mano derecha antes de
dejarla caer de nuevo en la caja registradora. El negro seguía, muy tranquilo,
al otro lado del mostrador, pero Cebert sintió una opresión inexplicable en la
garganta. Parecía como si aquel cliente fuese dos personas a la vez: una de
ellas vestida con vaqueros negros y camisa negra, con un leve deje sureño en la
voz, y la otra una presencia invisible que se había colocado detrás del
mostrador y que constreñía poco a poco las vías respiratorias de Cebert.
–O puede que volvamos alguna vez
–prosiguió–. ¿Estarás aquí todavía?
–Eso espero –carraspeó Cebert.
–¿Crees que te acordarás de
nosotros?
Lo preguntó como quien no quiere
la cosa, con algo que podría interpretarse como el esbozo de una sonrisa, pero
no había lugar a dudas sobre lo que quería decir.
Cebert tragó saliva.
–Jefe –dijo–, ya mismo me he
olvidado de vosotros.
Oído esto, el negro asintió con la
cabeza y salió de allí con su acompañante. Cebert no pudo recobrar el aliento
hasta que el coche se perdió de vista y la sombra del letrero se proyectó de
nuevo en el solar vacío.
Cuando, uno o dos días después,
los polis llegaron haciendo preguntas sobre aquellos dos hombres, Cebert negó
con la cabeza y les dijo que no sabía nada, que no podía recordar si dos tipos
como aquéllos habían pasado por allí a lo largo de la semana. Mierda, montones
de gente pasaban por allí en dirección a la 301 o a la carretera Interestatal,
como si aquello fuese una atracción de Disney. Y, en cualquier caso, todos esos
tipos negros son iguales, ya sabes. Invitó a los polis a café y a pastelillos y
les dio puerta. Se sorprendió a sí mismo, por segunda vez en aquella semana,
recuperando el aliento.
Echó un vistazo a las tarjetas de
visita que atiborraban lo que antes eran paredes blancas, se inclinó y sopló el
polvo acumulado en el rimero que le quedaba más próximo. El nombre de Edward
Boatner quedó al descubierto. Según aquella tarjeta, Edward trabajaba para una
fábrica que estaba a las afueras de
Hattiesburg, en Misisipí, como vendedor de repuestos. Bien, si Edward volvía
alguna vez, podría echarle un vistazo a su tarjeta. Aún estaría allí, porque
Edward quería que lo recordasen.
Pero Cebert no se acordaba de
nadie que no quisiera ser recordado.
Él podía ser amigable, pero no era
tonto.
Un roble negro se alza en una
colina, en el extremo norte de un campo verde. Sus ramas parecen huesos
recortados en el cielo iluminado por la luna. Es un árbol muy viejo. Tiene la
corteza gruesa y gris, con profundas arrugas de uniformes surcos verticales,
como una reliquia fosilizada que hubiese quedado varada tras una marea
pretérita. Por algunos sitios, la corteza interior ha quedado al descubierto y
rezuma un olor amargo y desagradable. Sus brillantes hojas verdes son carnosas
y feas, estrechas y de color intenso, con dientes erizados en el extremo del lóbulo.
Pero no es éste el verdadero olor
del roble negro que se alza en el extremo de Ada´s Field. En las noches
cálidas, cuando el mundo está en calma, pensativo, y la pálida luz de la luna
brilla sobre la tierra abrasada que hay debajo de la copa del roble negro, éste
exhala un olor distinto, extraño incluso su propia especie, pero que forma
parte de él como las hojas que cuelgan de sus ramas y las raíces que se hunden
en la tierra. Es el olor de la gasolina y de la carne quemada, de restos
humanos y de pelo chamuscado, de goma derretida y de algodón en llamas. Es el
olor de la muerte dolorosa, del miedo y de la desesperación, de los momentos
finales vividos entre las risas y los insultos de los mirones.
Si te acercas, verás que las ramas
por la parte de abajo están calcinadas y carbonizadas. Mira, observa el tronco:
la profunda ranura surcada en la madera, ahora marchita, pero antes vigorosa,
donde la corteza fue de pronto violentamente resquebrajada. El hombre que hizo
aquella marca, la última marca que dejó en este mundo, era Will Embree y tenía
mujer e hijo, y un trabajo en una tienda de comestibles por el que ganaba un
dólar a la hora. Su mujer se llamaba Lila Embree, Lila Richardson de soltera, y
el cuerpo de su marido –después del desenlace final: una lucha desesperada que
provocó que las botas golpearan con tanta fuerza el tronco del árbol que
acabaron desgarrándole la corteza y dejando una llaga profunda en su pulpa-
nunca se lo devolvieron, porque quemaron sus restos y la multitud se llevó como
recuerdo los huesos calcinados de los dedos de las manos y de los pies. Le
mandaron una fotografía de su marido muerto que Jack Morton, vecino de
Nashville, había impreso en lotes de quinientas para que se utilizaran como
postales: los rasgos de Will Embree retorcidos e hinchados, y el individuo que
estaba bajo sus pies muerto de risa, mientras las llamas de la antorcha
ascendían por las piernas del hombre al que Lila amaba. Su cadáver fue arrojado
a un pantano y los peces arrancaron de sus huesos los últimos despojos de carne
carbonizada, hasta que se deshicieron y quedaron esparcidos por el lodo en el
fondo del pantano. La corteza nunca se recuperó de la llaga que le hizo Will
Embree y desde entonces está a la vista. El hombre analfabeto dejó su marca en
el único monumento erigido a su desaparición, tan indeleble como si la hubiese
grabado en piedra.
En algunas partes de este viejo
árbol las hojas nunca crecen. Las mariposas no se posan en él y los pájaros no
anidan en sus ramas. Cuando las bellotas caen al suelo, ribeteadas de costras
marrones y velludas, se quedan allí hasta que se pudren. Incluso los cuervos
desvían sus ojos negros de la fruta podrida.
Alrededor del tronco crece una
enredadera. Sus hojas son anchas, y de cada nudo brota una mata de pequeñas flores
verdes que huelen como si estuviesen descomponiéndose, pudriéndose, y a la luz
del día son negras porque están llenas de moscas atraídas por el hedor. Es la
smilax herbacea, la flor de la carroña. No hay otra como ella en cientos de
kilómetros a la redonda. Como el propio roble negro, es única en su especie.
Aquí, en Ada´s Field, las dos entidades coexisten, parasitarias y putrefactas:
una alimentada por el sustento del árbol, mientras que la otra debe su
existencia a la desaparición y a la muerte.
Y la canción que el viento canta
en sus ramas es de miseria y pesar, de dolor y de fallecimiento. Se propaga por
los campos baldíos y las chozas a través de acres de trigo y nubes de algodón.
Llama a los vivos y a los muertos y a los viejos fantasmas que perviven en su
sombra.
Ahora hay luces en el horizonte y
coches en la carretera. Es el 17 de julio de 1964 y ya llegan.
Ya llegan para ver cómo arde un
hombre.
Virgil Gossard salió al
aparcamiento que había junto a la taberna de Little Tom y eructó ruidosamente.
El cielo despejado de la noche se extendía por encima de él, presidido por una
espectacular luna amarilla. Al noroeste se veía con claridad la cola de la
constelación de Draco, con la Osa Menor debajo y Hércules arriba, pero Virgil
no era un tipo que perdiese el tiempo mirando las estrellas, sobre todo si por
mirarlas corría el riesgo de dejar pasar por alto una moneda caída en el suelo,
así que el dibujo de las estrellas le importaba
muy poco. Desde los árboles y arbustos se oían los últimos grillos, ya
sin las perturbaciones del tráfico ni de la gente, porque aquél era un tramo
tranquilo de carretera, con pocas viviendas y menos vecinos aún, pues la
mayoría de ellos hacía muchos años que había abandonado sus casas en busca de
sitios que ofrecieran más oportunidades. Las cigarras ya se habían ido y el
bosque se prepararía pronto para el sosiego invernal. A Virgil le alegraría la
llegada del invierno. No le gustaban los bichos. Aquel día, muy temprano, algo
que parecía unas hebras verdosas de algodón se deslizó por su mano mientras
estaba en la cama y sintió una pequeña picadura cuando una chinche de campo,
buscando chinches de cama entre las mugrientas sábanas de Virgil, le
aguijoneó. Un segundo después, aquella cosa estaba muerta, pero la picadura aún
le escocía. Por ese motivo, Virgil pudo decirles a los polis la hora exacta en
que llegaron los hombres. Había visto los números verdes que brillaban en su
reloj cuando se rascó la picadura: las nueve y cuarto de la noche.
En el aparcamiento tan sólo había
cuatro coches, cuatro coches para cuatro hombres. Los otros estaban todavía en
el bar viendo la repetición de un memorable partido de hockey en el cutre
televisor de Little Tom, pero a Virgil nunca le había interesado mucho el
hockey. No tenía buena vista y el disco se movía con demasiada rapidez para
poder seguirlo. Aunque la verdad es que todo se movía demasiado deprisa como
para que Virgil Gossard pudiera seguirlo. Así estaban las cosas. Virgil no era
muy inteligente, pero al menos lo sabía, lo que quizá le hacía más inteligente
de lo que él mismo pensaba. Había otros muchos tipos que se creían Alfred
Einstein o Bob Gates, pero Virgil no. Virgil sabía que era bobo, así que
mantenía la boca cerrada el mayor tiempo posible y procuraba tener los ojos bien
abiertos, y sólo se preocupaba de vivir
su vida.
Sintió un dolor en la vejiga y
suspiró. Tendría que haber ido al lavabo antes de salir del bar, pero los
lavabos de Little Tom olían peor que el mismísimo Little Tom, y ya es decir,
teniendo en cuenta que el pequeño Tom olía como si estuviera pudriéndose por
dentro en una larga agonía. Carajo, todo el mundo estaba
pudriéndose, por dentro o por fuera, pero la mayoría de la gente se daba un
baño de tarde en tarde para mantener alejadas a las moscas. Pero Little Tom Rudge no. Si Little
Tom decidiera bañarse, el agua huiría de la bañera como forma de protesta.
Virgil se apretó la ingle y se
apoyó agobiado sobre la pierna izquierda y luego sobre la derecha. No quería
volver a entrar, pero si Little Tom le pillaba meando en el aparcamiento,
Virgil regresaría a casa con la bota de Little Tom estampada en el culo, y
Virgil ya había tenido demasiados problemas allí como para añadir un maldito
enema de cuero a sus pesares. Podía echar una meada en un lugar apartado de la
carretera, pero cuanto más pensaba en ello, más ganas le entraban. Notaba que
le quemaba por dentro: si esperase más...
Bueno, joder, no estaba dispuesto
a esperar. Se bajó la cremallera, hurgó dentro de los pantalones y se dirigió
con andares de pato a la pared de la taberna de Little Tom justo a tiempo para
dejar su firma, que era a lo más que llegaba el nivel intelectual de Virgil.
Resoplaba con alivio a medida que la presión disminuía, con los ojos en blanco
por aquel breve éxtasis.
Sintió que algo frío le rozaba
detrás de la oreja izquierda y se le pusieron los ojos como platos. No se
movió. Concentró toda su atención en la sensación del metal sobre la piel, en
el sonido del líquido en la madera y en la piedra y en la presencia de una
figura alta detrás de él. De repente oyó una voz:
–Te lo advierto, blanco de mierda:
como me salpique una sola gota de tu asquerosa meada en los zapatos, van a
tener que ponerte un cráneo nuevo antes de meterte en la caja.
Virgil tragó saliva.
–No puedo parar.
–No te pido que pares. No te pido
nada. Lo único que te digo es que procures que no me salpique ni una sola gota
de tu orina matarratas en los zapatos.
Virgil dejó escapar un pequeño
sollozo y procuró desviar el chorro a la derecha. Sólo se había tomado tres
cervezas, pero parecía que estuviese meando el Misisipí. Por favor, para,
pensó. Echó un ligero vistazo a la derecha y vio una pistola negra en una mano
negra. La mano salía de la manga negra de un abrigo. En el extremo de la manga
negra del abrigo había un hombro negro, una solapa negra, una camisa negra y el
contorno de un rostro negro.
La pistola le golpeó el cráneo con
fuerza, advirtiéndole que mirase al frente, pero a Virgil le vino un repentino
arrebato de indignación. Había un negrata con una pistola en el aparcamiento de
la taberna de Little Tom. No había muchos temas sobre los que Virgil Gossard
tuviese una opinión firme ni formada del todo, pero uno de ellos eran los
negratas con pistola. El gran problema de este país no era que hubiese muchas
armas, el problema consistía en que muchas de esas armas estaban en manos de la
gente equivocada, y con toda seguridad y contundencia la gente equivocada que
llevaba armas eran negratas. Virgil veía la cosa de la siguiente manera: los
blancos necesitaban pistolas para protegerse de los negratas con pistola,
mientras que todos los negratas tenían una pistola para cargarse a otros
negratas y, si se terciaba, también a los blancos. De modo que la solución era
quitarles las pistolas a los negratas y entonces habría menos blancos con
pistola, ya que no tendrían nada que temer, y además habría menos negratas
cargándose a otros negratas, con lo cual se producirían también menos crímenes.
Así de simple: los negratas no podían tener armas. Y ahora, justo detrás de él,
precisamente un miembro de la gente equivocada estaba en ese instante
apuntándole al cráneo con una de esas pistolas inconvenientes, cosa que a
Virgil no le hacía ninguna gracia. Aquello reforzaba su teoría. Los negratas no
debían tener pistola y...
La pistola en cuestión le golpeó
con fuerza detrás de la oreja y una voz dijo:
–Eh, vale, ¿sabes que estás
hablando muy alto?
–Mierda –dijo Virgil, y en esa
ocasión oyó su propia voz.
El primero de los coches entra en
el campo y se detiene. Los faros iluminan el viejo roble, de modo que su sombra
se agranda y se expande por la ladera como una sangre oscura que se derramase y
se dispersara a través de la tierra. Un hombre se baja del coche por el lado
del conductor, bordea el automóvil y le abre la puerta a una mujer. Ambos
tienen unos cuarenta años, la cara curtida y llevan ropa barata y zapatos
también baratos, remendados tan a menudo que la piel original no es más que un
desvaído recuerdo que apenas se vislumbra entre los parches y zurcidos. El
hombre saca del maletero una cesta de paja tapada con una descolorida
servilleta roja de cuadros, cuidadosamente remetida. Le da la cesta a la mujer,
saca una sábana hecha jirones del maletero y
la extiende sobre la tierra. La mujer se arrodilla, se sienta sobre las piernas
y retira la servilleta. Dentro de la cesta hay cuatro trozos de pollo frito,
cuatro panecillos de mantequilla, una tarrina de ensalada de col y dos botellas
de limonada casera, además de dos platos y dos tenedores. Ella saca los platos,
los limpia con la servilleta y los coloca encima de la sábana. El hombre se
pone cómodo junto a ella y se quita el sombrero. Es una tarde calurosa y los
mosquitos ya han empezado a picar. Él aplasta uno y examina sus despojos sobre
la mano.
–Hijoputa –dice.
–No digas palabrotas, Esaú –dice
la mujer remilgadamente, y sirve la comida con meticulosidad para asegurarse de
que a su marido le toca la pechuga, porque es un hombre bueno y trabajador, a
pesar de su mala lengua, y necesita alimentarse bien.
–Perdona –se disculpa Esaú mientras
ella le pasa un plato de pollo con ensalada de col y mueve la cabeza un poco
disgustada por los modales del hombre con el que se ha casado.
En torno a ellos van aparcando
otros vehículos. Hay parejas, y ancianos, y adolescentes. Algunos conducen
camiones, llevan a sus vecinos abanicándose con el sombrero en el remolque.
Otros llegan en enormes Buick Roadmaster, en Dodge Royal, en Ford Mainline e
incluso en un viejo y enorme Kaiser Manhattan. Ningún coche tiene menos de
siete u ocho años. Comparten la comida o se apoyan contra el capó de los coches
y beben botellines de cerveza. Se saludan con apretones de mano y palmadas en
la espalda. Ya hay cuarenta coches y camiones, quizá más, dentro y en los
alrededores de Ada´s Field. Sus faros iluminan el roble negro. Es fácil que
haya cien personas reunidas, esperando, y cada minuto llegan más.
Las ocasiones de poder celebrar
este tipo de reuniones no se presentan muy a menudo hoy en día. Los grandes
años de la Barbacoa del Negro ya han pasado y las viejas leyes se han ajustado
a presiones externas. Aquí hay gente que aún recuerda el linchamiento de Sam
Hose, allá en Newman, en 1899, cuando pusieron trenes especiales para que más
de dos mil personas, llegadas de sitios remotos, pudiesen ver cómo la gente de
Georgia trataba a los violadores y asesinos negratas. A nadie le importaba el
pequeño detalle de que Sam Hose no hubiese violado a nadie y que hubiese matado
a Cranford, el dueño de una plantación, en defensa propia. Su muerte serviría
de ejemplo para los otros, y por eso lo castraron, le cortaron los dedos y las
orejas y le despellejaron la cara antes de rociarlo de petróleo y arrimarle una
antorcha. La multitud recogió los restos de sus huesos y los guardó como
recuerdo. Sam Hose fue una de las cinco mil víctimas de los linchamientos
llevados a cabo por el populacho en menos de un siglo; algunos de ellos por
violación, o eso decían, y otros por asesinato. Y luego estaban los que se
limitaban a fanfarronear o a proferir amenazas a la ligera, cuando lo mejor
hubiese sido que mantuviesen la boca cerrada. Hablar de esa manera tenía
el riesgo de que irritaba a muchísima gente, lo que no hacía sino agravar el
problema. Esa manera de hablar tenía que ser reprimida antes de que
degenerase en griterío, y no había modo más seguro de acallar a un hombre o a
una mujer que la soga y la antorcha.
Gloriosos días, gloriosos días
aquellos.
A eso de las nueve y media de la
noche oyen que se aproximan tres camiones, y un rumor de excitación se propaga
entre la multitud. Vuelven la cabeza cuando los faros iluminan el campo. Hay al
menos seis hombres en cada vehículo. El camión de en medio es un Ford rojo y en
la parte de atrás viene sentado un negro, encorvado, con las manos atadas a la
espalda. Es corpulento, altísimo, y tiene muy pronunciados y amazacotados los
músculos de los hombros y de la espalda, como si fuesen un saco de melones.
Tiene la cabeza y la cara ensangrentadas, y uno de los ojos cerrado por la
hinchazón.
Ya está aquí.
El hombre que va a arder ya está
aquí.
Virgil tenía la certeza de que
estaba a punto de morir. El ser un bocazas le había ayudado a meterse en un
montón de problemas, y quizás aquél fuese el último que tendría que afrontar.
Pero el buen Dios estaba sonriendo por encima de la cabeza de Virgil, aunque no
lo suficiente como para hacer que el ne..., perdón, que el pistolero se fuese.
Por el contrario, notaba el aliento de éste en la mejilla y olía su loción de
afeitado mientras hablaba. Olía a cosa cara.
–Como vuelvas a pronunciar esa
palabra, mejor que disfrutes de la meada, porque será la última.
–Perdón –dijo Virgil, pero cada
vez que intentaba quitarse esa palabra ofensiva de la cabeza le volvía con más
fuerza. Empezó a sudar–. Lo siento –dijo otra vez.
–Bueno, está bien. ¿Has acabado
por ahí abajo?
Virgil asintió con la cabeza.
–Entonces, guárdala. Puede que una
lechuza la confunda con un gusano y se la lleve.
Virgil tuvo la vaga sospecha de
que acababan de insultarlo, pero se apresuró a meter su virilidad en la
bragueta, por si acaso, y se secó las manos en los pantalones.
–¿Llevas alguna arma?
–¡No!
–Apuesto a que te gustaría llevar
una.
–Sí –admitió Virgil en un arranque
inoportuno de sinceridad.
Advirtió que unas manos le
palpaban, cacheándole, pero la pistola seguía en el mismo sitio, presionándole
el cráneo. Virgil supuso que había más de uno. Joder, podía tener la mitad de
Harlem detrás de sí. Sintió una presión en las muñecas al ser esposado con las
manos a la espalda.
–Ahora vuélvete a la derecha.
Virgil hizo lo que le dijo. Estaba
de cara al campo abierto que había detrás del bar y cuyo verdor se prolongaba
hasta el río.
–Contesta mis preguntas y dejaré
que te vayas por esos campos. ¿Comprendes?
El bobo de Virgil asintió con la
cabeza.
–Thomas Rudge, Willard Hoag, Clyde Benson. ¿Están ahí
dentro?
Virgil era de esa clase de tipos
que instintivamente mienten por sistema, incluso cuando saben que no van a
obtener ningún beneficio por ocultar la verdad. Mejor mentir y cubrirte las
espaldas que decir la verdad y verte envuelto en problemas desde el principio.
Virgil, fiel a su naturaleza
mentirosa, negó con la cabeza.
–¿Estás seguro?
Virgil asintió y abrió la boca
para adornar la mentira. Pero el chasquido de la saliva en su boca coincidió
con el impacto de su cabeza contra la pared, cuando la pistola le presionó la
base del cráneo.
–Mira, de todas formas vamos a
entrar. Si entramos y no están, no tendrás de qué preocuparte, a menos que
regresemos para preguntarte de nuevo por dónde andan. Pero si entramos y los
vemos sentados juntos en el bar, mamándose unas cervezas, entonces habrá
muertos que tengan más posibilidades que tú de estar vivos mañana. ¿Me
entiendes?
Virgil lo entendió.
–Están dentro –confirmó.
–¿Y quién más?
–Nadie más. Sólo ellos tres.
El negro, cuando Virgil recobró
por fin la memoria, le apartó la pistola de la cabeza y le palmeó el hombro.
–Gracias... –dijo–. Lo siento, no
oí tu nombre.
–Virgil.
–Bueno, Virgil, gracias –dijo el
hombre, y luego le pegó con la culata de la pistola en la cabeza–. Te has
portado bien.
Debajo del roble negro aparca un
viejo Lincoln. El camión rojo se detiene a su lado y tres hombres encapuchados
suben al remolque y arrojan al negro al suelo. Cae de bruces, golpeándose la
cara con la tierra. Unas manos fuertes lo incorporan de un tirón mientras él
mira con fijeza los agujeros negros, hechos toscamente con quemaduras de
cerillas y cigarrillos, de las fundas de almohada que les sirven de capucha. Le
llega el hedor de alcohol barato.
Alcohol barato y gasolina.
Se llama Errol Rich, aunque
ninguna lápida ni cruz será grabada con ese nombre para señalar su morada
última. Desde el momento en que lo sacaron de la casa de su mamá, entre los
gritos de su mamá y de su hermana, Errol dejó de existir. Ahora, todos los
vestigios de su presencia física están a punto de ser borrados de la faz de la
tierra, y sólo quedará el recuerdo de su vida en aquellos que le han querido, y
el recuerdo de su muerte permanecerá en los congregados aquí esta noche.
¿Por qué se encuentra aquí? A
Errol Rich están a punto de quemarlo porque se negó a doblegarse, porque se
negó a ponerse de rodillas, porque le faltó al respeto a sus superiores.
Errol Rich está a punto de morir
por romper una ventana.
Iba en su camión, su viejo camión
con el parabrisas resquebrajado y la pintura desconchada, cuando oyó el grito.
-¡Oye, negrata!
Entonces le estamparon un vaso en
la cabeza, hiriéndole en la cara y las manos, y algo le golpeó con fuerza entre
los ojos. Frenó de inmediato y lo olió. En su regazo, una jarra rota vertía los
restos de su contenido en el asiento y en sus pantalones.
Orina. Habían llenado una jarra
entre todos y la habían lanzado contra el parabrisas. Se secó la cara con la
manga de la camisa, que se le mojó y manchó de sangre, y miró a los tres
hombres que se encontraban de pie junto a la carretera, a unos pasos de la
entrada del bar.
–¿Quién me ha tirado esto?
–preguntó. Nadie contestó, en el fondo estaban asustados. Errol Rich era un
hombre muy fuerte. Habían calculado que se secaría la cara y seguiría adelante,
no que parase y se encarara con ellos.
–¿Me lo tiraste tú, Little Tom?
–Errol se plantó delante de Little Tom Rudge, el dueño del bar, pero Little Tom
no le miraba a los ojos–. Porque si lo has hecho tú, será mejor que me lo digas
ahora, o si no voy a pegarle fuego a tu bar de mierda.
Pero no hubo respuesta, así que
Errol Rich, que siempre había tenido mucho genio, firmó su sentencia de muerte
cuando alcanzó una estaca de la parte de atrás de su camión y se volvió hacia
donde estaban los hombres. Éstos retrocedieron pensando que iba por ellos,
pero, en vez de eso, lanzó la estaca, que medía casi un metro, contra el
ventanal delantero del bar de Little Tom Rudge. Luego se subió al camión y se
fue.
Ahora, Errol Rich está a punto de
morir por culpa de un mero pedazo de cristal, y todo un pueblo ha acudido para
presenciar el espectáculo. Los mira, mira a esos seres temerosos de Dios, a
esos hijos e hijas de la tierra, y percibe toda la vehemencia de su odio como
un anticipo de la quema.
«Yo arreglaba cosas», piensa.
«Arreglaba cosas que se averiaban y las dejaba como nuevas».
Este pensamiento parece llegarle
prácticamente de la nada. Procura espantarlo, pero el pensamiento persiste.
«Tengo ese don. Soy capaz de tomar
un motor, una radio o incluso un televisor y repararlos. Jamás he leído un
manual y carezco de cualquier tipo de formación profesional. Es un don, un don
que tengo, y dentro de nada lo perderé.» Observa las caras expectantes de la
multitud. Ve a un muchacho de catorce o quince años con los ojos encendidos por
la emoción. Lo reconoce. También reconoce al hombre que apoya la mano en el
hombro del muchacho. Le llevó una radio a Errol para que la tuviese reparada
antes de Santa Anita porque le gustaba escuchar la retrasmisión de las carreras
de caballos. Errol se la tuvo arreglada a tiempo, tras sustituir el altavoz
estropeado, y el hombre se lo agradeció con un dólar de propina.
El hombre se da cuenta de que
Errol lo observa y aparta la mirada. Nadie lo ayudará, no puede esperar
misericordia por parte de nadie. Está a punto de morir por romper una ventana,
ya encontrarán a otro que les arregle los motores y las radios, aunque no lo
haga tan bien ni tan barato.
Con las piernas atadas, a Errol lo
obligaron a saltar al Lincoln. Los hombres enmascarados lo arrastran, lo suben
al techo de la cabina del camión y le colocan una soga alrededor del cuello
mientras se arrodilla. Se fija en el tatuaje que tiene en el brazo el más alto
de ellos: el nombre de Kathleen sobre una banderola sostenida por ángeles. La
mano tensa la soga. Le rocían de gasolina la cabeza y siente un escalofrío.
Entonces Errol levanta la vista y
pronuncia las que serán sus últimas palabras en este mundo.
–No me queméis –suplica. Ha
asumido que tiene que morir, que inevitablemente va a morir esta noche, pero no
quiere que lo quemen.
«Piedad, Señor, no dejes que me
quemen.»
El hombre del tatuaje le arroja a
Errol el resto de la gasolina a los ojos y le deja ciego, y se echa a tierra.
Errol Rich empieza a rezar.
El blanco bajito bajo fue el
primero que entró en el bar. Un olor a cerveza rancia y derramada flotaba en el
ambiente. En el suelo, el polvo y las colillas se amontonaban alrededor de la
barra, hacia donde los habían barrido, pero faltaba recogerlos. El entarimado
estaba lleno de círculos negros por las miles de colillas allí aplastadas, y la
pintura naranja de las paredes se había abombado formando burbujas que
reventaban como una piel infectada. No había un solo cuadro, sólo carteles de
propaganda de cerveza que tapaban los desperfectos más acusados.
El bar no era muy grande. Unos
nueve metros de largo por cuatro y medio de ancho. La barra estaba a la
izquierda, en forma de cuchilla de patín, con el extremo curvo pegado a la
puerta. En el otro extremo había una pequeña oficina y un almacén. Los lavabos
se hallaban al fondo de la barra, junto a la puerta trasera. Tenían a la
derecha cuatro mesas con asientos adosados pegadas a la pared. A la
izquierda, un par de mesas redondas.
Había dos hombres sentados a la
barra, y otro tras ella. Los tres debían de pasar los sesenta años. Los dos que
estaban en la barra llevaban gorras de béisbol, descoloridas camisetas de manga
corta debajo de camisas de algodón aún más descoloridas y vaqueros baratos. Uno
de ellos tenía un cuchillo grande al cinto. El otro ocultaba una pistola bajo la
camisa.
El hombre que se hallaba detrás de
la barra daba la impresión de que alguna vez, mucho tiempo atrás, había sido
fuerte y estuvo en forma. Los músculos que tuviera en su día en los hombros, el
tórax y los brazos, ahora estaban sepultados bajo una gruesa capa de grasa, y
el pecho le colgaba como a una vieja. Debajo de las mangas de la camiseta
blanca se veían unas manchas amarillas de sudor reseco y llevaba los pantalones
muy bajados de cadera, de un modo que podría resultar atractivo en un chico de
dieciséis años, pero que quedaba ridículo en un hombre que contaba cincuenta
años más. Tenía el pelo rubio canoso, aunque aún tupido, y parte de la cara
oscurecida por una barba de una semana.
Los tres hombres estaban viendo el
partido de hockey en el viejo televisor que había colgado encima de la barra,
pero se volvieron al unísono cuando entró el recién llegado. Iba sin afeitar,
llevaba zapatillas de deporte sucias, una chillona camisa hawaiana y unos
chinos arrugados. Tenía pinta de vivir en Christopher
Street, aunque nadie en el bar supiese con exactitud dónde estaba Christopher
Street, la calle gay más emblemática de Nueva York.
Pero ellos conocían a esa clase de individuos, vaya que sí los conocían. Podían
olerlos desde lejos. No importaba si no iba afeitado ni su desaliñada manera de
vestir. El tipo tenía la palabra «maricón» escrita por todo el cuerpo.
–¿Me pones una cerveza? –preguntó
mientras se acercaba a la barra.
El camarero se quedó inmóvil
durante al menos un minuto, después sacó una Bud de la nevera y la puso sobre
la barra.
El hombre bajito cogió la cerveza
y la miró como si viese una botella de Bud por primera vez.