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GUERRA PROFUNDA
Stalingrado y Kursk
Hablamos de noche profunda, de otoño
profundo; cuando pienso en el año 1943 me
entran ganas de decir: «guerra profunda».
Ilja Ehrenburg, La guerra 1941-1945
Hace cuatro siglos, a orillas del caudaloso Volga, en el
cerrado recodo donde el río gira hacia el sudeste para recorrer entre pantanos
los últimos cuatrocientos ochenta kilómetros y pico hasta Astracán, junto al
mar Caspio, los cosacos construyeron una pequeña ciudad comercial, Tsaritsin.
Por esta ciudad típicamente provinciana, «de tres hoteles», salpicada de casas
y embarcaderos de madera, circulaban los ricos productos del Caspio y el
Cáucaso. Quizá hubiera seguido languideciendo en este estado de no haber sido
por la revolución rusa de 1917, en la que Tsaritsin se encontró en medio de una
feroz guerra civil entre las nuevas fuerzas bocheviques y los «ejércitos
blancos», variopinta colección de contrarrevolucionarios y de cosacos de
mentalidad independiente. Los blancos sitiaron Tsaritsin en el otoño de 1918 y
obligaron al Ejército Rojo a retroceder hasta que sólo quedó en su poder un
pequeño territorio en forma de herradura en la margen occidental del Volga,
alrededor de la ciudad. La población comenzó a evacuarla. Los líderes
bolcheviques locales cablegrafiaron desesperadamente a Moscú para pedir
refuerzos y armas de cualquier clase. La única respuesta fue un telegrama que
instaba a las fuerzas revolucionarias a mantenerse firmes: «En ninguna
circunstancia debe entregarse Tsaritsin» 1
La ciudad se salvó, según la leyenda soviética, gracias a
la iniciativa de un solo hombre, el presidente local del comité militar, Josif
Dzugasvili, que en 1913 había adoptado el nombre de Stalin o «acero». Instando
a sus camaradas a combatir hasta la muerte antes que abandonar la ciudad,
desobedeció las órdenes de Moscú y llamó a una división del Ejército Rojo del
Cáucaso; la «División de Acero» de Zhloba, tras recorrer a marchas forzadas
unos cuatrocientos ochenta kilómetros, atacó la retaguardia de las fuerzas cosacas
y salvó la situación. Al cabo de un mes Stalin fue ascendido a miembro del
Consejo de Defensa nacional en Moscú. Un año más tarde volvía a estar en el
frente meridional dirigiendo una campaña que se extendía desde la ciudad
esteparia de Kursk hasta el Cáucaso, pasando por Tsaritsin. Una vez más, Stalin
contribuyó a salvar la región para la revolución. Para conmemorar su victoria a
orillas del Volga, Tsaritsin se convirtió en su ciudad, Stalingrado.
Veinticuatro años después, un capricho de la historia
hizo que Stalin se encontrara defendiedo la ciudad una vez más, en
circunstancias mucho más duras. En el otoño de 1942 las fuerzas alemanas
llegaron al límite de su avance, a los nevados puertos de la cordillera del
Cáucaso y las márgenes del Volga, a uno y otro lado de Stalingrado. En los
decenios transcurridos entre los dos asaltos, la ciudad había cambiado hasta
resultar irreconocible. Ahora era un importante centro industrial que se
extendía desordenadamente siguiendo el curso del río, a lo largo de unos
sesenta y cuatro kilómetros. Su medio millón de habitantes trabajaba
principalmente en las nuevas fábricas que producían un número inmenso de
tractores destinados a alimentar la revolución agrícola del régimen y, desde
tiempos más recientes, gran número de tanques. La ciudad era un cruce de vital
importancia para el comercio soviético. Del norte llegaban productos
industriales y maquinaria y hacia el norte partía un incesante flujo de grano y
petróleo. También Stalin había cambiado. Ahora era la máxima autoridad del
estado soviético y el comandante supremo de las fuerzas armadas. Tenía mucho
más poder que en 1918 y unos ejércitos infinitamente más numerosos. De él y de
nadie más volvía a depender la salvación de la ciudad y del asediado sistema
soviético. El 28 de julio de 1942 dio una orden terminante a las tropas que
intentaban desesperadamente detener el avance de los alemanes: «¡Ni un paso
atrás!» Durante cuatro meses se aferraron al mismo territorio en forma de
herradura mientras Stalin revivía las pesadillas de la guerra civil.
Luego, poco a poco, cambiaron las tornas. Los ejércitos
soviéticos atacaron la retaguardia de las fuerzas enemigas. Fue la primera
derrota importante de la guerra. En el curso de los doce meses siguientes, el
Ejército Rojo expulsó a los alemanes de buena parte de la Rusia occidental, en
un ancho arco que se extendía desde Kursk hasta el Cáucaso. Estas victorias
soviéticas representaron el punto de inflexión de toda la guerra, del mismo
modo que la victoria de 1919 hiciera en la guerra civil. En diciembre de 1942
Stalin ascendió a 360 oficiales al empleo de general por haber salvado la
ciudad que llevaba su nombre. En marzo de 1943 se otorgó a sí mismo su primer
título militar oficial, el de mariscal de la Unión Soviética.2
Al reanudar las fuerzas alemanas su asalto a comienzos del verano de 1942, Stalingrado no ocupaba un lugar destacado en la lista de prioridades de Hitler. En lo único que pensaba era en obtener una victoria decisiva y aniquiladora sobre el Ejército Rojo y aplastar a su enemigo bolchevique de una vez para siempre. Después de eliminar el este, los alemanes podrían utilizar sus recursos para derrotar a los aliados occidentales. Lo que estaba por decidir era dónde había que asestar el golpe. Los jefes del ejército alemán eran partidarios de atacar el centro del frente, con el fin de tomar la capital soviética, Moscú. Allí estaba concentrado el grueso de las fuerzas soviéticas y la caída de la ciudad surtiría un efecto devastador en la moral soviética. Hitler no opinaba lo mismo. La conquista de la Unión Soviética estaba inspirada por la ideología, pero motivada por la codicia material. Hitler quería las industrias, el petróleo y el grano del sur de Rusia; allí había verdadero Lebensraum o espacio vital. Hitler pensó que si Alemania arrebataba estos recursos al enemigo, los soviéticos