En 1919 París era la capital del
mundo. La Conferencia de Paz era el asunto más importante del momento y sus
participantes, las personas más poderosas del planeta. Se reunían día tras día.
Discutían, debatían, se peleaban y volvían a reconciliarse. Hacían pactos.
Redactaban tratados. Creaban nuevos países y nuevas organizaciones Cenaban
juntos y juntos iban al teatro. Durante seis meses, entre enero y junio, París
fue a la vez el gobierno del mundo, su tribunal de apelación y su parlamento,
el lugar donde se centraban sus temores y sus esperanzas. Oficialmente la
Conferencia de Paz duró todavía más, hasta 1920, pero aquellos primeros seis
meses son los que cuentan, pues en ellos se tomaron las decisiones clave y se
pusieron en marcha las cruciales cadenas de acontecimientos. El mundo nunca ha
visto nada parecido ni volverá a verlo.
La conferencia se celebraba porque
la orgullosa, confiada y rica Europa acababa de despedazarse a sí misma. Una
guerra que había empezado en 1914 a causa de una disputa por el poder y la
influencia en los Balcanes había arrastrado a todas las grandes potencias,
desde la Rusia zarista en el este hasta Gran Bretaña en el oeste, y a la
mayoría de las potencias menores. Sólo España, Suiza, los Países Bajos y las
naciones escandinavas habían logrado mantenerse al margen del conflicto. Se
había luchado en Asía, en África, en las islas del Pacífico y en Oriente Medio,
pero sobre todo en suelo europeo, a lo largo de la resquebrajada red de
trincheras que se extendía desde Bélgica en el norte hasta los Alpes en el sur,
a lo largo de las fronteras de Rusia con Alemania y su aliada Austria-Hungría,
y en los propios Balcanes. Habían llegado soldados de todo el mundo
–australianos, canadienses, neozelandeses, indios, terranovenses– para luchar por
el Imperio británico; y vietnamitas, marroquíes, argelinos, senegaleses, para
combatir por Francia; y finalmente los estadounidenses, enfurecidos a más no
poder por los ataques alemanes contra sus barcos.
Lejos de los grandes campos de
batalla Europa presentaba más o menos el aspecto de siempre. Las grandes
ciudades seguían en su sitio, las líneas ferroviarias aún existían, los puertos
todavía funcionaban. No fue como en la segunda guerra mundial, en la que hasta
los edificios resultaron pulverizados. Las pérdidas fueron humanas. Millones de
combatientes –pues aún no había llegado el momento de las grandes matanzas de
civiles– murieron en aquellos cuatro años: 1.800.000 alemanes, 1.700.000 rusos,
1.384.000 franceses, 1.290.000 austrohúngaros, 743.000 británicos (y otros
192.000 del imperio) y así hasta la minúscula Montenegro, con 3000 hombres.
Hubo niños que se quedaron sin padre, mujeres que perdieron a su marido y
muchachas que vieron cómo se esfumaba la oportunidad de casarse. Y Europa
perdió a los que hubieran podido ser sus científicos, sus poetas, sus líderes y
los hijos que tal vez hubieran tenido estos hombres. Pero la lista de bajas
mortales no incluye a los que perdieron una pierna, un brazo o un ojo, ni a los
hombres cuyos pulmones sufrieron los efectos de los gases asfixiantes o cuyos
nervios nunca se recuperaron.
Durante cuatro años las naciones más avanzadas del mundo habían empujado a sus hombres, su riqueza, los frutos de su industria, su ciencia y su tecnología a una guerra que puede que empezara por casualidad pero que fue imposible detener porque los dos bandos estaban demasiado igualados. Hasta el verano de 1918, cuando los aliados de Alemania empezaron a flaquear al tiempo que de Norteamérica llegaban tropas de refresco, no lograron prevalecer los aliados. La guerra terminó el 11 de noviembre de 1918. En todas partes la gente esperaba con desánimo que lo que sucediera a continuación no fuese tan malo como lo que acababa de terminar.