Uno
Sala de
espera. La modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus
calles, reflexionó el detective sorprendido por su insólita conclusión, ¿qué
sabía él de modernidad, posmodernidad o patrimonio intangible? Nada, soy un
pobre venadito que habito en la serranía. Ver al terapeuta lo ponía nervioso y
mataba el tiempo pensando en todo, menos en lo que debía enfrentar. ¿Cómo se
escabecha en París, Berlín o islas Fidji? De una puerta ocre mal pintada salió
una joven despeinada con cara de traer una mascarilla de huevo. Sin saludar,
siguió rumbo a las escaleras.
Entró. El
despacho olía tanto a tabaco que quitaba el deseo de fumar. El terapeuta,
después de un vistazo a su libreta de notas, fue al grano: Me sorprende el bajo
perfil de tu instinto de conservación, ¿cómo es posible que no dieras un
pataleo? ¿Podría usted haber dicho que no?, yo no; era un niño y no pude salir
corriendo o gritar, no pude; ¿cree usted que un mocoso de nueve años reaccione
para salvarse cuando se ha convertido en un monigote asustado?, yo no; perdí el
valor, quedé paralizado, convertido en un títere; y aunque usted insista, no
puedo con mi condición de individuo abusado; lo medito, lo vuelvo a meditar y
no, no voy a aceptarlo como si me hubieran dado una palmada en la espalda.
Era el
punto de quiebre y durante poco menos de dos años lo había repetido mientras
hablaba de olores, sonidos, luz opaca. Odio la música de Pedro Infante. Eso no
me lo habías contado, el doctor Parra encendió otro cigarrillo, ¿a él le gustaba?
No escuchaba otra cosa y también veía sus películas; hablaba de ellas como si
fueran la última cerveza en el estadio; un par de veces, antes de que
ocurriera, me llevó al cine; la pasé bien; ahora ese recuerdo me duele. ¿Te
compró palomitas? No, o en todo caso lo he olvidado, ¿debo recordar eso
también, está incluido en el pacto degenerativo del que me habló la otra vez?
No necesariamente, las palomitas son parte de la memoria permanente,
generalmente inofensiva; sin embargo, en este caso, dado su origen, podrían ser
un elemento presente en la bolsa de intoxicación o espacio basura, en todo lo
que vuelve a un sujeto ajeno a su historia personal.
El
detective posó los ojos en el librero a su derecha. ¿Se acuerda por qué me hice
policía? Más o menos. Pues cada vez estoy más seguro de por qué elegí esa
profesión. Refréscame la memoria. De niño quería ser cura, hizo una larga
pausa, Parra anotó en su libreta, Enrique andaba con la onda de ser bombero,
aviador, investigador submarino, todo eso que les gusta a los niños; yo no, mi
deseo era convertirme en misionero en África o algo así, pausa, y vea en lo que
paré. No te va tan mal. Tampoco tan bien y no creo, como usted dice, que me
hice poli para proteger a los débiles y hacer justicia; quería ganar dinero fácil
y largarme de aquí lo más pronto posible. Sin embargo te quedaste. A todo se
acostumbra uno. Y te enemistaste con los que podrían enriquecerte rápido. Qué
más da, la vida es una tómbola.
Consultorio
en el centro de la ciudad. Parra en su desgastado sillón reclinable, Edgar
Mendieta en una silla normal que prefería a la misteriosa desnudez del diván.
Era un sitio tenebroso que olía a detergente barato. En alguna de sus visitas
se lo había señalado pero al doctor le daba igual, sólo comentó que era la
parte lúgubre de una ciudad decadente. Parra vio su reloj. Edgar, tienes que
dejar eso atrás, no estás seriamente dañado y los años te han traído cosas,
préndete de ellas; sé que piensas que la felicidad es una estupidez, pero
aunque no lo creas, es una de las escasas posibilidades que te quedan para
alivianarte, y deja de beber, te puedes cruzar con el ansiolítico, lo menos que
conseguirás es quedarte dormido en cualquier parte; eres un hombre exitoso,
disfrútalo y reactiva tu vida amorosa, ya ves cómo nos pone la sonrisa de oreja
a oreja, ¿te acuerdas de cuando anduviste con aquella chica?, haz algo, quiero
ver en tu cara esa sensación de energía que te hace creer que puedes tragarte
el mundo; vamos, ve tu futuro de otra manera y, bueno, es tiempo de irnos.
Parra usaba barba y se notaba sucio y cansado. Nunca había hablado tanto,
doctor. Es que te veo recuperado, un poco alterado pero aún dentro de tu
equilibrio. Y porque debe llegar temprano a su casa. Pues sí, qué quieres,
hombre de familia trato de estar para el noticiero de las diez; dejemos abierta
la próxima cita, tal vez no la necesites. Más me vale.
Salió.
Distraídamente miró el cielo nublado. Una camioneta Lobo y dos Hummers negras
se abrían paso sin respeto al resto de los conductores. Tocaban corridos a todo
volumen y de una de ellas lanzaron una botella de cerveza que se hizo añicos a
los pies del detective. El gran logro del poder es el orden, rumió. Aquí
estamos valiendo madre. Abordó el Jetta que tenía el radio encendido. Es tiempo
de la segunda edición de Vigilantes
nocturnos, expresó un locutor, el primer programa de la radio en la ciudad.
Lo apagó, se metió al nutrido, para la hora, tráfico de la avenida Obregón y se
marchó a casa en silencio.
No cenó
para no tener pesadillas.
Dos
Lloviznaba.
¿Tenía miedo? No. ¿Esta agua de marzo significaba algo? No creo. Podría
recordar una canción brasileña o una lejana e indiferente ciudad pero no estaba
para eso. Paola Rodríguez cruzó la reja de la calle y avanzó lentamente hacia
la casa: blanca, un piso, puerta de madera. Al bajar de su carro frente a la
entrada nunca vio una camioneta de vidrios ahumados estacionada a unos metros
de ella y cuyo parabrisas, empapado, cubría perfectamente al conductor.
¿Indecisa? Ni lo piensen. Aunque sentía la cicatriz de ciertos besos, ejercía
resuelta el aplomo de su hermosura. Le agradaba mojarse, mas ahora sólo tenía a
Edvard Munch en la cabeza: Skirk, y a
Frida Khalo: Las dos Fridas. Diego
era un desgraciado que más valía ignorar. Su mente era una vibración que no le
interesaba controlar, su pelo rojo se avistaba astroso por la humedad y la
hora. Las flores del jardín: pocas rosas, menos caléndulas, una buganvilia, no
se advertían en la mínima oscuridad. Un sedán color trigo en la cochera abierta
reflejaba la luz de un foco que pendía de la pared. Abrió la puerta azul con su
llave. Casa tipo americano, de dos aguas, barrio de clase media. En la calle la
camioneta de un vecino se alejó despacio, otro encendió la suya. El chirrido de
la puerta al cerrarse debía recordarle algo pero no ocurrió. De su bolso
extrajo una escuadra negra. Serían alrededor de las seis de la mañana y Bruno
Canizales no tardaría en levantarse para ir a correr, el infame traidor, el «me
jodo en todo y me importa un carajo, un comino, un bledo lo que sea». Ah,
exhaló ella. Buscaba que la oyera, que la viera entrar, que se exaltara, que se
le agrandaran los ojos ante su tenebrosa Beretta: Paola, mi amor, mi reina,
guarda eso, te ves preciosa pero mejor escóndela, es muy temprano y... Desgraciado,
bien que sabes a lo que vengo, ¿verdad? Se lo había advertido: Si me dejas te
mato. Le dolía además que la hubiese abandonado por ese siniestro bailarín que
maldita la hora en que ella misma se lo presentó. Es un gran amigo y el mejor
bailarín del mundo, un verdadero artista. Pao, no exageres, por favor, ve cómo
me he puesto. Todas esas tipas que revolotean a tu alrededor no me importan,
son mujeres y las entiendo, incluyendo a la diabla que nos encontró aquella
vez. Él es diferente, y me duele. No vio la sala ni la cocina impecables.
Ignoró las plantas que ella misma había llevado y los cuadros que varias veces
fueron tema de animados debates.
Soy de los
que no se casan, dijiste, y yo, según muy moderna, te respondí: Yo también,
sonreímos y luego pasó todo.
Cortó
cartucho y siguió por el pasillo. Tragaluz. La puerta abierta del estudio no le
llamó la atención. La habitación de las visitas cerrada. Al fondo la recámara
del licenciado Bruno Canizales, el hombre de su vida, que es al único al que
una mujer decente tiene derecho a matar sin remordimientos. Se aproximó a la
puerta de donde pendía un adorno de palma bendita. Silencio. Abrió con cuidado.
Es tu hora, desgraciado. Penumbras. Agresiva fragancia. Se inquietó, no le
gustó la postura del cuerpo sobre la cama desordenada, encima de las sábanas,
atravesado. ¿Duermes, maldito perjuro, después de una noche de sexo desbocado?
Apuntándole se acercó a la lámpara pero no la encendió. No lo necesitaba para
advertir que Bruno estaba muerto.
Se sentó
en el piso con la pistola entre las piernas y comenzó a llorar. Me hubiera
casado contigo sólo para estar juntos, cara de ángel, hubiera prometido amarte
y respetarte hasta los últimos días de mi vida, en la salud y en la enfermedad,
en lo... y en lo adverso; decidí no ser estúpida y ve lo que estoy pensando.
Dios mío, todas las cosas del mundo se pueden falsificar menos el amor. A su
lado los zapatos. Se rascó la mano izquierda con el cañón de la Beretta. Me va
a llegar dinero, masculló, luego le colocó el seguro, la guardó en el bolso y
se puso de pie. Contempló el cadáver con ropa de calle sobre las sábanas
revueltas, el rostro pálido, afeitado. Sobre el buró distinguió un libro de su
propiedad y una tarjeta: «Recoger al Dr. Ripalda, 7:15. Aeroméxico». Paola Rodríguez
vio su reloj: 6:08. Bruno querido, alguien te odiaba más que yo. Abandonó el
lugar sin ocuparse para nada del cuerpo.
Bella:
imposible describirla.
Lloviznaba.
Tres
Mendieta
tomó su pistola de la guantera, bajó del Jetta, la metió en su cintura y no
cerró la puerta, escuchaba a Herman's Hermits, There's a kind of hush, de un cedé de oldies que lo traía patinando. Espero que sea uno de esos casos
imposibles que son en los que mejor nos va, especuló. Jamás los resolvemos y ni
quién se preocupe o haga preguntas a las tres de la mañana. Vestía playera y jeans negros, mismo color de su delgada
chamarra rompevientos. En un amplio estacionamiento para camiones de carga, en
un barrio suburbano conocido como Piggyback, junto a una caja de tráiler
abandonada yacía el cadáver de un hombre que aún no había sido identificado.
Por comodidad guardó la Beretta en el bolsillo de la chamarra mientras atendía
a Daniel Quiroz, reportero de Vigilantes
nocturnos, cuya barra se especializaba en nota roja y que gracias a sus
conexiones era el primero en llegar al escenario del crimen.
Zurdo, ¿sabes algo que yo no sepa?
Por el azul de sus ojos parece que se trata de Steve McQueen, de nacionalidad
norteamericana, de profesión motociclista. Pero si no lo has visto. Soy adivino,
¿lo olvidaste tan pronto? Seré lo que sea, mi Zurdo, pero no soy ingrato, y
menos desleal con un bato como tú que me ha hecho tantos favores. Jefe, lo
llamó Gris Toledo, su compañera, que había pasado de agente de tránsito a la
policía y que desde la jubilación de Sánchez trajinaba a su lado. Mamacita, se
pronunció Quiroz, qué buena estás, no tienes intereses allí, ¿verdad, mi Zurdo?
Dios me libre, nunca me involucraría con una mujer a la que le apestan los
pies. Yo sí, lo que disfrutaría chupándole sus deditos mantecosos.
Los técnicos habían bloqueado con
cinta amarilla el lugar y dos ayudantes del doctor Montaño, el forense,
trabajaban sin mucho entusiasmo. A lo lejos un remolino indicaba que si febrero
era loco, marzo otro poco.
La cobija
era café y se hallaba empapada, con un alce entre riscos estampado en el
centro, sobre el que yacía el cuerpo del hombre, cuarenta y cinco a cincuenta
años, calculó el detective, uno ochenta, camisa Versace, descalzo, castrado y
con un balazo en el corazón. Uno de los polis que inspeccionaba el lugar
regresó con una bota vaquera de piel de avestruz, Mendieta hizo una mueca.
Pasemos el caso a Narcóticos, mandó a su pareja, varios celulares sonaban. No
necesitamos su nombre para saber a qué se dedicaba. No sólo lo han castrado,
también le cortaron la lengua, aclaró Gris, no hemos localizado casquillos, lo
que hace pensar que lo mataron en otro lugar y lo trajeron aquí. Es igual,
cualquier asunto con narcos de por medio ya ha sido resuelto, llama a Pineda
para que se entienda con Ortega que no tarda en llegar y nos vemos en la
oficina. ¿Qué le digo al Ministerio Público?, señaló a una joven que miraba la
escena con ojos desorbitados. Lo que se te ocurra, avanzó rumbo al Jetta blanco
que se encontraba entre una hilera de cajas. Algunos traileros curioseaban
mientras bebían café y comían tacos de machaca y frijoles. Dos habían visto una
Lobo negra tirar el cuerpo pero ni locos lo dirían. Con la policía mexicana
cuanto más lejos mejor y de los matones también.
Fanfarria del
séptimo de caballería. Mendieta, expresó el detective respondiendo el celular
al jefe Briseño. ¿Dónde estás? Viendo una tomatera y a un ejército de
oaxaquitas cortar pimientos rojos y verdes, y ya que me llama le informo que
llegaron los de Narcóticos y exigieron sus derechos sobre el encobijado, se lo
pasamos para evitar problemas, ya ve cómo son delicados. ¿Quién fue? Pineda, el
más celoso de su territorio. Déjalos y háganse cargo de un caso en la
Guadalupe, hace media hora nos reportaron un muerto, se llama Bruno Canizales,
era abogado, candidato a profesionista del año y miembro de la PFU. ¿Y eso qué
es? Pequeña Fraternidad Universal. Me sonó a Policía Federal Preventiva. Nada,
se dedican a la meditación y al vegetarianismo, la denuncia la hizo el doctor
Francisco Ripalda, que llegó de visita de la ciudad de México y se iba a alojar
con el occiso; anota el domicilio; muévanse.
Conocía la
colonia Guadalupe bastante bien. Cruzada por la avenida Obregón, bajo el templo
La Lomita, se asentaba a un costado de la Col Pop donde había vivido toda su
vida.
En la sala
se hallaban reunidos el doctor Ripalda, un hombre delgado y dos mujeres, una de
ellas se veía particularmente abatida. Bebían limonada. Mendieta y Gris
observaron el cuadro por un momento y se sentaron con ellos. ¿Caso imposible?
Espero, el detective sacó su Palm y se extendió, cuando hay cadáver los vivos
son más importantes que el muerto. En la pared colgaban paisajes, algunos
diplomas de la PFU, un cuadro de María Romero que representaba la extirpación
de los genitales femeninos y otro de Kijano. ¿Quién lo encontró? Mientras
Ripalda alzaba su mano, Mendieta observó al resto. Tres macetas con plantas
creaban un ambiente agradable.
Somos
miembros de la Pequeña Fraternidad Universal, de la que el licenciado Canizales
también formaba parte; vivo en el DF pero estoy impartiendo un curso sobre
Meditación Trascendental y desde hace un mes vengo los fines de semana, el
licenciado siempre iba por mí al aeropuerto y me hospedaba aquí; esta mañana
cuando vi que no llegaba y no respondía el teléfono, tomé un taxi; encontré la
puerta abierta y a él en su cama, ¿no va a ver el cuerpo?, porque salvo la
puerta no toqué nada. ¿A ellos usted los llamó? Le hablé al señor Figueroa,
señaló al hombre delgado, que es nuestro encargado aquí. ¿Usted qué hizo?
Telefoneé a Laura y a Dania para que me acompañaran, soy bastante impresionable
y no me atrevía a acudir solo, aún no me he animado a verlo, se volvió a la
habitación del fondo. ¿Y ustedes? Laura Frías se limpió una lágrima. Nosotras
ya lo vimos. Aparte de ser compañeros en la PFU, ¿hay algo más? Éramos como
hermanos, jamás nos dejó a nuestra suerte. Dania Estrada tenía bella voz. Laura
simplemente avaló. A propósito, llamamos a sus parientes a Navolato y no tardan
en llegar. ¿A qué hora lo encontró? Como a las 8:20. ¿Vivía solo? Sí, señor.
¿Lo visitaban con frecuencia? No mucho, expresó Figueroa, más bien lo veía en
la sede, que está por la calle Riva Palacio. Nosotras lo vimos la semana
pasada, nos tomamos un té en el Verdi y conversamos. ¿De qué? De sus proyectos,
de la sorpresa de que lo hubieran nominado para profesionista del año, deseaba
volver al Consejo de Seguridad para acabar con la violencia. ¿De veras?, el
detective sonrió, ¿trabajaba? En el Seguro Social, era asesor jurídico. El
carro que está en la cochera ¿es de él? Afirmaron. ¿Tienen alguna idea de quién
lo mató? Negaron. Okey, denle sus domicilios, números de teléfono y celular a
la agente Toledo, por si los requerimos para alguna aclaración, hizo una nota
rápida en su Palm; están por llegar los técnicos, que les tomen sus huellas por
si tocaron algo más.
Abrió la
puerta con un pañuelo. Cerró los ojos y se concentró. Los aromas asaltaron sus
sentidos y estuvieron a punto de incidir en sus recuerdos: ¿qué es este olor
seco, picante?
Observó el
cuerpo sobre las sábanas revueltas y la mancha de sangre. Pantalón negro,
camisa blanca, calcetines oscuros. El tiro lo tenía en la sien izquierda. El
detective percibió la armonía en la pieza, no había desorden en el piso ni en
los muebles. Los periódicos del jueves sobre un sillón de cuero. En el buró la
novela Noticias del imperio, de
Fernando del Paso. Tomó fotos con el celular. Con un kleenex cogió el control
de la tele y la encendió: Canal 22, el preferido de la clase media culturizada.
«Todos los miércoles, a las ocho treinta, Atrapados en la ficción, el
testimonio de los autores de la literatura mexicana contemporánea», ofreció una
voz promocional. La apagó. Bajo el lecho vio un par de zapatos negros, unas
sandalias y en el fondo un objeto cuadrado. Movió la cama: era otro ejemplar de
Noticias del imperio. No lo tocó. Dos
ejemplares: ¿un lector? Una de las paredes la cubría un librero que según pudo
constatar estaba repleto de literatura contemporánea. Abrió con cuidado el
clóset, que también era un modelo de orden perfecto. Un típico ejemplo de
pulcritud, juro que seré igual cuando sea grande. Camisas, pantalones y trajes
colgaban en una hilera impecable, los zapatos brillaban acomodados. Por la
ventana se veía el patio trasero: plantas, un tendedero de ropa, algunas
llantas viejas. Baño inmaculado: bata, toallas, jabones, perfumes. Aspiró. De
allí no emanaba el aroma picante. Observó su reloj: dos para las once. Tomó
algunas fotos con su celular y salió.
Entró
Gris, que se quedó mirando el cadáver: En un momento llegan los peritos y un
agente del Ministerio Público, Mendieta olía las sábanas, tenía treinta y siete
años, soltero, hijo de Hildegardo Canizales, ex ministro de Agricultura,
añadió, el detective de nuevo miró su reloj de pulsera, ella se aproximó a la
herida: Y era guapo, merodeó el agujero en la cabeza y después la alfombra.
¿Viste esto, jefe? Señaló los zapatos. Qué. Se parecen mucho pero son
diferentes, par de mocasines negros. Mendieta se puso en cuclillas y lo
constató: Eres una genio, Gris, y debemos cuidar que no te lleven los rusos,
incluso uno está más limpio que el otro. Marcó el celular del doctor Montaño.
Estamos en
la Guadalupe por la Río Piaxtla, vente como de rayo. ¿Qué no andabas en el
Piggyback? Sí, sólo que aquel muerto se levantó y se fue a seguir tomando.
Llego en quince minutos. Media hora, pensó el detective, e invitó a Gris a
salir. Colega, ve con los vecinos y pregúntales lo de rutina, a ver si alguien
acepta contarte algo.
Montaño
era un médico joven bastante libertino, esa mañana temprano se comunicó con su
amigo para informarle que mandaría dos practicantes al Piggyback, a esa hora se
hallaría en una habitación semioscura con una porrista de los Tomateros de
Culiacán haciendo el ridículo. Hazme el favor, Zurdo, prometo estar a las once
a tu disposición. ¿Palabra de hombre? Te lo juro, ¿alguna vez te he fallado?
Tal como lo previó, media hora después apareció acompañado de los técnicos de
Servicios Periciales que trabajaron con el encobijado: Morros, los zapatos son
de dos pares distintos, hay dos ejemplares del mismo libro, chéquenlos y me los
pasan, busquen su celular, les encargo las llamadas de una semana a la fecha.
Es hijo de un ex ministro de la República y ex miembro del Consejo de
Seguridad, digo, para que no sólo llenen la forma. ¿Y Ortega? En la Jefatura.
El médico observó el cadáver e hizo un gesto afirmativo, le colocó el
termómetro: Si la temperatura baja un grado por hora, lleva de cinco a siete
horas muerto. Le movió la cabeza. La bala salió por la oreja derecha y si lo
mataron aquí por ahí debe estar. ¿Algo más, antes de la autopsia? Nada seguro.
¿No hueles algo extraño? Sonrió: En estos momentos todavía huelo a mi chiquita,
pero tal vez le rociaron algo, ya te informaré. Acordó que le marcara más
tarde. Montaño se le acercó sin quitarle los ojos a Gris, que no se había
marchado a cumplir su comisión, le hizo la seña de que qué onda con ella,
Mendieta le dio a entender que tenía el camino libre, sonriendo hizo la señal
romana de pulgar hacia arriba.
Caballería.
Era Briseño: Acelera, no le hagan necropsia, que Balística y el forense
trabajen rápido. ¿Qué sucede? Así lo quiere su padre, el ingeniero Canizales,
ex de la Secretaría de Agricultura, me acaba de llamar el procurador
Bracamontes para pedirme que seamos expeditos y entreguemos el cuerpo en cuanto
aparezca la familia. ¿Aunque tenga toda la facha de ser un asesinato? No
importa, tómalo como si fuera. Okey. Pasó la orden a Montaño y a los técnicos
que se lo tomaron con naturalidad. En sus departamentos podía pasar y pasaba
cualquier cosa. Solamente terminarían de levantar las huellas dactilares.
Cuando se
retiraban compareció el abogado de la familia y uno de los hermanos. El padre
se encontraba en Estados Unidos negociando el precio de la cosecha de maíz para
los agricultores de la zona y llegaría para el sepelio, la madre no tenía valor
para pasar ese trago amargo. El detective no quiso hablar con ellos, comisionó
a Gris para que les tomara sus generales y consiguiera una cita con los padres,
se llevó a Laura Frías al café Miró, lo prefería a su estrecha oficina en la
Jefatura.
¿Por qué a
ella? Tanta tristeza debía tener una razón.