Los atormentados (MAXI)

Cuando llegué a casa, Walter seguía mojado después de bañarse en el mar mientras le paseaba Bob Jonson, y se echó a dormir de buena gana en su canasta a resguardo del frío. Como me quedaban un par de horas libres antes de reunirme con June Fitzpatrick para cenar, visité la página web del Press Herald y rastreé la base de datos en busca de información sobre la desaparición de Daniel Clay. Según los archivos, las acusaciones de abusos deshonestos procedían de varios niños que habían sido pacientes del doctor Clay. En ningún momento se insinuaba que él hubiera estado implicado, pero sí se planteaba claramente la duda de cómo había podido pasar por alto el hecho de que los niños a quienes trataba, todos víctimas de abusos deshonestos en el pasado, volvían a serlo en esos momentos. Clay había rehusado hacer comentarios, salvo para decir que se sentía «muy afectado» por las acusaciones, que haría una declaración completa a su debido tiempo y que su máxima prioridad era colaborar con la policía y los servicios sociales en las investigaciones encaminadas a descubrir a los culpables. Un par de expertos habían salido, sin mucha convicción, en defensa de Clay señalando que en ocasiones podían tardarse meses o años en inducir a una víctima de abusos deshonestos a revelar en toda su magnitud lo que había padecido. Incluso la policía se cuidó mucho de atribuir la culpa a Clay pero, leyendo entre líneas, saltaba a la vista que, a pesar de todo, Clay se sentía culpable en cierta medida. Estaba cociéndose tal escándalo que resultaba más que dudoso que Clay, al margen de cuál fuese el resultado de las investigaciones, pudiese continuar ejerciendo. Un artículo lo describía con términos como hombre de «rostro ceniciento», «ojos hundidos», «demacrado» y «al borde del llanto». Junto al texto aparecía una fotografía suya, tomada frente a su casa. Se lo veía flaco y encorvado, como una cigüeña herida.

El inspector citado en los artículos de prensa era Bobby O'Rourke. Seguía en el Departamento de Policía de Portland, aunque actualmente asignado a Asuntos Internos. Cuando lo telefoneé estaba en su escritorio a punto de dar por concluida la jornada, y accedió a tomar una cerveza conmigo en Geary's una hora más tarde. Aparqué en Commercial y lo encontré sentado en un rincón del establecimiento, hojeando unas fotocopias y comiendo una hamburguesa. Ya nos habíamos visto un par de veces, y yo lo había ayudado años atrás a llenar las lagunas de un caso relacionado con un poli de Portland llamado Barron que había muerto en «circunstancias misteriosas», como se describieron eufemísticamente los hechos. Yo no envidiaba a O'Rourke su puesto. Si estaba en Asuntos Internos era porque hacía bien su trabajo. Por desgracia, dada la naturaleza de su cometido, algunos de sus compañeros habrían preferido que lo hiciese peor.

Se limpió con una servilleta y nos dimos la mano.

—¿Vas a comer? —preguntó.

—No. He quedado para cenar dentro de un par de horas.

—¿En algún sitio interesante?

—En casa de Joel Harmon.

—Me dejas impresionado. Pronto te veremos en los ecos de sociedad.

Hablamos brevemente sobre el informe anual de Asuntos Internos, a punto de publicarse. Era lo de siempre: en esencia acusaciones de abuso de autoridad y denuncias por utilizar los vehículos de la policía. Las pautas eran siempre las mismas. El denunciante medio acostumbraba ser un varón joven, y los incidentes de abuso de autoridad se daban sobre todo al disolver reyertas. Los policías sólo habían empleado las manos para reducir a los contendientes, y los implicados eran en su gran mayoría blancos y menores de treinta años, así que no podía decirse que los agentes sacudieran a ancianos o a los Globetrotters de Harlem. Nadie había sido suspendido de empleo y sueldo durante más de dos días como resultado de las denuncias. Así las cosas, en conjunto no había sido un mal año para Asuntos Internos. Entretanto, el Departamento de Policía de Portland tenía un nuevo jefe. El anterior lo había dejado ese mismo año, y el consejo municipal había estudiado las peticiones de dos candidatos: uno blanco y natural de la ciudad; otro negro y de origen sureño. Si el consejo hubiese optado por el candidato negro, habría aumentado en un ciento por ciento el número de policías negros en Portland; sin embargo, se inclinaron por la experiencia local. No fue una mala decisión, pero los líderes de ciertas minorías seguían molestos. Mientras tanto, se rumoreaba que el antiguo jefe se planteaba presentarse a las elecciones para gobernador.

O'Rourke se acabó la hamburguesa y tomó un sorbo de cerveza. Era un hombre delgado y en forma, y no daba la impresión de que las hamburguesas y la cerveza fueran su principal aporte de calorías.

—Así que Daniel Clay —dijo.

—¿Te acuerdas de él?

—Recuerdo el caso, y lo que no recordaba lo he consultado antes de venir. Sólo vi a Clay dos veces antes de su desaparición, de modo que no tengo mucho que decirte.

—¿Qué impresión te causó?

—Lo vi sinceramente afectado por lo sucedido. Parecía en estado de shock. Siempre hablaba de ellos como sus «niños». Empezamos a investigar junto con la policía del estado, los sheriffs, la policía municipal, los servicios sociales. El resto es probable que ya lo sepas: surgieron coincidencias con otros casos que sucedieron por la misma época, y varios de ellos se relacionaron con Clay.

—¿Crees que fue casualidad que Clay hubiera trabajado con los niños?

—No hay nada que indique lo contrario. Algunos de esos niños eran especialmente vulnerables. Ya habían sido víctimas de abusos deshonestos antes, y en su mayoría estaban en las etapas iniciales de la terapia y la intervención. Ni siquiera habían llegado a hablar de la primera serie de abusos cuando ya se había iniciado la siguiente.

—¿Os llegasteis a plantear la detención de alguien?

—No. Apareció una chica de trece años vagando por los campos a las afueras de Skowhegan a las tres de la madrugada. Descalza, con la ropa rota, sangrando, sin ropa interior. Estaba histérica, balbuceaba cosas sobre hombres y pájaros. Desorientada, no parecía saber dónde la habían retenido ni de dónde venía, pero recordaba claramente los detalles: tres hombres, enmascarados, turnándosela en lo que parecía una habitación sin muebles de una casa. Le extrajimos muestras de ADN, pero eran poco fiables. Sólo un par resultaron útiles, y no encontramos ninguna coincidencia en la base de datos. Hará aproximadamente un año volvimos a intentarlo cuando revisamos los casos aparcados, pero tampoco salió nada. Mal asunto. Deberíamos haber llegado más lejos, pero no se me ocurre cómo.

—¿Y los niños?

—No les he seguido el rastro. Algunos han vuelto a aparecer en el radar. Eran niños echados a perder y se convirtieron en adultos echados a perder. Al ver sus nombres, siempre he sentido lástima por ellos. ¿Qué oportunidades iban a quedarles después de lo que padecieron?

—¿Y Clay?

—Se esfumó literalmente. Nos llamó su hija, nos dijo que estaba preocupada por él, que llevaba dos días sin presentarse en casa. Encontraron su coche en las afueras de Jackman, cerca de la frontera con Canadá. Pensamos que quizás se había escapado de su jurisdicción, pero no tenía ninguna razón para hacerlo, aparte de la vergüenza. No se le ha vuelto a ver.

Me recosté en la silla. Por lo que a información se refería, me había quedado igual que al principio. O'Rourke advirtió mi insatisfacción.

—Lo siento —se disculpó—. Supongo que esperabas una revelación.

—Sí, un rayo de luz cegadora.

—¿Y a qué se debe tu interés?

—Me ha contratado la hija de Clay. Alguien ha estado haciendo preguntas sobre su padre. La ha puesto nerviosa. ¿Sabes algo de un tal Frank Merrick?

Premio. El rostro de O'Rourke se iluminó como la noche del Cuatro de Julio.

—Frank Merrick —repitió—. Y tanto que sí. Lo sé todo sobre Frank. Frank «el Fatídico», lo llamaban. ¿Es él quien anda asustando a la hija de Clay?

Asentí con la cabeza.

—Tiene su lógica, en cierto modo —comentó O'Rourke.

Le pregunté por qué.

—Porque la hija de Merrick también fue paciente de Daniel Clay, sólo que ella siguió el mismo camino que él. Se llamaba Lucy Merrick, aunque él nunca se casó con su madre.

—¿La hija desapareció?

—Denunciaron el hecho dos días después de marcharse Clay, pero por lo visto llevaba más tiempo desaparecida. Sus padres adoptivos eran unos cafres. Dijeron a los asistentes sociales que siempre andaba escapándose de casa, y sencillamente se habían cansado de perseguirla. Por lo que recordaban, la habían visto por última vez hacía cuatro o cinco días. Tenía catorce años. Sin duda la chica se las traía, pero, aun así, no era más que una criatura. Se habló de presentar cargos contra los padres adoptivos, pero la cosa no properó.

—¿Y dónde estaba Merrick cuando pasó todo eso?

—En la cárcel. Te diré una cosa: Frank Merrick es un tipo interesante. —Se aflojó el nudo de la corbata—. Pídeme otra cerveza. Y te aconsejo que tú también te pidas algo. Es una de esas historias que...

 

 

Frank Merrick era un asesino.

La palabra se había desvirtuado tanto por exceso de uso que cualquier chico malo con una navaja al que en una reyerta de bar se le iba la mano y destripaba a un compañero de copas por una chica que llevaba un vestido demasiado ceñido, o cualquier parado sin futuro que atracaba una licorería y le pegaba un tiro al dependiente que ganaba siete pavos la hora, ya fuera por pánico o por aburrimiento o simplemente porque llevaba una pistola y le parecía una lástima no comprobar lo que era capaz de hacer, cualquiera de ellos recibía el título de «asesino». En los periódicos se utilizaba la palabra para aumentar las ventas, en los juzgados para aumentar las condenas, en las prisiones para granjearse una reputación y disponer de un poco de espacio libre de agresiones y amenazas. Pero no significaba nada; en realidad, no. Matar a alguien no lo convertía a uno en asesino, no en el mundo donde se movía Frank Merrick. En el mundo de éste no era algo que se hiciese una sola vez, ya fuera por accidente o de manera intencionada; ni siquiera era una forma de vida elegida, como el nihilismo o el vegetarianismo. Era un comportamiento que residía en las células y esperaba el momento de despertar, de revelarse. En ese sentido, era posible ser un asesino incluso antes de haber arrebatado la primera vida. Formaba parte de la naturaleza de uno y salía a la luz a su debido tiempo. Sólo necesitaba un catalizador.

Frank Merrick había llevado en apariencia una vida corriente durante veinticinco años, poco más o menos. Se había criado en una zona peligrosa de Charlotte, en Carolina del Norte, y de niño anduvo con malas compañías, pero se enderezó. Estudió para mecánico, y ninguna nube se cernió sobre él ni sombra alguna siguió sus pasos, aunque se decía que permaneció en contacto con elementos de su pasado y que era un hombre en quien podía confiarse a la hora de conseguir un coche o deshacerse de él en poco tiempo. Sólo más tarde, cuando empezó a aflorar su verdadera identidad, su identidad secreta, la gente se acordó de hombres que se habían cruzado con Frank Merrick y que desaparecieron entre las grietas de la acera sin que nadie volviera a verlos ni a tener noticia de ellos. Corrieron rumores de llamadas telefónicas, de viajes a Florida y Atlanta y Nueva Orleans, de armas usadas una sola vez y luego desmontadas y arrojadas a canales y pantanos.

Pero eran sólo rumores, y la gente siempre habla…

Se casó con una chica corriente, y habría seguido casado con ella de no ser por el accidente que alteró de manera radical la vida de Frank Merrick, o quizá simplemente le permitió despojarse de la apariencia de un hombre callado e introvertido, hábil con las manos y buen conocedor de la mecánica de un coche, para convertirse en algo mucho más extraño y aterrador.

Una noche, cuando cruzaba una calle en las afueras de Charlotte, donde vivía, Frank Merrick fue atropellado por una moto. Llevaba una tarrina de helado que había comprado para su mujer. Tenía que haber esperado a que cambiara el semáforo, pero le preocupaba que el helado se derritiese antes de llegar a casa. El motorista, que no llevaba casco, había bebido pero no estaba borracho. También había fumado algún porro, pero no estaba colocado. El propio Peter Cash pensó esas dos cosas al montar en la moto después de despedirse de sus amigos y dejarlos viendo un vídeo porno.

Para Cash fue como si Frank Merrick hubiera salido de la nada, cobrando forma de pronto en la calle vacía, materializándose a partir de los átomos de la noche. La moto embistió a Merrick de pleno, la rompió huesos y desgarró carne; y con el impacto, el motorista salió catapultado y fue a caer en el capó de un coche aparcado. Cash tuvo la suerte de salir del paso con sólo una fractura de pelvis, y si hubiese ido a estrellarse contra el parabrisas del coche con la cabeza desprotegida, y no con el trasero, casi con toda seguridad habría muerto en el acto. En lugar de eso conservó el conocimiento el tiempo suficiente para ver el cuerpo desmadejado de Merrick sacudirse en la calzada como un pez fuera del agua.

Merrick fue dado de alta dos meses después, cuando sus huesos rotos se recuperaron lo suficiente y se consideró que sus órganos internos ya no estaban en peligro inminente de sufrir un fallo o colapso. Apenas habló con su mujer y aún menos con sus amigos, hasta que por fin esos amigos dejaron de importunarle con su presencia. Dormía poco, y rara vez se aventuraba a acostarse en el lecho conyugal, pero cuando lo hacía, se abalanzaba sobre su mujer con tal ferocidad que ella empezó a temer sus acercamientos y el dolor que los acompañaba. Al final, ella huyó de la casa y, pasados uno o dos años, solicitó el divorcio. Merrick firmó todos los papeles sin el menor comentario ni queja, satisfecho al parecer de dejar atrás todos los aspectos de su vida anterior, mientras algo anidaba dentro de él y se metamorfoseaba. Más tarde su mujer cambió de nombre y volvió a casarse en California, y nunca le contó a su nuevo marido la verdad sobre el hombre con quien en otro tiempo había compartido la vida.

¿Y Merrick? Pues se creía que Cash fue la primera víctima del hombre transformado, aunque nunca se encontró prueba alguna que lo vinculase con el crimen. Cash murió apuñalado en su cama, pero Merrick tenía coartada, respaldada por cuatro hombres de Filadelfia que, según se dijo, obtuvieron ciertos servicios de Merrick a cambio. En los años posteriores recibió varios encargos de distintos grupos, sobre todo en la Costa Este, y poco a poco se convirtió en el hombre a quien acudir cuando alguien necesitaba una última y fatídica lección, y cuando la necesidad de negar cualquier participación en el hecho exigía que el trabajo se encargase fuera. La cantidad de cadáveres caídos a manos de él empezó a crecer. Por fin desarrolló su innata aptitud para el asesinato, y para él fue un cambio provechoso.

Mientras tanto, colmó otros apetitos. Le gustaban las mujeres, y una de ellas, una camarera de Pittsfield, Maine, quedó en estado después de una noche en compañía de él. Tenía cerca de cuarenta años y estaba desesperada por encontrar a un hombre, o tener un hijo propio. No contempló siquiera la posibilidad de abortar, pero no tenía forma de ponerse en contacto con el hombre que la había dejado embarazada, y al final dio a luz a una niña aparentemente normal. Frank Merrick volvió después a Maine y buscó a la camarera, y ella temió su reacción cuando le diera la noticia de que era padre, pero él tomó a la niña en brazos y preguntó su nombre («Lucy, como mi madre», le dijo ella), y él, sonriendo, contestó que Lucy era un nombre bonito, y dejó dinero en la cuna de la niña. A partir de entonces llegaba dinero con regularidad, a veces entregado en persona por Merrick, otras veces en forma de giro. La madre de la niña se dio cuenta de que en aquel hombre había algo peligroso, algo que debía quedar inexplorado, y siempre le sorprendió ver la devoción que demostraba hacia la pequeña, pese a que nunca se quedó mucho tiempo con ella. Al hacerse mayor, la niña empezó a tener pesadillas, sólo eso. Pero los sueños de la pequeña empezaron a filtrarse en su vigilia. Se convirtió en una niña difícil, incluso trastornada. Se hacía daño a sí misma e intentaba hacer daño a los demás. Cuando su madre murió —una embolia pulmonar fulminante se la llevó mientras nadaba en el mar, de modo que su cuerpo fue arrastrado mar adentro por la marea y hallado días después en la playa, abotargado y medio devorado por los carroñeros—, Lucy Merrick quedó en manos de la asistencia social. Al cabo de un tiempo la enviaron a Daniel Clay para que la ayudara a refrenar su agresividad y su tendencia a autolesionarse, y ella pareció hacer progresos con él, hasta que ambos desaparecieron.

Por entonces, su padre llevaba cuatro años en la cárcel. Se le acabó la suerte al caerle cinco por conducta temeraria con un arma peligrosa, otros cinco por amenazas con el uso de un arma peligrosa y diez por agresión con agravantes, que debían cumplirse simultáneamente. Todo sucedió cuando una de sus víctimas potenciales escapó repeliéndolo a tiros en su propia casa y Merrick lo acorraló con una navaja; al final la víctima fue atropellada por un coche patrulla mientras huía. Merrick se libró de otra pena de entre cuarenta años y cadena perpetua sólo porque la fiscalía no consiguió demostrar la premeditación del hecho, y porque no tenía antecedentes de delitos con intenciones homicidas. Fue en esa etapa cuando desapareció su hija. No cumplió toda la condena entre la población reclusa corriente. Gran parte, según O'Rourke, la pasó en Supermax, una cárcel de máxima seguridad, y eso no fue coser y cantar.

Tras su puesta en libertad la enviaron a Virginia para ser juzgado por el asesinato de un contable llamado Barton Riddick, que en 1993 recibió un disparo en la cabeza con una 44 milímetros. A Merrick se le acusó sin más indicio que el análisis balístico, realizado por el FBI, del plomo de unas balas halladas en su coche después de su detención en Maine. No existía la menor prueba de que hubiese estado en el lugar del asesinato en Virginia, ni nada que lo relacionase físicamente con Riddick, pero la composición química del proyectil que había traspasado a la víctima, llevándose consigo una porción de cráneo y masa encefálica, coincidía con la de las balas de la caja de munición descubierta en el maletero de Merrick. Éste se enfrentaba a la posibilidad de pasar el resto de su vida en la cárcel, quizás incluso a la pena de muerte, pero su caso fue uno de los varios elegidos por ciertos bufetes que consideraban que los analistas del FBI habían atribuido en diversas ocasiones un valor excesivo a los resultados de los análisis balísticos del plomo. La acusación contra Merrick se debilitó aún más cuando el arma utilizada en el asesinato se usó también posteriormente para matar a un abogado en Baton Rouge. Muy a su pesar, el fiscal de Virginia decidió no mantener los cargos contra Merrick, y para entonces el FBI ya había anunciado que abandonaba el análisis balístico del plomo. Salió de la cárcel en octubre, y ahora era, a todos los efectos, un hombre libre, ya que había cumplido toda su condena en el estado de Maine, y lo habían puesto en libertad sin condiciones partiendo del supuesto de que los cargos por el asesinato de Riddick bastaban para garantizar que nunca más volvería a pisar la calle como hombre libre.

—Y ahora aquí lo tenemos otra vez —concluyó O'Rourke.

—Preguntando por el médico que trató a su hija —añadí.

—Parece un hombre rencoroso. ¿Qué vas a hacer?

Saqué la cartera y dejé unos billetes en la mesa para pagar la cuenta.

—Voy a hacer que lo detengan —contesté.

—¿Presentará cargos esa Clay?

—Hablaré con ella. Aunque no lo haga, es posible que la amenaza de prisión baste para quitarle de encima a Merrick. No deseará volver a la cárcel. ¿Quién sabe? Incluso puede que la policía encuentre algo en su coche.

—¿La ha amenazado de algún modo?

—Sólo de palabra, y muy vagamente. Aunque rompió una ventana de la casa de Rebecca, por lo tanto es capaz de más.

—¿Alguna señal de que fuera armado?

—Ninguna.

—Frank es la clase de hombre que se sentiría un poco desnudo sin un arma.

—Cuando nos vimos, me dijo que iba desarmado.

—¿Le creíste?

—Pienso que es demasiado inteligente para ir armado. Como ex presidiario, no pueden sorprenderlo con armas en su poder, y ya está atrayendo atención más que suficiente. Si vuelven a encerrarlo, no podrá averiguar qué le pasó a su hija.

—En fin, es posible, pero no pondría las manos en el fuego. ¿Esa Clay aún vive en la ciudad? —preguntó O'Rourke

—En South Portland.

—Si quieres, puedo hacer unas llamadas.

—Todo ayudará. No estaría mal tener lista una orden provisional cuando se detenga a Merrick.

O'Rourke dijo que eso seguramente no sería problema. Casi me había olvidado de Jim Poole. Le pregunté por él.

—Recuerdo algo de eso. Era un aficionado. Un detective que había estudiado por correspondencia. Le gustaba la hierba, creo. La policía de Boston pensó que quizá su muerte guardase alguna relación con las drogas, y supongo que para los de aquí fue cómodo suscribir esa teoría.

—Cuando desapareció, trabajaba para Rebecca Clay —dije.

—No lo sabía. Ese caso no lo llevé yo. Por lo que parece, esa mujer trae mala suerte. A su lado la gente desaparece con más facilidad que en el circo mágico.

—Dudo que la gente con suerte atraiga el interés de hombres como Frank Merrick.

—Si lo atraen, la suerte no les dura mucho. Me gustaría estar presente cuando lo encierren. He oído hablar mucho de él, pero nunca lo he tenido cara a cara.

Su jarra de cerveza había dejado un ruedo de humedad en la mesa. Trazó formas en él con el dedo índice.

—¿En qué piensas? —pregunté.

—Pienso que es una lástima que tengas una clienta que se cree en peligro.

—¿Por qué?

—No me gustan las coincidencias. Algunos de los pacientes de Clay sufrieron abusos deshonestos. La hija de Merrick fue una de sus pacientes.

—¿Se desprende de ahí que la hija de Merrick sufrió abusos deshonestos? Es posible, pero no tiene por qué ser así necesariamente.

—Y de pronto Clay desaparece y la niña también —continuó O'Rourke.

—Y no se encuentra a los culpables.

Se encogió de hombros.

—Sólo quiero decir que el hecho de que un hombre como Merrick ande haciendo preguntas sobre viejos delitos podría preocupar a determinadas personas.

—Como, por ejemplo, los autores de esos viejos delitos.

—Exacto. Tal vez fuese útil. Nunca se sabe quién podría darse por ofendido y, de paso, delatarse.

—El problema es que Merrick no es como un perro sujeto con una correa. Es imposible controlarlo. Así las cosas, tengo a tres hombres vigilando a mi clienta. Para mí, su seguridad es prioritaria.

O'Rourke se puso en pie.

—Bueno, habla con ella. Explícale lo que te propones. Luego solicitemos la detención de Merrick y veamos qué ocurre.

Volvimos a estrecharnos la mano y le di las gracias por su ayuda.

—No te dejes llevar —recomendó—. Yo estoy en esto por los niños. Ah, y perdona que sea así de claro, pero si el barco se va a pique, y me entero de que has sido tú quien ha abierto la vía de agua, te detendré yo mismo.