La poesía de José Ramón Ripoll es reconocible tanto por un estilo marcado por la musicalidad como por la insistente búsqueda de una realidad subyacente más allá de las apariencias, que sólo puede ser desvelada a través de sus nombres y sus múltiples significados. De ahí la conseguida ambigüedad de su escritura. Sin embargo, los poemas de este deslumbrante libro parecen seguir un sutil hilo argumental que lo dota de un inesperado discurso unitario: un caminante pasea por la orilla del mar y estrecha en su mano una piedra elegida al azar entre muchas otras. En su sustancia mineral vislumbra el paseante su existir, desgajado de su universo como la piedra de la roca, solitario y abandonado como el guijarro en la playa baldía. En el centro de la forma pétrea se oculta el verdadero rostro de quien la observa y trata de retenerla. Y de ese encuentro brota una voz que reflexiona sobre la palabra y el silencio, el amor y el tiempo, el canto y el vacío.
Como ocurre en toda la poesía del autor, la música es esencial en este poemario, que puede leerse o escucharse al modo de una derivación sonora y conceptual a partir de un leitmotiv. En ese sentido, los títulos son más una señal indicativa que una inscripción definitiva de los diferentes fragmentos, que actúan como soporte de un único instante: el de un tiempo ya sin tiempo. Dividida en tres partes —«Encuentro», «Reconocimiento» y «Abandono»—, Piedra rota habla del ser humano en busca de sí mismo, de la sensación de florecimiento cuando este cree haberse reconocido en su interior o en el otro, y de la complicidad final con el vacío y el despojamiento.
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