Después del
éxito de El don de la ignorancia
(merecedora del Premio Nacional de Poesía en 2005), con el que su autor volvía
a la actualidad literaria, este nuevo y esperado libro de José Corredor-Matheos
viene a confirmar su posición de poeta primordial entre los otros poetas de la
generación del 50. Corredor-Matheos se aleja ahora aparentemente del universo
oriental, de la influencia de la poesía china y japonesa que caracterizaron su
temprana Carta a LiPo en 1975 y que
se han prolongado hasta El don de la ignorancia.
Este libro, sin renunciar a la desnudez enunciativa, a la sencillez y tersura
del lenguaje, que le emparenta también a la poesía pura de Emily Dickinson y
William Carlos Williams, explora formas más enunciativas, poemas más extensos,
y la herencia hispana de poetas como Garcilaso, Gustavo Adolfo Bécquer y,
particularmente, Juan Ramón Jiménez.
Si en el título anterior Corredor-Matheos reconocía estar «en un momento poético en el que para escribir deseo olvidar todo lo que sé, vaciarme y olvidarme de todo», en este nuevo poemario esa mirada desnuda, inocente, no puede impedir que broten las impresiones ante la naturaleza observada, los efectos del comportamiento de la realidad y cómo la palabra puede aprehender el subtexto, la corriente oculta que se manifiesta en todos los aspectos del ser. Corredor-Matheos entiende el poema como una visión detenida de lo fugaz, una cristalización del fluir o una aprehensión del destello que los objetos o el paisaje ofrecen al sujeto. Su expresión despojada y autosuficiente, y su tonalidad serena le inscriben en una tradición bien reconocible de poetas esenciales, intensos e indagadores del propio lenguaje dentro la literatura española, como Antonio Gamoneda o Antonio Colinas, de los que se siente próximo.
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