Malcolm Lowry es un escritor maldito típico, hijo de padres acomodados, escritor pese al escándalo familiar, adicto a la tequila y al mezcal, aventurero, protagonista de episodios oscuros jamás aclarados, víctima de incendios en los que desaparecen sus manuscritos, trabajador irregular que reescribe su única obra importante, Bajo el volcán, cuatro veces en lugares y circunstancias completamente distintos, muerto de mala manera después de una última crisis etílica. Y su novela es una de las escasísimas grandes novelas de todos los tiempos.
Y porque pocos lo han leído,
quisiéramos que estas dos cartas sirvan de incentivo a su lectura. En ellas
Malcolm Lowry se retrata como creador y como persona. La primera carta,
dirigida a su editor, que le pedía la supresión de unos pasajes del libro, es
un largo estudio crítico, serio e irónico, de Bajo el volcán: Lowry
analiza a fondo su propia obra para rechazar los cortes propuestos y justificar
la absoluta necesidad de publicarla tal como fue concebida a lo largo de diez
años de reflexión. La segunda es la historia kafkiana de dos personas, él y su
mujer, metidos en el más intrincado e infernal laberinto burocrático y
administrativo debido a un error, llamémosle así, de la policía mexicana. Lowry
murió sin haber podido conocer los motivos por los que se vio envuelto en aquel
embrollo que lo llevó al calabozo y a la expulsión de México.
Y porque Jorge Semprún dice
que Malcolm Lowry exige lectores exigentes (“Somos unos cuantos”, añade) – y
porque a Malcolm Lowry le gustaban los prólogos-, le pedimos que escribiera
algo sobre estas cartas de Malcolm Lowry. Lo hizo, finalmente. Y para que
entendiéramos de una vez que “no nos vendría mal la irrupción de algunos tipos
como Malcolm Lowry”, arremete contra algunos de los tabús de nuestra academia,
contra el escritor/funcionario, “que después o antes de sus obras de oficina”,
“funciona oficinescamente como escritor”, y contra el escritor/sacerdote,
“portador de valores eternos”, en este caso culturales, exquisitamente culturales: “no ejerce una mera función,
sino una misión, un sacerdocio”.
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